El mundo de Donald Evans
Arte. El artista intentó reducir el mundo al tamaño de una estampilla
La vida de Donald Evans fue breve, breve y simétrica. Vivió sólo 31 años, de los cuales diez, divididos en dos períodos de cinco años cada uno, los dedicó a dibujar y pintar diminutos y perfectos cuadros en forma de estampillas de correos.
En realidad, Evans dibujó y pintó verdaderas estampillas con sus bordes perfectamente recortados, con sus fechas y conmemoraciones, con sus paisajes, con sus precios e inscripciones, con sus líneas y colores. Y para dar un lugar en el mundo a esas estampillas, creó paí- ses imaginarios. A lo largo de su corta vida, con esa cartografía y esa filatelia en miniatura, acabó creando un mundo propio.
Propio por lo menos en dos sentidos. En un sentido geográfico puesto que las estampillas como los mapas y las postales forman parte de una misma familia de objetos. Ese tipo de objetos que en el lomo de un sobre, en el fondo de un buzón o en el bolsillo de un viajero nos recuerdan que el ancho mundo está ahí afuera, pero que por obra y magia justamente de esos objetos puede depositarse en nuestra mesa.
Propio también en un sentido íntimo y biográfico. Sus series de sellos son una representación o una conmemoración de los eventos vitales que marcaron su existencia: sus amistades, los lugares donde vivió, los paisajes de sus sentimientos.
Donald Evans nació en 1947 en New Jersey, Estados Unidos. Murió en 1977 en Amsterdam, Holanda. Las circunstancias de su nacimiento no guardan en apariencia nada especial; en cambio, su muerte fue dolorosa. La noche del 29 de abril de 1977 un incendio alcanzó la casa de la Stadhourskade de Amsterdam en la que vivía. Al día siguiente encontraron su cuerpo en uno de los rellanos.
VIDA. Se sabe que era una persona reservada y que mantenía a sus amigos en estancos separados. Pese a las dificultades que plantea esta situación para un estudioso, Willy Eisenhart logró reconstruir su vida y dar a conocer su arte en el libro The World of Donald Evans (1981).
De niño —informa Eisenhart— construía castillos de arena y ciudades y palacios de cartón. También, por supuesto, coleccionaba sellos. Bruce Chatwin en la reseña del libro de Eisenhart agrega, quién sabe si de su cosecha, que “su madre cuidaba un jardín de césped verde y esmerado” (The New York Review of Books, 1981).
Hay algo de jardinería en el arte de Evans. No sólo por la adoración que siente por los árboles, las plantas y los frutos. También por la forma: cada cuadro es, como un jardín, un espacio estrictamente delimitado donde cada cosa está, minuciosamente, en su lugar.
El primer momento epifánico de su vida ocurrió en las fechas de la coronación de Isabel II. El niño Evans —tenía diez años— dibujó entonces un sello conmemorativo de la coronación de su propia e imaginaria reina.
Sus estampillas de esa época, dice Eisenhart, “estaban toscamente dibujadas y perforadas con las tijeras de podar de su madre, pero pronto fue adquiriendo mayor perfección. Empezó a dibujar los sellos a lápiz, rellenándolos luego con pluma y pincel, y resolvió el problema técnico de las perforaciones tecleando líneas de puntos suspensivos con una vieja máquina de escribir”.
Hasta sus 15 años Donald Evans ya había dibujado y pintado miles de estampillas, cuidadosamente dispuestas en los tres volúmenes del Álbum mundial filatélico de su creación. Allí estaban los sellos de países llamados Flandia o Dolanda, Slobovia y Artemania. Éste último, obediente a los dictados de la Guerra Fría que se respiraban en la época, estaba dividido en Artemania Occidental y Artemania Oriental. Luego vino la vida —es decir, el colegio, las chicas, el fútbol— y se lo llevó. Y el Álbum mundial filatélico quedó guardado en el desván hasta nuevo aviso.
Entonces sucedieron los años que son un paréntesis en su vida. Chatwin los resume bien: “Siguieron diez años convencionales… Quería ser pintor y pintó enormes cuadros expresionistas abstractos a la manera de De Kooning. Se graduó en arquitectura en Cornell. Viajó luego a Europa; echó una mirada a la Factory de Warhol; aprendió a teñir y tejer telas; fumó marihuana; hizo yoga; se interesó por Gurdieff; y no paró de enamorarse una y otra vez”.
Tras graduarse en Cornell se fue a nueva York. Vivió en un departamento de Brooklyn Heighs y trabajó en el estudio de un afamado arquitecto. Al parecer no fue feliz. Eisenhart no dice nada, pero en cambio Chatwin y también Jacob —quien le dedicó un desigual artículo con motivo de una exposición póstuma— sugieren un tanto sibilinamente que sus “historias amorosas no le resultaron bien”, y que a consecuencia de ello se volvió introvertido y se refugió en el mundo de los sellos de su infancia.
AMIGOS. Entonces sucedió el segundo momento epifánico de su vida. Un día se le ocurrió enseñar su Álbum filatélico mundial a unos amigos y éstos lo animaron a seguir por ese camino. En febrero de 1972, metió en su maleta sus acuarelas y un montón de papel perforado —este detalle es significativo como se verá después— y se fue a Holanda. A esa Holanda colorida, liberada y festiva de los años 60.
Los siguientes cinco años —hasta su muerte en 1977— se dedicó obsesivamente a pintar. Llegó a la casa de campo que un amigo suyo había alquilado cerca de Utrech, en un pueblo “detrás del dique”, Achterdijk en holandés. Ése fue el primer país de la segunda etapa de su vida desde el que emitió sus sellos: Achterdijk. Pintó el paisaje que entraba por su ventana, pintó diminutos molinos de viento en los que sentía la presencia de sus amigos. Pintó vacas.
“Amaba los llanos paisajes de Holanda azotados por el viento y sus cielos altos y variados… —dice Chatwin—. Le gustaba la belleza abstracta de las paredes de ladrillo holandesas; la compacta escala de su arquitectura; y, de los maestros del siglo XVII, se apropió de ciertas técnicas del dibujo y la acuarela, que le sirvieron para perfeccionar sus sellos”. También dice que apreciaba el espíritu abierto de los holandeses y que les devolvió el cumplido aprendiendo su lengua.
Los países de su mundo imaginario se sucedieron uno tras otro y con ellos, naturalmente, sus estampillas. Una vez cayó enfermo y tuvieron que operarlo de los pulmones. Desde su cama de convaleciente en el hospital celebró el suceso con sellos de dos reinos gemelos: Lichaam (Cuerpo) y Geest (Alma). También inventó dos excolonias francesas en los Mares del Sur: Amis y Amants, cuyos emblemas filatélicos eran, por supuesto, paradisiacas palmeras tropicales.
Leyendo libros ingleses de viajes por el Oriente Medio revivió su pasión infantil por las caravanas de camellos y los caravasares y creó un país llamado Adjunani —el término persa para decir judío—. Viajando por la Costa Brava española en 1975 se dice que alquiló el mismo departamento donde vivió uno de los mayores animadores del arte portátil, Marcel Duchamp, y celebró ese hecho con la serie bautizada Cadaqués.
En su cartografía imaginaria también hay un país ártico llamado Yteke, en homenaje a un amigo suyo, un bailarín holandés de quien se dice que sólo podía bailar en países fríos, lo que sea que signifique eso. Un viaje a Italia le deparó otro lugar: el Stato de Mangiare, cuyas series de sellos son un inventario de hortalizas, frutas, hierbas y aceitunas del asoleado Sur. (Para felicidad eterna de los parroquianos de Beatrice, hay una emisión especial dedicada al pesto genovés y sus ingredientes.)
CONMEMORACIÓN. Y en su catálogo figuran asimismo ediciones conmemorativas, como la que celebró los 50 años de la publicación del libro Tender Buttons de Gertrude Stein, la madrina de la generación perdida de artistas norteamericanos en el París de los años 20 del siglo XX y la autora favorita de Evans. O la que celebra los 300 años de las Iles des Sourds.
Evans tuvo el cuidado de incorporar todas esas series de sellos en un catálogo como los que utilizan los coleccionistas. Lo llamó el Catálogo del mundo. Junto a cada serie de estampillas escribía el nombre del país que los emitía, la fecha, el tema y la ocasión de la emisión. En ese volumen de más de 300 páginas figuran los más de 40 países de su geografía imaginaria.
En esos afanes los alcanzó el fuego la noche del 29 de abril de 1977.
Aunque tuvo reconocimiento en vida, en cierto sentido la obra de Evans sólo podía ser póstuma. Para consumarse como tal, su Catálogo del mundo tenía que ser finito. Hoy, coleccionistas de Europa y Estados Unidos siguen disputándose sus series de sellos; y éstos, cumpliendo otro mandato que está inscrito en su propia naturaleza, están dispersos en el mundo. Es, entonces, una obra cerrada pero al mismo tiempo dispersa. La imposibilidad de reunirla —pese a que es una obra cerrada y, como se decía, el artista podía llevarla completa bajo el brazo— es quizás uno de sus mayores atractivos.
Es cierto, por otra parte, que el valor de esta obra no puede radicar sólo en su perfección mimética. Tampoco sólo en su calidad inventiva (una geo- grafía y una filatelia imaginarias), aunque esto ya supone claramente que la voluntad artística de Evans estaba más allá de la perfección y la habilidad manual. Su obra es, en cierto sentido, como sugiere Curtis Faville en The Compass Rose, una nota al margen o un pie de página de una ambiciosa narrativa nunca escrita: la historia de un mundo alternativo.
GESTO. Lo interesante del mundo de Evans es, acaso, el gesto que le da origen y realidad. No deja de ser sugerente, como apuntan quienes se han ocupado de su vida, que su retorno a la pintura en miniatura esté precedido por su rechazo a los cuadros que intentaba pintar en la línea del expresionismo abstracto. Es decir, enormes telas en el lenguaje oficial del arte norteamericano del momento. Y que, al mismo tiempo, la decisión de volver a pintar estampillas sea indisociable de su decisión de irse, de viajar. En su maleta cabían su caja de acuarelas y sus papeles perforados. Era todo lo que necesitaba para irse.
Chatwin ya lo vio de alguna manera. En su reseña de The World of Donald Evans introduce, casi al pasar, un sugerente párrafo: “Muchos artistas se quejan de sentirse atados a sus talleres, pero Donald Evans podía instalarse en la sala de espera de una estación. Tal vez la transportabilidad misma de su obra es un síntoma de su desprecio hacia las artes y las pretensiones de la civilización: el desprecio que el nómada siente hacia las pirámides”.
La obra de Evans es interesante, entonces, por su carácter portátil y nomádico. Bienvenido, pues, Donald Evans a la alegre pandilla del Club de los Portátiles. Aunque, por supuesto, esta es otra historia que alguien tendrá que ocuparse de contar.