Dando por sentado que la ciudad de La Paz tiene una doble fisonomía, y admitiendo que mientras una se exterioriza la otra se oculta, hemos querido dirigir nuestra atención a esta última.

Pues en efecto, lo que aquí interesa es la interioridad y el contenido, el espíritu que mora en lo profundo y que se manifiesta en cada calle y en cada habitante, y en el que seguramente ha de encontrarse la clave para vislumbrar el enorme enigma que constituye la ciudad que se esconde a nuestros ojos.

En el más oscuro confín de algún barrio, en un olvidado callejón cuya boca se abre a quién sabe qué precipicio; en un simple muro de adobe, que ha desafiado los embates de las lluvias y de los vientos a lo largo de mucho tiempo; en la puerta ignorada de algún zaguán, o en la piedra lisa y lavada que reposa años de años en una plazuela quizá innominada; allí puede encontrarse el espíritu de la ciudad, la cifra de muchos misterios —en un patio, en la superficie ruinosa de una pared, en los gastados peldaños que ya a nadie sirven, en el sitio en que ayer se hallaba una casa.

Y lo que esto significa, en toda su hondura, podría explicarse por paradoja, pues muchas veces, como es bien sabido, la destrucción de una ciudad ha sido la verdadera causa de su definitiva permanencia.

Extrañamente, querría decir que una ciudad es indestructible. Y conviniendo que lo fuera en efecto, resultaría obvio preguntarse el porqué, supuesto que la respuesta se encuentra en el espíritu de todos nosotros, los hombres. Pues si los hombres han construido las ciudades, lo han hecho por un mandato y por una necesidad enteramente elementales, bajo el signo de la convivencia y bajo el apremio de la soledad —el más humano y grave, y por tanto, el mayor de entre todos los apremios.

Sin embargo, es evidente que semejante apremio ha cobrado más bien proporciones de angustia, lejos de encontrar algún paliativo en el ámbito de las ciudades. Y he aquí una cosa extraña: es un hecho que existen ciudades y ciudades, como que en efecto las hay verdaderas y falsas; pero, ello no obstante, no hay ciudad que no sea mágica para quien habita en ella. Ahora bien, el hombre que se reúne con la multitud y se sumerge en ella siempre ha de encontrarse completamente solo y confundido al mismo tiempo, cual una gota de agua que pugna por reconocerse en el mar. Pues en tal sentido, si el hombre busca un remedio allí donde precisamente no lo hay, es porque la soledad no se remedia sino con la propia soledad.

De ahí que la magia de la ciudad, si se quiere, no es otra cosa que la magia de la soledad.

Mas lo mágico, en cuanto concierne a nuestra ciudad en particular, ofrece una serie de matices, a cuál más inquietante.

Presidida por el Illimani, por el Mururata y el Huayna-Potosí, que se cuentan entre los mayores colosos del Ande, con una geografía como probablemente no la hay igual o parecida, y con un aura de leyenda y de misterio, alzándose a una altura de 3.600 metros sobre el nivel del mar, con una población integrada en su gran mayoría por aymaras y descendientes de aymaras, La Paz asume un carácter altamente diferenciado. Las influencias del mundo actual, con múltiples desarrollos tecnológicos que desafían y sobrepasan todo lo imaginable, y de cuyas corrientes difícilmente podríamos substraernos, encuentran natural resistencia en estas alturas, pues dichas influencias, aunque en algunos casos reportan beneficios, las más de las veces resultan nocivas, con normas, adelantos, divisas y aun costumbres que, decididamente, no concuerdan —por así decirlo— con nuestro modo de estar, y mucho menos con nuestro modo de ser.

La Paz es una ciudad andina, que no europea o norteamericana; por obvio que ello fuera, nunca estará demás recordar esta verdad. Pues muchos la olvidan o pretenden olvidarla, y sólo muy pocos la recuerdan. A mayor abundamiento, sería necesario puntualizar que, en nuestra opinión, una ciudad puede transformarse y puede crecer, pero, ello no obstante, sin llegar a desvirtuarse; y si esto es así, mal se podría concebir un paceño que acometiera la tarea de desvirtuar su propia ciudad.

Y en este sentido, nótese que estamos lejos de participar de un criterio pueblerino o de campanario, como quizá podría suponerse a primera vista, de un modo superficial y ligero; antes bien, quisiéramos dejar expresa constancia de nuestro rechazo por todo chauvinismo paceñista —si cabe el término. Y de esta manera, según resulta evidente, sólo nos limitamos a sostener aquello que, a nuestro juicio, representa la pura y simple realidad.

En efecto, nadie puede negar que La Paz es una ciudad andina; y como tal subsistirá. Así nos lo asegura el espíritu rector que habita la montaña. Esta ciudad no se verá desvirtuada; no dejará de ser lo que es. No morirá. Cosa tal no ocurrirá, sino con la desaparición del último paceño sobre la tierra —y perdónesenos la vehemencia.

Esto aparte, no ignoramos que existe una fuerza a la que están sujetos los hombres, las cosas y las ciudades, al igual que los planetas y las estrellas —nosotros seremos los últimos en negar el eterno imperativo del cambio. Mal que nos pese, es la ley. Véase, por ejemplo, alguna fotografía de La Paz de principios del novecientos, y compárese con una actual. Es para quedarse estupefacto. Hasta tal punto ha cambiado todo. Una transformación admirable para muchos, y para unos pocos, desoladora —y sea dicho entre paréntesis: nosotros nos contamos entre estos últimos. Así las cosas, y sin que nadie en particular lo haya determinado expresa o deliberadamente, la ciudad ha experimentado un cambio radical y profundo en las últimas tres décadas —vale decir, treinta años.

La mitad del tiempo que dura la vida de un hombre; un minuto en la vida de una ciudad. ¿Qué será más adelante? ¿En los incontables minutos de vida; en los inconmensurables minutos que suelen vivir las ciudades, y que todavía le quedan por vivir a La Paz? Pues todos nosotros habremos ya muerto; y serán otros los ojos que miren la ciudad por nosotros, y serán otros quienes presencien asombrados las transformaciones, el crecimiento y los cambios que se habrán operado, y que nosotros no soñamos ni siquiera remotamente.

Mas hay una cosa cierta: el espíritu que hoy nos anima a todos no-sotros habrá configurado de alguna manera la imagen de aquella ciudad que nos contempla ya en el futuro, en la que habremos de seguir existiendo en sus aires, en sus plazas, en sus calles; jamás como extraños; jamás como forasteros. Pues la ciudad tendrá por siempre en su memoria a quienes la amaron, a quienes vivieron un día aquí, en este aquí que actualmente habitamos.

La imagen de la ciudad verdadera

Jaime Saenz publicó Imágenes paceñas en 1979, hace 33 años. Cuando escribió el libro —él lo admite— no estaba pensando   en la ciudad contemporánea a su escritura, sino en la ciudad de 30 años atrás. En decir, pensaba en la ciudad de su juventud.

Hay algo mágico en esta obra puesto que hoy, pese a ese doble anacronismo, sigue siendo leído como un retrato vivo de la ciudad. Es más, a muchos paceños les gusta decir que se reconocen en sus páginas.

Es cierto que la ciudad de La Paz es indisociable de la obra de Jaime Saenz (1921-1986). Más de una voz autorizada ha dicho, por ejemplo, que la ciudad de La Paz es un personaje de la novela Felipe Delgado. A no dudarlo. No es menos cierto, sin embargo, que esa ciudad de La Paz es un invento —en el sentido más alto de la palabra— del escritor. 

Como todo gran escritor, lo que Saenz ha hecho es construir una “imagen” de la ciudad de La Paz. Esa imagen, por lo demás, responde a la dialéctica que mueve toda su escritura. Para Saenz hay, por un lado, una realidad aparente, superficial; y, por otro, una realidad verdadera, profunda. Escribir era para Saenz, entonces, trascender la apariencia para penetrar en la realidad substancial. Con la ciudad hace lo mismo: su escritura revela la imagen profunda —la imagen verdadera diría él— de la ciudad.

Debe ser. Por eso Imágenes paceñas resulta un libro entrañable. Bienvendida, entonces, esta nueva edición del libro de Saenz con fotografías de Javier Molina B. El libro será presentado el sábado 4 de agosto a las 20.00 en el salón Julio de la Vega de la Feria Internacional del Libro.