Hay ocasiones —pocas— en las que la vida y el arte encuentran efímeros espacios de convivencia donde pululan personajes capaces de erigirse en héroes numantinos sin quitarse la máscara. Se llaman dandis y traspasan límites temporales y geográficos haciendo de su rebeldía disonante enseña antietiquetas. Prodigiosos mirmidones disecciona desde la literatura esta figura tomando la definición que Baudelaire usó en 1863 para denominar a los integrantes de una curiosa secta que se extendía poco a poco en la alta sociedad parisiense.

“Estos seres no tienen otro problema que el de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar”, escribiría Baudelaire. “La más absoluta simplicidad es el mejor modo de distinguirse”. Leticia García y Carlos Primo, coordinadores de este manual del perfecto dandi han sacado de textos de Honoré de Balzac, Thomas Carlyle, Virginia Woolf, Albert Camus y Francisco Umbral, la excusa perfecta para hacer apología de una efigie ¿en extinción?

“El espíritu de un hombre se adivina por su forma de llevar el bastón. Las distinciones se envilecen, o mueren, al hacerse comunes”, argumenta Balzac en el Tratado de la vida elegante que se incluye en Prodigiosos mirmidones. La apariencia es esencia en los dandis, hasta que la atraviesa la masa. “El síntoma definitivo que augura la desaparición de esta figura es, curiosamente, la incorporación del término al lenguaje general”, aseguran los autores.

¿La moda mató al dandi, como dijo Barthes? “Es el estilo de vida lo que los hace únicos, no el dinero, el poder, la posición, el talento o la inteligencia”, apunta Tom Wolfe en Underground de mediodía. Entonces, ¿quedan dandis? Decidan ustedes con el siguiente recorrido por las características moleculares de estos personajes. El dandi es:

– El último resplandor de heroísmo en decadencia, escribió Baudelaire.

– Un relumbrón rebelde de lo singular. – Una forma de protesta, bella aunque chocante. No quiere gustar, sino disgustar o sorprender. Resultar distinto.

– Una elegancia distinta. Usa la elegancia y al mismo tiempo la rompe. Esmera su vestuario, pero no sólo admite, sino que precisa de disonancias.

– El diablo con apariencia de hermoso adolescente, naturalmente melancólico.

– El cruce inextricable con el esplín, el hastío y la añoranza.

– No quiere pertenecer a ninguna clase social —a la alta tampoco—, aspira a ser un desclasado, lo que le permitirá más libremente lucir su extraña rebeldía, que en ocasiones hasta parece ir contra la vida misma porque aún es más dandi la mera ambigüedad.

– Es inevitablemente un perdedor.

– La frialdad y la contención.

– Cultiva el detalle y la anécdota en detrimento de los grandes valores. Se aferra a un mundo perdido a través de pequeños gestos y detalles efímeros. – Esta fugacidad lo convierte en un nuevo estoico.

– Un aristócrata individual.