Él era como
Antonio Peredo Leigue, periodista y catedrático.
En pleno velorio, una de sus alumnas me dijo que hablar con él era como si estuviésemos leyendo un buen libro. Y ahora que lo pienso, es verdad…
Puedo asegurar que muchos de sus colegas y nosotros, sus alumnos, encontrábamos en su conversación un nuevo detalle para comprender un poco mejor al trabajo, a la universidad, al periodismo y a la vida diaria; esta vida que ahora acaba de decirle: “Hasta aquí llegamos, mi querido Antonio.” Tenía 75 años.
Ahora que repaso el libro de los recuerdos que me unen a don Antonio Peredo Leigue, mi exdocente de Redacción Periodística, acabo de descubrir que son pocos, pero ¡qué mundos de enseñanza!
Por ejemplo, una tarde en que fui a visitarlo a casa, lo encontré con el semblante caído. Como respuesta a mi natural duda, me señaló a través de la ventana la nueva construcción en pañales de otro edificio, delante del suyo, que habría de estrenarse dentro de algunos meses.
Supe, entonces, que el nuevo edificio habría de arrebatarle para siempre la visión del Illimani. Y a esa hora, poco antes de que el sol se vaya a dormir, el cielo violáceo que nos acompañaba hacía que este nevado deje de ser una corriente postal para turistas y se convierta en algo propio, en algo íntimo; no exagero si digo en algo humano. He ahí su amor a la naturaleza.
AUTORES. Don Antonio Peredo enseñó a varios de sus alumnos a enamorarse de la literatura y a descubrir que en ella reside la médula de la buena descripción periodística. Tenía todo un arsenal de autores latinoamericanos para defender sus ideas. Rayuela, de Julio Cortázar; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa encabezaban la lista.
Y a los más atrevidos, nos instaba a leer poesía. No recuerdo con precisión matemática sus palabras, pero quiero creer que un día me dijo, como el poeta Gabriel Celaya, que “la poesía es un arma cargada de futuro”.
Recuerdo también que un día casi se escandaliza luego de haber oído decir a una de sus alumnas que de nada le servirá leer literatura para su profesión de comunicadora social. “Han venido a una carrera donde se lee, se lee y se lee”, solía decir. Detrás de ese “se lee” está todo un mundo por descubrir. Con ello, don Antonio nos daba las pistas para comprender la vida, desde luego.
La historia era otro puente en que nos gustaba detenernos a platicar. De hecho, toda buena literatura, decía él, convierte a la historia en algo más palpable, más propio. La lucha de las mujeres de la Coronilla de San Sebastián, en Cochabamba, que defendieron la patria de los españoles, durante la Guerra de la Independencia, narrada en la novela Juan de la Rosa, de Nataniel Aguirre, es uno de sus ejemplos que ahora llega a la mente.
A don Antonio le gustaba repetir que Carlos Marx decía que él aprendió la historia de Francia no por los historiadores, sino gracias a Balzac.
Mi exdocente tenía, además, la fama de haber sido hermano de los guerrilleros Guido (Inti) y Roberto (Coco) Peredo, quienes lucharon junto al Che Guevara en la guerrilla de 1967. Su tercer hermano, Osvaldo, llamado por sus amigos Chato, organizó el movimiento guerrillero en Teoponte, en 1970. Algo de místico se desprende aún de estos hechos porque se siente la emoción inexplicable de rozar con un pedacito de la historia de este país.
Ahora entiendo por qué en las redes sociales aparece la interminable cadena de comentarios amables y palabras que abrazan sus recuerdos. Me hacen pensar que don Antonio era único en su especie. Tal vez lo haya sido. Pero estoy seguro de que eso no le preocupaba .
Lo que sí le tenía desconcertado, contrariado incluso, era la pésima ortografía de sus alumnos. Su delgada pluma roja acribillaba sin compasión el blanco papel de nuestras tareas hasta desnudar errores desapercibidos. Nada escapaba a la lupa de sus atentos ojos.
En lo personal, más me interesaban las recomendaciones que me sugería con esa perfecta caligrafía de maestro indiscutible. Ésa, la prueba irrefutable de la generosidad de su tiempo.
Estricto y correcto hasta más no poder. Me cerró la puerta de clase por culpa de cinco minutos de retraso. Las disculpas no eran suficientes; su lema era que aprendamos a ser mejores cada día. Pero no para demostrárselo a él o a las demás personas, sino a nosotros mismos.
Amaba la precisión, piedra fundamental como buen periodista que era. Yo lo conocí como docente de la Universidad Mayor de San Andrés y aprendí a quererlo como amigo.
Odiaba decir “yo le aconsejo esto”. No, escapaba de ese oasis engañoso y prefería —con sus sugerencias— que encontremos nuestras verdades. He ahí el detalle para que una de sus exalumnas lo sienta como un libro, pues toda palabra que salía de sus labios parecía estar hilvanada con el hálito imaginativo de la reflexión amigable y oportuna.
Cuando en 2002 me enteré de su candidatura a la Vicepresidencia por el Movimiento al Socialismo (MAS), casi increpándolo, le pregunté por qué ingresaba a la política si dijo mil veces que es pecado mortal que un periodista sea candidato de un partido político. Además, los periodistas “salvadores” de Bolivia habían fracasado en su integridad…
Pero con su indiscutible voz de locutor profesional, me dijo: “La diferencia está en que yo he sido político desde siempre”.
ELN. Recordé, entonces, que formó parte del Ejército de Liberación Nacional y empuñó el arma de sus ideales políticos a los que nunca renunció y de los que se sentía muy orgulloso.
Después, en sus épocas de diputado y senador, recuerdo que lo veía más como mi docente que como legislador. Me quedo con su aspecto humilde de camisa blanca sin corbata, cubierta por un suéter guindo de botones al centro y su eterno saco café oscuro de cuadros delgaditos.
Cuando lo encontraba en la calle, interrumpía su camino y su tiempo para abrazarlo con gratitud y preguntarle por su salud.
“Estoy muy bien”, solía decirme sonriendo. Y me tranquilizó con la misma sentencia el día en que le llamé por teléfono a su casa, el 13 de marzo, para hablar sobre la muerte de Domitila Chungara, una de las mujeres que en 1978 formó parte de una huelga de hambre que habría de terminar con la dictadura de Hugo Banzer Suárez.
Desde aquella vez, no tuve la fortuna de encontrarlo en la calle, caminando con ese aire humilde de paso quedito con que solía verlo.
Y ahora, por desgracia, escribo esta semblanza por culpa de la mala noticia de su muerte a causa de un cáncer avanzado en el pulmón, disfrazado de neumonía.
A este paso, prefiero abrazarme de la mejor frase que escuché en su velorio. “Hablar con él era como leer un buen libro”. ¡Gracias don Antonio! Paz en su tumba.