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Mi semana con Marilyn

Dos, aseveran los historiadores especializados, han sido los mitos universales instalados por el cine en el imaginario colectivo: Carlitos, el vagabundo inmortalizado por Chaplín como paradigma de la indefensión de los marginales frente al poder primero, y del desquite por vía del sarcasmo después, y Marilyn, prototipo del símbolo sexual con el erotismo brotándole por los poros.

Esta última no se resignó nunca, empero, a quedar estacionada en el rol del cual sacaba jugoso partido la industria: aquella mezcla letal de belleza e inocencia. Se hallaba, por el contrario, ansiosa por demostrar ser una actriz en serio. Por eso, luego de su matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller, se sumergió a fondo en los cursos del Actor’s Studio de Lee Strasberg, la más afamada escuela norteamericana de formación actoral, cuyo prestigio desborda largamente las fronteras locales. Allí pulieron sus aptitudes naturales desde Marlon Brando hasta Dustin Hoffman, pasando por una larga nómina de notoriedades.

Para crear “el Método” —término objeto de culto reverencial en algunos grupos de actores y de fobia desatada en otros—, Strasberg hizo suyas las nociones del ruso Stanislavsky, basadas sobre todo en “la memoria emotiva”, algo así como una “verdad interior” escondida en algún sitio en el laberinto de las experiencias pasadas. Viene a ser un sistema que bucea en la historia personal de los intérpretes, rastreando alguna vivencia lo más cercana posible a la del papel que les cupo en suerte, a fin de permitir que de aquel recuerdo activado se nutra la credibilidad del personaje.

Pues bien, con las lecciones frescas todavía, a mediados de 1956, Marilyn cruzó el Atlántico rumbo a Londres para filmar su primera —y única— película fuera de Hollywood. El operativo, cuidadosamente tramado por representantes y empresarios, consistía en reunir a la diva con una de las figuras mayores del teatro británico: Laurence Olivier —más tarde “Sir Laurence”—, en un emprendimiento titulado El príncipe y la corista bajo la dirección del propio Olivier.

El resultado fue un semifiasco dramático y estético. Peor todavía, el encuentro de las dos notoriedades derivó en un zafarrancho detrás de cámaras que estuvo a punto de echar por la borda las carreras de ambos. Más que de incompatibilidad de caracteres —y del presunto enamoramiento de Olivier, según afirma en esta película Vivian Leigh, esposa del actor/director— se trató de una insalvable divergencia de estilos. La escuela británica, especialmente las eminencias shakesperianas —Olivier era la mayor de todas—,  siempre descreyó del “Método”, optando por el pulimiento técnico frente a cualquier experimento de búsqueda interior.  El encono llevó a interminables escaramuzas cotidianas que al final desembocaron en la negativa de ambas celebridades a dirigirse la palabra.

Testigo presencial del lío, Colin Clark, escritor y documentalista inglés, supo aprovechar al máximo su oportunidad publicando dos libros (The Prince, the Showgirl and Me y My Week with Marilyn) en los cuales relató con minucioso detalle, más una dosis indefinible de adobo propio, ese legendario entrevero, en el cual, según pintó las cosas él mismo, Clark tuvo el rol de amable componedor que impidió que la película fuera un desastre total.

Contaba entonces 23 años, procedía de una acomodada familia aristocrática, venía de una rigurosa formación en el tradicional Eaton College, era hincha del cine hollywoodense y deliraba por “la rubia”. Gracias a las influencias de papá consiguió que Olivier le diera el puesto de tercer asistente de dirección, permitiéndole, al mismo tiempo, cumplir el sueño de estar, por bastante más de una semana, próximo al objeto del deseo de legiones de espectadores del mundo entero que hubiesen dado lo que fuera por tener la chance del muchacho.

No sólo estuvo cerca, se granjeó la confianza de Marilyn —es la versión de Clark que hoy nadie puede desmentir—, transformándose en una suerte de asistente/consejero/facilitador/confidente, múltiple lugar estratégico desde el cual evitó que la sangre llegara al río, si bien no pudo hacer nada para impedir el irreparable daño a una puesta en imagen deslavada en definitiva.

MARILYN. No obstante su intuitiva desenvoltura, Marilyn, con una desdichada biografía a las espaldas, era una mujer profundamente insegura, vulnerable y urgida de protección. Su desencuentro con lo más rancio de la realeza teatral británica no hizo otra cosa que exacerbar esas debilidades e inflamar sus defensas, bloqueando pronto la posibilidad de una complicidad imprescindible para cualquier creación colectiva.

El mayor punto a favor de la película, dirigida con desnatada pulcritud artesanal por Simon Curtis, es la composición del papel por Michelle Williams, quien supo captar a cabalidad el desamparo anímico y las fluctuaciones emocionales de la diva, construyendo un personaje muy distante al de los cromos que siguen promoviendo aquella perfección física detrás de la cual se escondía una infelicidad sin atenuantes.

Al lado de la precisa textura del trabajo de Williams, el rol de Clark, a cargo de Eddie Redmayne, no alcanza ni la presencia ni el carisma para establecer el contrapunto necesario para cerrar el triángulo dentro del cual se jugaron las tormentosas relaciones de aquel fallido rodaje. Nadie, sin conocimiento previo de los hechos, termina de comprender cómo ese jovenzuelo unidimensional pudo haber intimado con la famosa, que ciertamente sobrellevaba más que disfrutaba la popularidad.

El resto del reparto, plagado de grandes nombres del Olimpo británico —Kennet Branagh, Judi Dench, Emma Watson y Julia Ormond— hace lo suyo con soltura, salvo Branagh, visiblemente forzado en su afán de parecerse a Olivier.

Cualquier director menos resignado a sacar adelante una correcta ilustración de las memorias de Clark hubiese sabido obtener mayor partido de una trama con muchísima tela para cortar acerca de la fama y del miedo a decepcionar, siempre agazapado detrás de los fuegos fatuos del renombre. Curtis debe agradecerles a sus actores no haber malversado del todo la oportunidad.

Ficha técnica

Título original: My Week with Marilyn.

Dirección: Simon Curtis.

Guión: Adrian Hodges, Colin Clark.

Libros: The Prince, the Showgirl and Me y My Week with Marilyn de Colin Clark.

Fotografía: Ben Smithard.

Montaje: Adam Recht.

Diseño: Donal Woods.

Arte: Charmian Adams, Mark Kebby.

Música: Conrad Pope, Tema de Marilyn de Alezandre Desplat, solos de piano de Lang Lang.

Producción: Kelly Carmichael, Cleone Clarke, Mark Cooper.

Intérpretes: Michelle Williams, Eddie Redmayne, Julia Ormon, Kenneth Branagh, Pip Torrens, Geraldine Somerville, Michael Kitchen, Miranda Raison. USA-INGLATERRA/2011.