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La invención del Año Nuevo Aymara

La ceremonia que se realiza en Tiwanaku es una tradición reciente instrumentalizada ahora por el poder

/ 12 de agosto de 2012 / 04:00

El trabajo de Elizabeth Andia sobre los amawt’as celebrantes del Año Nuevo Aymara en Tiwanaku fue inicialmente una tesis de licenciatura en la carrera de Sociología de la UMSA (2009), y profundiza las reflexiones de una tesis anterior en la que Sandra Cáceres indagaba sobre la naturaleza “inventada” de esta tradición —que se comenzó a celebrar a fines de 1970— y sobre las divergentes significaciones que tuvo para sus heterogéneos actores sociales. La tesis de Andia se inspiró también en el trabajo pionero de Tomás Huanca sobre El yatiri en la comunidad aymara, que sienta las bases para la comprensión de los procesos de construcción del saber de los yatiris, portadores de códigos rituales ancestrales y señalados por el rayo. Sobre este telón de fondo, Andia enfoca su mirada en la construcción de la identidad de los protagonistas centrales del acto desde 1991: el Consejo de Amawt’as de Tiwanaku.

INVENTO. El Año Nuevo Aymara fue “inventado” bajo la iniciativa personal del naturista aymara Rufino Phaxsi, comunario de Wanqullu, en 1979, en un contexto de resurgimiento étnico katarista-indianista que centraba su lucha en la revalorización de la cultura aymara. A partir de entonces, al anochecer de cada 20 de junio, en la casa de Phaxsi se reunía una intelectualidad indígena mayormente urbana, y algunos yatiris de otros lugares, para velar toda la noche e iniciar antes del alba una caminata de cinco kilómetros hasta las ruinas de la antigua ciudad/santuario, donde se oficiaba una waxt’a esperando la salida del sol. Hacia 1986, el evento se abrió al público y al turismo, y durante cuatro años el flujo creciente de público y la heterogeneidad de sus demandas culturales dio lugar a una serie de protagonismos mediáticos y tratos económicos solapados, que derivaron en una confrontación de la población local con el inspirador del proyecto. Rufino Phaxsi fue echado del lugar por un movimiento contestatario de las 23 comunidades de Tiwanaku, que delegaron a representantes (ritualistas o no) para conformar un Consejo de Jayi Amawt’as, fundado en 1990.

CONSEJO. El Consejo de Amawt’as de Tiwanaku es el sujeto de investigación central de este libro. A través de su práctica y de su discurso, la autora devela un complejo nudo de problemas teóricos y políticos relacionados con la reproducción del colonialismo interno y la persistencia de valores occidentales y prácticas individualistas en el seno de esta organización, supuestamente dedicada a reestablecer los valores éticos y las significaciones cósmicas de los rituales ancestrales. En ese proceso, las prácticas abigarradas y contaminadas de catolicismo que realizan los yatiris comunales realmente existentes (que en el consejo se llaman los “Mayores”), además del monolingüismo aymara de la mayoría, se convierten en desventajas estratégicas frente a los advenedizos (llamados los “Menores”), quienes se apoderan de la organización y terminan controlando la realización del evento.

El resultado de ello es una suerte de “purificación” casi extirpatoria de la religiosidad practicada en las comunidades, y la elaboración de un discurso hacia fuera que intenta restituir imaginariamente la autonomía religiosa perdida con la colonización cristiana. Tal mecanismo se nutre fundamentalmente de una cultura letrada: se sustenta en la obra de Guamán Poma, en las elucubraciones del arquitecto peruano Carlos Milla Villena y en sinnúmero de influjos de la “nueva era” esotérica y mística, además de un intenso contacto con círculos políticos y religiosos urbanos, tanto en Bolivia como en el exterior.

Sentido. ¿Cuál es el sentido de esta invención? Sin duda, ella se produce en un contexto de intenso debate y controversia en torno a los significados políticos de cada acto, de cada elemento ritual, de cada mensaje. En este debate participan corrientes diversas: las ideas de una religión “cósmica telúrica” y de una religión “tawantinsuyana”, propuestas por intelectuales aymaras urbanos y dirigentes político/religiosos indianistas, comienzan a prevalecer sobre el discurso práctico y los valores éticos que están en juego entre los ritualistas tradicionales.

El modelo tawantinsuyano es claramente estadocéntrico, y por eso impone símbolos, conceptos y fachadas qhichwas en la representación, transformando la religión nocturna de los aymaras en una religión diurna y en un culto solar. Con el estado adviene la ley, la reglamentación, la norma que se plasma en estatutos, guiones y programas. La cultura letrada se impone sobre los saberes de los amawt’as comunarios, incluso sobre Policarpio Flores, el único que, por hablar castellano y tener relaciones más allá de la comunidad, tiene presencia real en la organización del acto, quedando los demás como relleno o comparsa.

En este relegamiento, Elizabeth Andia advierte rasgos de autoritarismo, maltrato, discriminación y hasta de un abierto racismo. Considera a los amawt’as menores o aprendices como agentes de una nueva forma de colonialismo interno, profundamente internalizado en los actores, que configura un nuevo sistema de dominación. Éste instrumentaliza el discurso de lo indígena para ejercer el poder sobre sus iguales y seducir a la desorientada sociedad criollo mestiza, que se debate entre la farra y la angustia existencial. Para ello, hace uso de las ventajas de la migración a la ciudad y del contacto con el mundo político e intelectual urbano. En efecto, en el diseño del acto, los “menores”, en alianza con ONG religiosas, organismos estatales como el UNAAR, e intelectuales aymaras urbanos, terminan subordinando a los “mayores” y utilizándolos de forma ornamental.

Lo paradójico del caso es que los ancianos yatiris comunarios parecen haber aceptado y tolerado esas conductas de los menores, ya que no han logrado cuestionar en todo el tiempo de la investigación y redacción del libro ese liderazgo que carece de arraigo comunal y legitimidad interna.  
PRECIO. Sin embargo, este gesto conciliador de aceptación del liderazgo de los “menores” ha tenido un alto precio para los “mayores” y para la causa de la religiosidad indígena en general. Valentín Mejillones, quien lideró la rebelión comunaria contra Rufino Phaxsi y fundó el Consejo de Amawt’as de Tiwanaku en 1990, fue encontrado a fines de 2010 con una cantidad considerable de cocaína en su casa y está actualmente en la cárcel bajo la Ley 1008.

El afán de figuración, el ansia de poder, la inflación egolátrica tienen mucho que ver con el contexto del espectáculo llamado Año Nuevo Aymara. Espectáculo fue también la entronización de Evo Morales, el 21 de enero de 2006, como primer presidente indígena de América del Sur en Tiwanaku, en una pomposa ceremonia en la que Valentín Mejillones fue el oficiante principal, encargado de entregar al Mandatario el bastón de mando indígena, hecho que podría verse desde el lado opuesto como una profecía autocumplida.

Historia de los Amawt’as

Estos son fragmentos del prólogo al libro Suma chuymampi sarnaqaña. Caminar con buen corazón. Historia del Consejo de Amawt’as de Tiwanaku, de Elibeth Andia Fagalde, publicado por Plural, ISEAT y Librería Armonía. En esta historia es relevante la figura de Policarpio Flores Apaza, el amawt’a muerto en 2004, cuyo invalorable testimonio de vida está plasmado en el libro El hombre que volvió a nacer (1999).

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/ 9 de noviembre de 2014 / 04:00

La reelaboración de la memoria colectiva de un pueblo colonizado —el pueblo aymara— se analiza aquí en la situación (post)colonial de los Andes centrales en el siglo XX, con el trasfondo histórico más amplio de las luchas anticoloniales desde el XVI.
Las ciencias sociales hegemónicas suelen ver la vitalidad de la resistencia aymara —la permanente reelaboración de sus expresiones culturales y sus proyectos políticos autónomos— como un enigma o una supervivencia cultural anómala. En las élites mestizocriollas parece anidar la esperanza decimonónica de la inminente extinción de la raza indígena (entonces por violencia y enfermedades, hoy por los medios más sutiles de la colonización de las almas).
Varios ciclos de insurgencia étnica, con secuencias que alternan el triunfo y una derrota casi siempre sangrienta y dolorosa, se pueden distinguir en ese proceso histórico.
En el siglo XVI surgió el Takiy Unquy (o enfermedad de la danza), una movilización mítica de danzas y cultos a las wak’as, que exhortaba a lxs danzantes a renegar de los dioses impuestos o a reinstaurarlos de manera heterodoxa (Millones 1993). Luego, un período de reflujo y lucha solapada respondió a la “extirpación de idolatrías” mediante la práctica clandestina de ritos y “brujerías” (cf. Spedding 1997). La resistencia cultural codificada también se expresó en el baile religioso o devocional, que hoy podemos observar en las entradas folklóricas de los pueblos andino-aymaras, como la del Señor del Gran Poder: un Cristo trifaz pintado en el siglo XVII que encarna una fuerza maligna y benigna a la vez, cuyas tres caras representan los tres picos del Illimani, el principal Achachila de la región. Con esta danza procesional los comerciantes de coca y de alcohol, los contrabandistas y los abastecedores de alimentos básicos se reapropian del escenario urbano, marcan los rangos, los prestigios y los valores nacionales de la mayoría de la gente de La Paz. A la vez, existen testimonios e iconografías que colocan lado a lado la imagen del Señor del Gran Poder con su opuesto ctónico, el diablo, o representan al propio Cristo con cara roja y cuernos negros (Pinaya y Vaca 2010, Barragán et al. 2010).
El nexo entre danza y rebelión se nutre de estas reversiones y posibilidades dialécticas. La imposibilidad de una síntesis hace que los momentos épicos se yuxtapongan con períodos largos de trauma colectivo, en los que la resistencia asumió formas de carácter simbólico y ritual. Desde sus formas crípticas y tradicionales, esta trama de mitos y de relatos orales que nombra y transforma la realidad puede estallar en múltiples sentidos en el momento de la rebelión abierta.
La identidad indígena no es una continuación estática y repetitiva de algunos signos puros u originarios: es más bien un proceso complejo, dinámico y ambivalente, cuya dinámica —en forma paradójica— reproduce el propio colonialismo. Las formas de resistencia ritual y el recurso al mito como codificador de la memoria histórica hacen posible que se desmonte esta matriz fundante. Aflora allí una conciencia anticipatoria, una política del deseo colectivo que revierte ese mundo al revés y transforma las posibilidades de la historia.
En la coyuntura rebelde de 1771-1781 se puede observar un entramado similar de estrategias de sublevación abierta y lucha cultural solapada, así como de una guerra simbólica contra los españoles mediante acciones colectivas que dramatizan la revuelta, grandes demostraciones de fuerza y la participación de los españoles en los rituales del poder indígena. En los pueblos tomados por los rebeldes indígenas, se invierten las relaciones de dominación: se ofrece a los españoles vencidos que se integren en la polis comunal como un machaq común (comunidad nueva). Esa condición de minoría de edad los subordina a los vencedores y los obliga a transculturarse: deben aprender los modos de trabajar, vestir y comer de “los vencidos” (Thomson 2007).
Orlando Huanca (Huanca s/f, Alvarado y Huanca 1992) ha mostrado el teatro como política de resistencia en su reflexión sobre el “Relato de la Conquista”, que cada 5 de octubre se representa en Yarwiquya. Una comparsa de Inkas representa un Auto Sacramental del siglo XVIII, que copistas y transcriptores han reelaborado por siglos a partir de una remota versión original.
La obra —que dura más de cuatro horas— narra la mutua incomprensión entre Pizarro y los Inkas, entre el castellano y el qhichwa. En lo formal, la obra también resiste la imposición de formas coloniales y recupera el escenario circular, la alternancia entre la obra y la fiesta, y la presentación de personajes propia del teatro prehispánico.
También en las sublevaciones y estrategias legales de los apoderados indígenas de 1881-1900, y de los caciques-apoderados de 1910-1940, las formas racionales de la deliberación y la lucha legal se yuxtaponían con ceremonias y peregrinajes rituales, con los cuales comunarios y caciques elaboraban memorias míticas para conjurar el trauma colonial. Tanto los rebeldes del ciclo de los Katari-Amaru (siglo XVIII ) como los caciques-apoderados del siglo XX emplearon en sus edictos y peticiones la propia legislación de Indias, pero a la vez conjuraron la maldad del enemigo al invocar a las deidades ancestrales y usar símbolos poderosos como el de la serpiente (katari). En tiempos de paz, lxs especialistas rituales (yatiris, qulliris, ch’amakanis), junto a escribanos y qilqiris indígenas, organizaron la estrategia legal y hermenéutica que permitió el rechazo legal de la expansión latifundista tras las reformas liberales de 1870-1880. Las mujeres fueron vitales en estas fuerzas organizadas en células: su memoria mítica cotidiana (los cuentos, siw-sawis y relatos testimoniales) son a la vez narraciones históricas y enjuiciamientos éticos al orden establecido.
La moraleja de estos relatos suele aludir a la esperanza milenarista de una renovación social libertaria. Analicemos uno de estos mitos, que reaparece en distintos momentos de la historia en boca de diversos protagonistas del mundo indio y cholo de La Paz y El Alto: la historia de Chuqil Qamir Bernita, registrada en el Taller de Historia Oral Andina (THOA) con los testimonios de un descendiente de los caciques-apoderados, una militante de la Federación Obrera Local (FOL) y varios participantes en el bloqueo de caminos de noviembre-diciembre 1979.
En otros trabajos he señalado que el movimiento katarista indianista emergió de una dinámica ideológica del horizonte estatal-civilizador de 1952, que he llamado la memoria corta de la democracia plebeya revolucionaria, y que se articula con la memoria larga de la rebelión de los Amaru-Katari en el siglo XVIII (Rivera 2011 [1984]). Su expresión pública más contundente fueron los bloqueos de caminos de noviembre de 1979. En Las masas en noviembre, René Zavaleta señala el largo proceso de acumulación histórica que culminó en esa acción de masas inédita contra las estructuras de subordinación pasiva del Pacto Militar-Campesino de 1964, y contra la herencia degradante de décadas de sindicalismo clientelar (Zavaleta 1983, Rivera 1984).
Aunque antes hubo otras sublevaciones importantes (la de Laureano Machaqa en 1958, la de los mineros de Milluni contra el dictador Barrientos, 1964-1969), la masacre de Tolata (enero 1974) marcó un quiebre en la historia contemporánea de Bolivia: fue el comienzo del fin del Estado de 1952 (Zavaleta 1983, 1990).
La organización sindical se había articulado de modo distinto entre el campesinado parcelario de Cochabamba (víctima del hecho represivo) y los comunarios del altiplano (que lo vieron como una brutal agresión colonial), pero las demandas étnicas y anticoloniales se expresaron según las formas comunales. Con la masacre de Todos Santos, el 2 de noviembre de 1979, el Estado colonial respondió a la ruptura del Pacto Militar-Campesino y castigó la independencia política que las comunidades andinas asumieron durante las elecciones de 1978 y 1979. Este hecho represivo brutal reveló el núcleo duro colonial del Estado republicano: se castigaba preventivamente al mundo aymara de El Alto y las laderas de La Paz por haberse comportado como ciudadanos autónomos y libres.
Los bloqueos de caminos, iniciados a pocos días de la masacre, incorporaron elementos de una memoria más larga. El liderazgo katarista asumió el legado de los rebeldes del siglo XVIII y condenó a la sociedad racista que se proclamaba democrática: la formulación más coherente de la propuesta anticolonial aymara.
Desde esta coyuntura histórica —y, más adelante, otros momentos y contextos— intentaré develar la capacidad del pensamiento mítico como codificador metafórico de la memoria indígena contra los dolores de la violencia estatal. (…)
Aunque no menciona a la Masacre de Todos Santos, el trabajo de Carlos Mamani Condori plantea una relación directa entre el mito de Chuqil Qamir Wirnita y el bloqueo de caminos de noviembre de 1979, que paralizó las principales ciudades del occidente del país y reavivó la táctica del “cerco aymara” de 1781 (Mamani 1991a, Rivera 1984). Citaré su versión, que alterna relato e interpretación, para después entrelazar mi propia visión de los sentidos que podría asumir el mito.
El mito de Chuqil Qamir Wirnita relata una situación ocurrida en tiempos coloniales, que se reproduce permanentemente a lo largo de la historia contemporánea. Wirnita era hija del más influyente vecino de una ciudad española [de la región andina, SRC], que como toda ciudad colonial era un enclave dentro de un espacio todavía no dominado. A pesar de los varios pretendientes que la merodeaban, Chuqil Qamir Wirnita es seducida y acepta a solo uno de ellos: Katari (serpiente). Un ser que, como en el tiempo del sunsupacha, se convierte en humano y adopta la fisonomía hispana: rubio, de piel blanca y lleno de joyas; vestido con elegancia.
Sólo aparece por las noches, porque de día retorna sigilosamente, después de visitarla, y recupera su figura animal para ir a dormir a su cueva (chinkana). Los padres de la joven se dan cuenta de que su hija es pretendida por un extraño y buscan identificarlo. Mediante un ardid dan con su morada, que se encuentra en lo más tupido del monte, y descubren que es una serpiente. Para el cristiano, como sabemos, la serpiente es la personificación del demonio.
Pero los amoríos de Katari con la joven española habían ya llegado muy lejos: ella estaba preñada. Sus hijos también nacieron serpientes, y los padres decidieron quemar a esos engendros demoníacos y exorcizar a la mujer. Cuando estaban procediendo a ello, sucedió el encantamiento: el espacio conquistado por los españoles fue invadido por los kataris, que en ese momento hicieron oscurecer el día. Desde entonces la ciudad se halla encantada, y cuando uno de los nuestros llega allí sin malas intenciones, es atendido por la misma Wirnita. Pero la gente que va a buscar oro o que quiere desencantar a la ciudad sufre penurias. La ciudad encantada está resguardada por serpientes, y los españoles y criollos apuntan con sus carabinas a las campanas de la iglesia principal, para desencantarla y devolverla a la civilización.
Otras variantes del mito señalan que los kataris, hijos de Wirnita, viven aún en las torres de algunas iglesias, como ser la de Sika Sika y la de San Francisco en La Paz. En el caso de la ciudad de La Paz, se tiene la idea —o la esperanza— de que el día menos pensado también ha de ser encantada por los kataris, o sea que la civilización ha de ser invadida y ocupada por la oscuridad y el salvajismo. La recreación del mito es permanente. Entre los meses de agosto y octubre de 1979, se supo que había una nueva Wirnita en la ciudad de Wiyacha y que sus críos habían nacido en el hospital general de La Paz. Esto llegó incluso a las radios, donde se señaló que por ser una “superstición” no valía la pena ocuparse del asunto. Pero mucha gente fue en su busca, y varios afirmaron haberla encontrado. La gente creía que la ciudad de La Paz pronto sería encantada por los kataris. Lo cierto es que en noviembre del mismo año, el país se vio sacudido por una oleada de movilizaciones campesinas, cuyo eje más radical eran los aymaras del altiplano. El bloqueo de caminos, que duró más de 15 días (y reprodujo, en cierta medida, el cerco de Katari a la ciudad de La Paz en el siglo XVIII), paralizó por completo el abastecimiento de productos agrícolas y suscitó en la ciudad profundos temores de una invasión india. Estos sucesos nos permiten nuevamente señalar al mito como una fuerza histórica: el clima ideológico de resistencia anticolonial y de esperanza en un triunfo sobre los opresores, alimentó una movilización histórica del campesinado aymara, y fue una fuerza importante en su acción “espontánea” (Mamani 1991a: 10-11).

De: ‘Mito y desarrollo en Bolivia. El giro colonial del gobierno del MAS’, La Paz, 2014, coedición de Piedra Rota y Plural Editores.

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Mito, olvido y trauma colonial

El 19 de noviembre, Silvia Rivera recibirá el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Ese mismo día se presentará un libro suyo. Adelantamos un fragmento

/ 9 de noviembre de 2014 / 04:00

La reelaboración de la memoria colectiva de un pueblo colonizado —el pueblo aymara— se analiza aquí en la situación (post)colonial de los Andes centrales en el siglo XX, con el trasfondo histórico más amplio de las luchas anticoloniales desde el XVI.
Las ciencias sociales hegemónicas suelen ver la vitalidad de la resistencia aymara —la permanente reelaboración de sus expresiones culturales y sus proyectos políticos autónomos— como un enigma o una supervivencia cultural anómala. En las élites mestizocriollas parece anidar la esperanza decimonónica de la inminente extinción de la raza indígena (entonces por violencia y enfermedades, hoy por los medios más sutiles de la colonización de las almas).
Varios ciclos de insurgencia étnica, con secuencias que alternan el triunfo y una derrota casi siempre sangrienta y dolorosa, se pueden distinguir en ese proceso histórico.
En el siglo XVI surgió el Takiy Unquy (o enfermedad de la danza), una movilización mítica de danzas y cultos a las wak’as, que exhortaba a lxs danzantes a renegar de los dioses impuestos o a reinstaurarlos de manera heterodoxa (Millones 1993). Luego, un período de reflujo y lucha solapada respondió a la “extirpación de idolatrías” mediante la práctica clandestina de ritos y “brujerías” (cf. Spedding 1997). La resistencia cultural codificada también se expresó en el baile religioso o devocional, que hoy podemos observar en las entradas folklóricas de los pueblos andino-aymaras, como la del Señor del Gran Poder: un Cristo trifaz pintado en el siglo XVII que encarna una fuerza maligna y benigna a la vez, cuyas tres caras representan los tres picos del Illimani, el principal Achachila de la región. Con esta danza procesional los comerciantes de coca y de alcohol, los contrabandistas y los abastecedores de alimentos básicos se reapropian del escenario urbano, marcan los rangos, los prestigios y los valores nacionales de la mayoría de la gente de La Paz. A la vez, existen testimonios e iconografías que colocan lado a lado la imagen del Señor del Gran Poder con su opuesto ctónico, el diablo, o representan al propio Cristo con cara roja y cuernos negros (Pinaya y Vaca 2010, Barragán et al. 2010).
El nexo entre danza y rebelión se nutre de estas reversiones y posibilidades dialécticas. La imposibilidad de una síntesis hace que los momentos épicos se yuxtapongan con períodos largos de trauma colectivo, en los que la resistencia asumió formas de carácter simbólico y ritual. Desde sus formas crípticas y tradicionales, esta trama de mitos y de relatos orales que nombra y transforma la realidad puede estallar en múltiples sentidos en el momento de la rebelión abierta.
La identidad indígena no es una continuación estática y repetitiva de algunos signos puros u originarios: es más bien un proceso complejo, dinámico y ambivalente, cuya dinámica —en forma paradójica— reproduce el propio colonialismo. Las formas de resistencia ritual y el recurso al mito como codificador de la memoria histórica hacen posible que se desmonte esta matriz fundante. Aflora allí una conciencia anticipatoria, una política del deseo colectivo que revierte ese mundo al revés y transforma las posibilidades de la historia.
En la coyuntura rebelde de 1771-1781 se puede observar un entramado similar de estrategias de sublevación abierta y lucha cultural solapada, así como de una guerra simbólica contra los españoles mediante acciones colectivas que dramatizan la revuelta, grandes demostraciones de fuerza y la participación de los españoles en los rituales del poder indígena. En los pueblos tomados por los rebeldes indígenas, se invierten las relaciones de dominación: se ofrece a los españoles vencidos que se integren en la polis comunal como un machaq común (comunidad nueva). Esa condición de minoría de edad los subordina a los vencedores y los obliga a transculturarse: deben aprender los modos de trabajar, vestir y comer de “los vencidos” (Thomson 2007).
Orlando Huanca (Huanca s/f, Alvarado y Huanca 1992) ha mostrado el teatro como política de resistencia en su reflexión sobre el “Relato de la Conquista”, que cada 5 de octubre se representa en Yarwiquya. Una comparsa de Inkas representa un Auto Sacramental del siglo XVIII, que copistas y transcriptores han reelaborado por siglos a partir de una remota versión original.
La obra —que dura más de cuatro horas— narra la mutua incomprensión entre Pizarro y los Inkas, entre el castellano y el qhichwa. En lo formal, la obra también resiste la imposición de formas coloniales y recupera el escenario circular, la alternancia entre la obra y la fiesta, y la presentación de personajes propia del teatro prehispánico.
También en las sublevaciones y estrategias legales de los apoderados indígenas de 1881-1900, y de los caciques-apoderados de 1910-1940, las formas racionales de la deliberación y la lucha legal se yuxtaponían con ceremonias y peregrinajes rituales, con los cuales comunarios y caciques elaboraban memorias míticas para conjurar el trauma colonial. Tanto los rebeldes del ciclo de los Katari-Amaru (siglo XVIII ) como los caciques-apoderados del siglo XX emplearon en sus edictos y peticiones la propia legislación de Indias, pero a la vez conjuraron la maldad del enemigo al invocar a las deidades ancestrales y usar símbolos poderosos como el de la serpiente (katari). En tiempos de paz, lxs especialistas rituales (yatiris, qulliris, ch’amakanis), junto a escribanos y qilqiris indígenas, organizaron la estrategia legal y hermenéutica que permitió el rechazo legal de la expansión latifundista tras las reformas liberales de 1870-1880. Las mujeres fueron vitales en estas fuerzas organizadas en células: su memoria mítica cotidiana (los cuentos, siw-sawis y relatos testimoniales) son a la vez narraciones históricas y enjuiciamientos éticos al orden establecido.
La moraleja de estos relatos suele aludir a la esperanza milenarista de una renovación social libertaria. Analicemos uno de estos mitos, que reaparece en distintos momentos de la historia en boca de diversos protagonistas del mundo indio y cholo de La Paz y El Alto: la historia de Chuqil Qamir Bernita, registrada en el Taller de Historia Oral Andina (THOA) con los testimonios de un descendiente de los caciques-apoderados, una militante de la Federación Obrera Local (FOL) y varios participantes en el bloqueo de caminos de noviembre-diciembre 1979.
En otros trabajos he señalado que el movimiento katarista indianista emergió de una dinámica ideológica del horizonte estatal-civilizador de 1952, que he llamado la memoria corta de la democracia plebeya revolucionaria, y que se articula con la memoria larga de la rebelión de los Amaru-Katari en el siglo XVIII (Rivera 2011 [1984]). Su expresión pública más contundente fueron los bloqueos de caminos de noviembre de 1979. En Las masas en noviembre, René Zavaleta señala el largo proceso de acumulación histórica que culminó en esa acción de masas inédita contra las estructuras de subordinación pasiva del Pacto Militar-Campesino de 1964, y contra la herencia degradante de décadas de sindicalismo clientelar (Zavaleta 1983, Rivera 1984).
Aunque antes hubo otras sublevaciones importantes (la de Laureano Machaqa en 1958, la de los mineros de Milluni contra el dictador Barrientos, 1964-1969), la masacre de Tolata (enero 1974) marcó un quiebre en la historia contemporánea de Bolivia: fue el comienzo del fin del Estado de 1952 (Zavaleta 1983, 1990).
La organización sindical se había articulado de modo distinto entre el campesinado parcelario de Cochabamba (víctima del hecho represivo) y los comunarios del altiplano (que lo vieron como una brutal agresión colonial), pero las demandas étnicas y anticoloniales se expresaron según las formas comunales. Con la masacre de Todos Santos, el 2 de noviembre de 1979, el Estado colonial respondió a la ruptura del Pacto Militar-Campesino y castigó la independencia política que las comunidades andinas asumieron durante las elecciones de 1978 y 1979. Este hecho represivo brutal reveló el núcleo duro colonial del Estado republicano: se castigaba preventivamente al mundo aymara de El Alto y las laderas de La Paz por haberse comportado como ciudadanos autónomos y libres.
Los bloqueos de caminos, iniciados a pocos días de la masacre, incorporaron elementos de una memoria más larga. El liderazgo katarista asumió el legado de los rebeldes del siglo XVIII y condenó a la sociedad racista que se proclamaba democrática: la formulación más coherente de la propuesta anticolonial aymara.
Desde esta coyuntura histórica —y, más adelante, otros momentos y contextos— intentaré develar la capacidad del pensamiento mítico como codificador metafórico de la memoria indígena contra los dolores de la violencia estatal. (…)
Aunque no menciona a la Masacre de Todos Santos, el trabajo de Carlos Mamani Condori plantea una relación directa entre el mito de Chuqil Qamir Wirnita y el bloqueo de caminos de noviembre de 1979, que paralizó las principales ciudades del occidente del país y reavivó la táctica del “cerco aymara” de 1781 (Mamani 1991a, Rivera 1984). Citaré su versión, que alterna relato e interpretación, para después entrelazar mi propia visión de los sentidos que podría asumir el mito.
El mito de Chuqil Qamir Wirnita relata una situación ocurrida en tiempos coloniales, que se reproduce permanentemente a lo largo de la historia contemporánea. Wirnita era hija del más influyente vecino de una ciudad española [de la región andina, SRC], que como toda ciudad colonial era un enclave dentro de un espacio todavía no dominado. A pesar de los varios pretendientes que la merodeaban, Chuqil Qamir Wirnita es seducida y acepta a solo uno de ellos: Katari (serpiente). Un ser que, como en el tiempo del sunsupacha, se convierte en humano y adopta la fisonomía hispana: rubio, de piel blanca y lleno de joyas; vestido con elegancia.
Sólo aparece por las noches, porque de día retorna sigilosamente, después de visitarla, y recupera su figura animal para ir a dormir a su cueva (chinkana). Los padres de la joven se dan cuenta de que su hija es pretendida por un extraño y buscan identificarlo. Mediante un ardid dan con su morada, que se encuentra en lo más tupido del monte, y descubren que es una serpiente. Para el cristiano, como sabemos, la serpiente es la personificación del demonio.
Pero los amoríos de Katari con la joven española habían ya llegado muy lejos: ella estaba preñada. Sus hijos también nacieron serpientes, y los padres decidieron quemar a esos engendros demoníacos y exorcizar a la mujer. Cuando estaban procediendo a ello, sucedió el encantamiento: el espacio conquistado por los españoles fue invadido por los kataris, que en ese momento hicieron oscurecer el día. Desde entonces la ciudad se halla encantada, y cuando uno de los nuestros llega allí sin malas intenciones, es atendido por la misma Wirnita. Pero la gente que va a buscar oro o que quiere desencantar a la ciudad sufre penurias. La ciudad encantada está resguardada por serpientes, y los españoles y criollos apuntan con sus carabinas a las campanas de la iglesia principal, para desencantarla y devolverla a la civilización.
Otras variantes del mito señalan que los kataris, hijos de Wirnita, viven aún en las torres de algunas iglesias, como ser la de Sika Sika y la de San Francisco en La Paz. En el caso de la ciudad de La Paz, se tiene la idea —o la esperanza— de que el día menos pensado también ha de ser encantada por los kataris, o sea que la civilización ha de ser invadida y ocupada por la oscuridad y el salvajismo. La recreación del mito es permanente. Entre los meses de agosto y octubre de 1979, se supo que había una nueva Wirnita en la ciudad de Wiyacha y que sus críos habían nacido en el hospital general de La Paz. Esto llegó incluso a las radios, donde se señaló que por ser una “superstición” no valía la pena ocuparse del asunto. Pero mucha gente fue en su busca, y varios afirmaron haberla encontrado. La gente creía que la ciudad de La Paz pronto sería encantada por los kataris. Lo cierto es que en noviembre del mismo año, el país se vio sacudido por una oleada de movilizaciones campesinas, cuyo eje más radical eran los aymaras del altiplano. El bloqueo de caminos, que duró más de 15 días (y reprodujo, en cierta medida, el cerco de Katari a la ciudad de La Paz en el siglo XVIII), paralizó por completo el abastecimiento de productos agrícolas y suscitó en la ciudad profundos temores de una invasión india. Estos sucesos nos permiten nuevamente señalar al mito como una fuerza histórica: el clima ideológico de resistencia anticolonial y de esperanza en un triunfo sobre los opresores, alimentó una movilización histórica del campesinado aymara, y fue una fuerza importante en su acción “espontánea” (Mamani 1991a: 10-11).

De: ‘Mito y desarrollo en Bolivia. El giro colonial del gobierno del MAS’, La Paz, 2014, coedición de Piedra Rota y Plural Editores.

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La invención del Año Nuevo Aymara

La ceremonia que se realiza en Tiwanaku es una tradición reciente instrumentalizada ahora por el poder

/ 12 de agosto de 2012 / 04:00

El trabajo de Elizabeth Andia sobre los amawt’as celebrantes del Año Nuevo Aymara en Tiwanaku fue inicialmente una tesis de licenciatura en la carrera de Sociología de la UMSA (2009), y profundiza las reflexiones de una tesis anterior en la que Sandra Cáceres indagaba sobre la naturaleza “inventada” de esta tradición —que se comenzó a celebrar a fines de 1970— y sobre las divergentes significaciones que tuvo para sus heterogéneos actores sociales. La tesis de Andia se inspiró también en el trabajo pionero de Tomás Huanca sobre El yatiri en la comunidad aymara, que sienta las bases para la comprensión de los procesos de construcción del saber de los yatiris, portadores de códigos rituales ancestrales y señalados por el rayo. Sobre este telón de fondo, Andia enfoca su mirada en la construcción de la identidad de los protagonistas centrales del acto desde 1991: el Consejo de Amawt’as de Tiwanaku.

INVENTO. El Año Nuevo Aymara fue “inventado” bajo la iniciativa personal del naturista aymara Rufino Phaxsi, comunario de Wanqullu, en 1979, en un contexto de resurgimiento étnico katarista-indianista que centraba su lucha en la revalorización de la cultura aymara. A partir de entonces, al anochecer de cada 20 de junio, en la casa de Phaxsi se reunía una intelectualidad indígena mayormente urbana, y algunos yatiris de otros lugares, para velar toda la noche e iniciar antes del alba una caminata de cinco kilómetros hasta las ruinas de la antigua ciudad/santuario, donde se oficiaba una waxt’a esperando la salida del sol. Hacia 1986, el evento se abrió al público y al turismo, y durante cuatro años el flujo creciente de público y la heterogeneidad de sus demandas culturales dio lugar a una serie de protagonismos mediáticos y tratos económicos solapados, que derivaron en una confrontación de la población local con el inspirador del proyecto. Rufino Phaxsi fue echado del lugar por un movimiento contestatario de las 23 comunidades de Tiwanaku, que delegaron a representantes (ritualistas o no) para conformar un Consejo de Jayi Amawt’as, fundado en 1990.

CONSEJO. El Consejo de Amawt’as de Tiwanaku es el sujeto de investigación central de este libro. A través de su práctica y de su discurso, la autora devela un complejo nudo de problemas teóricos y políticos relacionados con la reproducción del colonialismo interno y la persistencia de valores occidentales y prácticas individualistas en el seno de esta organización, supuestamente dedicada a reestablecer los valores éticos y las significaciones cósmicas de los rituales ancestrales. En ese proceso, las prácticas abigarradas y contaminadas de catolicismo que realizan los yatiris comunales realmente existentes (que en el consejo se llaman los “Mayores”), además del monolingüismo aymara de la mayoría, se convierten en desventajas estratégicas frente a los advenedizos (llamados los “Menores”), quienes se apoderan de la organización y terminan controlando la realización del evento.

El resultado de ello es una suerte de “purificación” casi extirpatoria de la religiosidad practicada en las comunidades, y la elaboración de un discurso hacia fuera que intenta restituir imaginariamente la autonomía religiosa perdida con la colonización cristiana. Tal mecanismo se nutre fundamentalmente de una cultura letrada: se sustenta en la obra de Guamán Poma, en las elucubraciones del arquitecto peruano Carlos Milla Villena y en sinnúmero de influjos de la “nueva era” esotérica y mística, además de un intenso contacto con círculos políticos y religiosos urbanos, tanto en Bolivia como en el exterior.

Sentido. ¿Cuál es el sentido de esta invención? Sin duda, ella se produce en un contexto de intenso debate y controversia en torno a los significados políticos de cada acto, de cada elemento ritual, de cada mensaje. En este debate participan corrientes diversas: las ideas de una religión “cósmica telúrica” y de una religión “tawantinsuyana”, propuestas por intelectuales aymaras urbanos y dirigentes político/religiosos indianistas, comienzan a prevalecer sobre el discurso práctico y los valores éticos que están en juego entre los ritualistas tradicionales.

El modelo tawantinsuyano es claramente estadocéntrico, y por eso impone símbolos, conceptos y fachadas qhichwas en la representación, transformando la religión nocturna de los aymaras en una religión diurna y en un culto solar. Con el estado adviene la ley, la reglamentación, la norma que se plasma en estatutos, guiones y programas. La cultura letrada se impone sobre los saberes de los amawt’as comunarios, incluso sobre Policarpio Flores, el único que, por hablar castellano y tener relaciones más allá de la comunidad, tiene presencia real en la organización del acto, quedando los demás como relleno o comparsa.

En este relegamiento, Elizabeth Andia advierte rasgos de autoritarismo, maltrato, discriminación y hasta de un abierto racismo. Considera a los amawt’as menores o aprendices como agentes de una nueva forma de colonialismo interno, profundamente internalizado en los actores, que configura un nuevo sistema de dominación. Éste instrumentaliza el discurso de lo indígena para ejercer el poder sobre sus iguales y seducir a la desorientada sociedad criollo mestiza, que se debate entre la farra y la angustia existencial. Para ello, hace uso de las ventajas de la migración a la ciudad y del contacto con el mundo político e intelectual urbano. En efecto, en el diseño del acto, los “menores”, en alianza con ONG religiosas, organismos estatales como el UNAAR, e intelectuales aymaras urbanos, terminan subordinando a los “mayores” y utilizándolos de forma ornamental.

Lo paradójico del caso es que los ancianos yatiris comunarios parecen haber aceptado y tolerado esas conductas de los menores, ya que no han logrado cuestionar en todo el tiempo de la investigación y redacción del libro ese liderazgo que carece de arraigo comunal y legitimidad interna.  
PRECIO. Sin embargo, este gesto conciliador de aceptación del liderazgo de los “menores” ha tenido un alto precio para los “mayores” y para la causa de la religiosidad indígena en general. Valentín Mejillones, quien lideró la rebelión comunaria contra Rufino Phaxsi y fundó el Consejo de Amawt’as de Tiwanaku en 1990, fue encontrado a fines de 2010 con una cantidad considerable de cocaína en su casa y está actualmente en la cárcel bajo la Ley 1008.

El afán de figuración, el ansia de poder, la inflación egolátrica tienen mucho que ver con el contexto del espectáculo llamado Año Nuevo Aymara. Espectáculo fue también la entronización de Evo Morales, el 21 de enero de 2006, como primer presidente indígena de América del Sur en Tiwanaku, en una pomposa ceremonia en la que Valentín Mejillones fue el oficiante principal, encargado de entregar al Mandatario el bastón de mando indígena, hecho que podría verse desde el lado opuesto como una profecía autocumplida.

Historia de los Amawt’as

Estos son fragmentos del prólogo al libro Suma chuymampi sarnaqaña. Caminar con buen corazón. Historia del Consejo de Amawt’as de Tiwanaku, de Elibeth Andia Fagalde, publicado por Plural, ISEAT y Librería Armonía. En esta historia es relevante la figura de Policarpio Flores Apaza, el amawt’a muerto en 2004, cuyo invalorable testimonio de vida está plasmado en el libro El hombre que volvió a nacer (1999).

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