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La ejecución del inocente

Qué pocas veces una obra en prosa puede ser tan enigmática como un gran poema o como una gran pieza musical. El poema lo leemos una y otra vez y no es que tardemos en alcanzar su sentido y por lo tanto a dilucidar del todo un enigma sino que el enigma central sigue manteniéndose a pesar de que el poema irradia sentido de una manera constante, como emite radiactividad el uranio; el poema se lo aprende uno de memoria y se lo dice muchas veces y cuanto más lo conoce más sentido extrae de él y más intacto permanece sin embargo el misterio; el misterio central es el núcleo del que emana el sentido: no el mensaje, no el contenido, no una información que podría obtenerse por cualquier otro camino o un significado que pueda explicarse mediante la paráfrasis.

Decía Flannery O’Connor que lo propio de la buena obra de ficción es precisamente no permitir la paráfrasis, no dejarse resumir o simplificar en la explicación.

En el poema arde un fuego que no se apaga nunca, como en las notas de una música, que dura con llama desigual a lo largo de la vida de cada lector en el que prendió y en los mejores casos a lo largo de los siglos, resistiendo a casi todo, al olvido, a las traducciones, a la fragmentación. No sabemos hebreo pero la música y el sentido del Cantar de los cantares arden para nosotros en la traducción de la Biblia de Casiodoro de Reina y en el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Y en la conciencia y la memoria del aficionado a la música el Round Midnight de Thelonious Monk o la Hammerklavier sonata de Beethoven o la Chacona de Bach, por poner tres ejemplos de músicas despojadas que me son muy queridas, no se agotan nunca por más veces que se escuchen.

PODER. Cada cual puede pensar en obras narrativas que tengan para él o para ella un poder semejante. No son muchas, y raras veces son muy largas. La extensión parece poco compatible con el grado máximo de intensidad. De inmediato pienso en el Quijote, en la Odisea, en Moby Dick, en La montaña mágica; con más facilidad llego a obras más breves; a ese espacio asombroso de la novela corta, que quizás nos atrae tanto porque reúne las virtudes en principio opuestas de la novela y el cuento: el vuelo expansivo y la concentración. No debe de ser casual que originariamente la palabra novela, traída del italiano al español por Cervantes, designara esa duración intermedia. En inglés se emplea la palabra francesa: nouvelle. Es la extensión de El curioso impertinente, El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo; la del Adolfo de Benjamin Constant; Las gafas de oro, de Giorgio Bassani; El corazón de las tinieblas y La línea de sombra, de Conrad; Los papeles de Aspern, de Henry James; El Oso, de William Faulkner; Los adioses, de Onetti; Demasiada felicidad, de Alice Munro, etcétera.

MELVILLE. La lista es variable. Pero quizás el título que bajo ningún concepto puede faltar en ella es el Billy Budd de Melville. Como un poema o una obra musical, como una película, Billy Budd impone o provoca la unidad de lectura; la atención mantenida sobre un periodo impulsivo de varias horas. Como el poema o la música, Billy Budd existe en un plano que es el de lo visible —las palabras, la historia— y otro el del misterio en el interior del cual se van atisbando como fogonazos del sentido. El peso de lo que no se cuenta gravita sobre la narración como el de la atmósfera sobre cualquier criatura que respira.

De los dos personajes sobre los que haría falta saber más —el propio Billy Budd, el turbio odiador Claggart— no hay casi ninguna información sobre sus vidas anteriores al comienzo de la historia; una de las escenas fundamentales de la novela transcurre detrás de la puerta cerrada de un camarote. En Moby Dick Melville se había dejado arrastrar por la fuerza expansiva de un material que desbarataba todos los límites y todas las conveniencias del arte de la novela. Como la ballena blanca al capitán Ahab Moby Dick arrastró a su autor a una calamidad de la que su prestigio como novelista no se recuperó en el curso de su vida. Billy Budd, escrita al final de ella, parece responder al impulso contrario: la compresión extrema, la simplicidad de la fábula. Transcurre en alta mar pero es tan estática como si sucediera en una sola habitación. En Moby Dick los personajes actúan y hablan contra el fondo del océano y del cielo abierto: en Billy Budd son como figuras solas en un cuadro tenebrista.

Melville, ya viejo, apartado de todo, corrigió una y otra vez esa novela tan breve, y cuando murió, en 1891, el manuscrito quedó olvidado en una panera de latón. Después de tanto fracaso, pensaría que entre publicar y no publicar no había mucha diferencia.

SACRIFICIO. El tema de Billy Budd, el misterio, es al menos tan antiguo como el Génesis: el sacrificio de Isaac; la ejecución del inocente: el que ha de morir no a pesar de que no es culpable de nada sino precisamente por eso. La novela se publicó en 1924, por los mismos años en los que Moby Dick irrumpía de verdad en la literatura, al cabo de tres cuartos de siglo de olvido; cuando James Joyce, Virginia Woolf, Proust, Dos Passos, ensanchaban el arte de la novela hasta las dimensiones que Melville había vislumbrado tan prematuramente para ella.

No importa cuántas veces se lea Billy Budd: cuanto más se conoce más intacto permanece su enigma, que es también el de las zonas más sumergidas de la conciencia, las que ni siquiera son inaccesibles para uno mismo. Quizás esa cualidad de lo que no puede ser examinado más allá de un cierto punto hace esa escritura tan semejante a la música.

Lo pienso viendo y escuchando el Billy Budd de Benjamin Britten, en el montaje de David Kneuss, dirigido por David Robertson, con Nathan Gunn cantando el papel del hermoso marinero y John Daszak en el papel del capitán del buque de guerra donde se consuma el sacrificio. Como en la novela, el mar permanece invisible; una negrura sin matices rodea ese barco que tiene algo de Buque Fantasma, que es prisión y luego patíbulo. En la novela el capitán Vere muere al poco tiempo de suceder los hechos; en la ópera vive hasta la vejez y recuerda desde ella, con el remordimiento de las personas muy rectas que pueden hacer cosas terribles en cumplimiento de su excesiva rectitud.

Al final la orquesta guarda silencio y sólo queda el canto, tan austero que se parece al habla común y al estilo de Melville. Nunca he escuchado una ópera que termine así. Lo que queda, en Melville y en Britten, es la conmoción del misterio: el misterio de la inocencia sin defensa y el de la rectitud sin misericordia; y más hondo todavía el misterio del odio. Lo que ocurre en la cámara cerrada de la conciencia de quien odia debe de ser tan inmundo que ni la literatura ni la música saben mirarlo de frente.