El legado de Jorge Ruiz
Una evocación del maestro del cine boliviano fallecido en Cochabamba el 24 de julio
Al terminar los 60 y principios de los 70 del siglo pasado, acaeció en América Latina una explosión, varias en realidad, pero para los fines de esta crónica nos importa una en particular, inscrita en la historia contemporánea con el marbete de Nuevo Cine Latinoamericano. Tiempo de fragorosas discusiones teóricas, ásperos debates ideológicos y mucha producción, en el cual, apreciadas las cosas a la distancia, hubo de todo un poco, como es lógico que suceda en cualquier movimiento en el que confluyen concepciones, propuestas y talentos diversos. Fue por lo demás un fenómeno aparejado a un tiempo de gran intensidad política: cuando la revolución parecía estar a la vuelta de la esquina y el cine se tenía por un arma más del arsenal apuntado contra La Bastilla del imperialismo y sus comanditarios locales.
Casi veinte años antes, un mediometraje de 26 minutos contenía ya, en la práctica, todo el Nuevo Cine Latinoamericano. Me refiero, claro está, a Vuelve Sebastiana (1953) de Jorge Ruiz. Allí estaban —sin necesidad de manifiestos o declaraciones altisonantes— el compromiso del cineasta con su realidad, la mirada crítica sobre esta última, las preguntas abiertas al presente, con el rostro vuelto hacia el pasado y toda la interrogación apuntando al porvenir. Valores que habrán pesado sin duda en la consideración del Jurado del II Festival Internacional de Cine Documental y Experimental del SODRE en Montevideo, donde la película consiguió el primer premio internacional para una realización boliviana.
Pero allí estaban también algunas lecciones a menudo olvidadas en el apuro de la supuesta eficacia política de muchas hechuras del “cine-fusil”: el rigor estético y narrativo, trasunto de un profundo respeto a las circunstancias y los protagonistas observados, a la herramienta expresiva utilizada y al espectador interlocutor, no mero consumidor manipulable.
ACIERTOS. Varios de los aciertos que proyectaron Vuelve Sebastiana a la perdurabilidad propia únicamente de las grandes obras se encontraban ya, en borrador digamos, en Donde nació un imperio (1949), punto de partida de una carrera de documentalista emparentada con la de Joris Ivens, John Grierson —quien calificó a Ruiz como uno de los seis documentalistas más importantes del mundo— y otros nombres mayores de un género cuya estatura expresiva certificaron a pleno sus filmografías, si bien con la confusión posterior, debida sobre todo a la TV, entre reportaje, informativo y documental, este último acabó banalizado y reducido en la percepción de la teleplatea a la condición de género menor.
Fotógrafo de ojo sensible, el autodidacta Ruiz, quien solía calificarse como “un peliculero” —señal de auténtica modestia desvestida de cualquier coquetería intelectual—, intuía con certeza el valor de la imagen precisa, con la carga connotativa indispensable para desbordar su mera función de mostrar, potenciando su capacidad de significación sin necesidad de muletas explicativas, aun cuando algunos de sus emprendimientos menores, en una filmografía no exenta de altibajos, pequen de ciertas demasías en el recurso a la voz “en off”.
¿Hubo un estilo narrativo en Ruiz, no obstante su apego a una suerte de clacisismo despojado de firuletes visuales? Ciertamente, en la preferencia por determinados recursos y la renuncia a otros, es dable identificar tal estilo. Largas y morosas panorámicas, a tono con la vastedad de los escenarios naturales —el altiplano en particular—; frecuente apelación al flash back y contenida utilización del zoom, prefiriendo el travelling, siempre más funcional a la densificación de la atmósfera del relato; inclinación por los planos generales, recurriendo a los primeros planos sólo en caso de necesidad expresiva y no por mera exigencia de cambio de escala para agilizar el ritmo; en la forma de administrar el tiempo y de esquivar los apuros, estriban los rasgos más notorios de ese estilo, reflexivo, digamos, y transversal a todas sus películas.
Sin haber explicitado nunca una determinada militancia partidaria, Ruiz fue el cineasta más representativo de la primera época de la Revolución Nacional del 52, cuyas vertientes subterráneas anticipó junto a Augusto Roca, compañero infaltable en buena parte de los eslabones primeros de su filmografía, al enfrentar al espectador urbano con realidades y huellas de memoria, desconocidas o bien menospreciadas.
NOTICIEROS. Director del Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB) (1957), entidad cuya creación en 1953 reflejó la toma de conciencia del Gobierno acerca de la potencialidad del cine como herramienta ideológica —tal como sucediera antes con la Revolución Mexicana y la Revolución Rusa—, fue, en buena parte, responsable de la producción del impresionante acervo de cortos, noticieros y documentales rodados por el ICB. Extraviados durante más de una década, luego de la creación de Canal 7 y el traspaso, sin formalidad alguna, del acervo del ICB a la Empresa Nacional de Televisión, fueron recuperados por la Cinemateca Boliviana tras una meticulosa búsqueda de ese tesoro finalmente encontrado en un baño en desuso de Canal 7, en parte bajo el agua. Es un registro del país que cambiaba, pero también de las dificultades de aquella mutación entreverada en la retórica de las promesas a menudo reducidas a la pura verbalización altisonante de lo deseable.
En La vertiente (1958), cuando ya el proceso de la Revolución Nacional perdía su empuje inicial, Ruiz consigue convertir en pequeña epopeya colectiva una anécdota que pudiera parecer banal —tal vez era banal— moldeada por añadidura en el modo del enfoque desarrollista propio del momento de enajenación del proceso. La lucha del pueblo de Rurrenabaque por el agua potable, mechada con un affaire romántico, cobra fuerza dramática debida sobre todo a la espontaneidad de los actores y, una vez más, al extremo cuidado en el tratamiento visual, así como a la despojada claridad del relato, exento de cualquier afeite formal o figurativo.
Si toda la obra de Ruiz muestra un indisimulable parentesco con la escuela neorrealista italiana, en La vertiente, aquella relación se hace todavía más conspicua. Nacida entre los escombros, materiales y morales, de la posguerra aquella corriente se alineó detrás de la consigna de Cesare Zavattini, su teórico-guionista, queriendo que el cine fuera “la verdad 24 veces por segundo”. De allí su opción por los actores y escenarios naturales, por las historias cotidianas y por la puesta en imagen directa, en blanco y negro, sin apelación a circunloquio o acicalamiento estético alguno. El hurto de una bicicleta, instrumento de trabajo del protagonista de Ladrón de bicicletas (Vittorio de Sica/1948), o el afán del pescador por hacerse de un bote propio para zafar del maltrato de un terrateniente, en La tierra tiembla (Luchino Visconti/1948), sustituyen a los “grandes” melodramas del cine norteamericano, en ese intento por conectar directamente con la realidad, como lo fue el de Ruiz al aproximar su cámara a los desvelos de sus personajes en busca de algo tan elemental como el agua que requieren para subsistir sin arriesgar la salud, la de los niños especialmente. Es justamente la enfermedad de un chico de la escuela del lugar lo que mueve a la maestra a ponerse a la cabeza de la reivindicación colectiva.
SILENCIO. El otro eslabón inolvidable en la filmografía de Ruiz fue El clamor del silencio (1979), corto de una vibración emotiva notable, donde la elocuencia del silencio apresa por completo el sentimiento nacional al recordarse el primer siglo de la pérdida del Litoral, recogiendo, en imágenes acompañadas sólo por el toque del clarín, los cinco minutos durante los cuales el país se detuvo al mediodía del 23 de marzo de 1979. En ese trabajo sobresale otra de las cualidades del estilo Ruiz: su preciso manejo del montaje al servicio de la creación de una atmósfera que deja crecer la emoción sin necesidad del golpe de efecto o de la manipulación de los sentimientos del espectador.
Entremedio quedan otros referentes todavía plenos de enseñanzas. Mina Alaska, obra en parte fallida que comenzó a filmarse en 1954 con el título de Detrás de los Andes, recién pudo concluirse 14 años más tarde al ser recuperados los negativos perdidos, hasta entonces, en un laboratorio norteamericano. No terminaron ahí los avatares. Luego de su estreno en 1968, la película volvió a extraviarse. La única copia, en muy mal estado, existente en el país, recuperada por la Cinemateca Boliviana fue restaurada durante tres años por gestiones del Archivo Nacional de Imágenes en Movimiento, en el laboratorio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, para ser reestrenada el 2003.
También vale recordar Las montañas no cambian (1962), premiada en el festival de Karlovy Vary, una suerte de poema crepuscular rodado al conmemorarse los diez años de la Revolución Nacional, cuando ésta ya había entrado en coma profundo. La película, otra vez con una bellísima fotografía y un ritmo majestuoso, contrasta la pétrea inmovilidad de Los Andes con las transformaciones de una circunstancia humana y social que ciertamente no era la misma de una década antes.
Tales fueron los picos de una obra esencial del cine boliviano, de la cultura boliviana del siglo XX en realidad. Ahí quedan, inscribiendo para siempre el nombre de Jorge Ruiz entre las figuras mayores de nuestro quehacer creativo.
Este artículo fue un acercamiento temprano a la obra del mayor documentalista de la cinematografía boliviana
En 1954, el mediometraje boliviano Vuelve Sebastiana obtuvo el primer premio en el Festival Internacional de Cine Documental y Experimental del SODRE en Montevideo. Con el correr de los años, Jorge Ruiz, el director de esa pequeña obra maestra, se convertiría en uno de los nombres esenciales del documental contemporáneo de nuestro país. Esa película, rodada en el seno del pueblo Chipaya, en pleno altiplano, luego de meses de estrecha convivencia entre el director y aquellas gentes, adquiriría, por su parte, un carácter simbólico en tanto obra precursora del Nuevo Cine Latinoamericano, si bien el reconocimiento sólo llego muchos años después.
Jorge Ruiz, nacido en Sucre en 1924, estudio agronomía, profesión que nunca llegó a ejercer, pues en 1941, junto a su amigo Augusto Roca, otro nombre esencial de nuestro cine sonoro, quedó definitivamente atrapado por la magia de las imágenes en movimiento.
Su entrada en el mundo del cine coincidió con una larga etapa de mutismo de la producción boliviana. Producto de la crisis desatada por las consecuencias de la Guerra del Chaco y del cambio tecnológico provocado por la introducción del sonoro, durante casi una década y media no se hizo prácticamente nada en ese ámbito, no obstante el estimable desarrollo conseguido en los años 30, cuando culmina la fase de oro de la época silente.
Con Ruiz las cosas adquieren nueva dinámica. Trabajador inclaudicable, empírico pero intuitivamente talentoso, viajero inquieto; Ruiz contribuyó asimismo a reimpulsar el cine peruano y a sentar las bases del ecuatoriano. Mientras filmaba en los rincones más insólitos del territorio iba formando por añadidura un invalorable acervo fotográfico. Su filmografía incluye más de medio centenar de títulos, entres cortos, medios y largos. Algunos de ellos hubiesen bastado para garantizarle un sitio inamovible en la historia cinematográfica del continente. Es el caso de la ya mencionada Vuelve Sebastiana o el de La vertiente (1958), el primer largo argumental nuestro cine, o el de El clamor del silencio (1979), estupendo registro del sentimiento nacional al recordarse un siglo de la pérdida de la salida al mar.
Ruiz, fue director del Instituto Cinematográfico Boliviano, maestro sin mezquindades, compañero de toda una generación cuya obstinada fe en el derecho a tener un cine propio abrió el camino que ahora transitan las nuevas generaciones. Éstas recibieron de Ruiz, además, un ejemplo de modestia, humildad y bonhomía que es todo un legado humano. Jorge Ruiz reside actualmente en la ciudad de Cochabamba donde dicta cátedra en la Universidad Central.
(Este artículo fue publicado al despuntar los años 90 del siglo pasado. Por entonces, Ruiz era en buena medida un desconocido del gran público. La nota se reproduce sin cambio alguno.)