El novelista condenado a muerte
La publicación de la autobiografía de Rushdie coincide con una nueva ola de protestas religiosas de devotos del Islam

Hay que atribuir al azar —o a la voluntad de Alá, que todo lo puede— que la publicación de la esperada autobiografía del novelista Salman Rushdie haya coincidido con una nueva ola de la “ira” islamista.
Esta vez, el enojo de los devotos del Profeta ha sido provocado por la difusión en internet del adelanto de una película (aparentemente apócrifa) y la publicación de una caricatura en una revista francesa. Ambos han sido considerados ofensivos para el islam. Muertes, violencia, disturbios y el creciente miedo son hasta ahora sus previsibles resultados.
Mientras tanto, las memorias de Salman Rushdie (Bombay, India, 1947) tituladas Joseph Anton —ya se explicará por qué— han aparecido simultáneamente en 16 idiomas en todo el mundo y hacen eje, precisamente, en la primera manifestación de la “ira” islamista que alcanzó repercusión mundial. En 1989, el ayatola Jomeini de Irán condenó a muerte a Rushdie por la publicación de Los versos satánicos, novela considerada una herejía contra su religión.
La condena catapultó a Rushdie a la fama pero también lo obligó a vivir durante años en la clandestinidad. Sus memorias —de las que se publica un adelanto en las siguientes páginas— titulan Joseph Anton porque ése fue el nombre que usó durante el tiempo que vivió en la oscuridad. Joseph Anton son los nombres de pila de Conrad y Chejov, dos figuras del panteón literario de Rushdie.
El 14 de febrero de 1989, en una emisión de Radio Teherán, la voz del ayatola Jomeini, guía de la revolución iraní y representante de Alá en la tierra sonó como si bajara del cielo:
“Hago saber a los orgullosos musulmanes de todo el mundo que el autor de Los versos satánicos, libro que va contra el Islam, el profeta y el Corán, y todos los implicados en su publicación que eran conscientes de su contenido, han sido condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allá donde los encuentren”.
La amenaza era el punto alto de una campaña contra la novela, publicada un año antes en el Reino Unido y ya prohibida en la India, Pakistán, Egipto y Sudáfrica. Las manifestaciones en contra de Rushdie en Pakistán y la India ya habían costado siete vidas y decenas de heridos.
Pero Los versos satánicos no es una novela ni sobre el Islam ni sobre Mahoma ni sobre el Corán. Si éstos aparecen en sus páginas es incidentalmente. Es una novela densa y atravesada por un humor grotesco, ubicada en el convulso Londres de los años de la Dama de Hierro, que gira en torno a la vida de los orientales emigrados a Inglaterra.
En uno de sus capítulos, Gibreel, uno de los personajes centrales, sueña con la fundación del Islam. Es una escena cómico-burlesca en la que un escriba —curiosamente llamado Salman— cambia deliberadamente las palabras dictadas por el Arcángel Gabriel a Mahoma, quien aparece bajo el nombre de Mahound. En otro capítulo, en una historia dentro de la historia, las prostitutas de un burdel asumen los nombres y las identidades de las esposas de Mahoma.
Eso es todo. Pero fue suficiente para desatar la persecución de Rushdie. El escritor no fue alcanzado, pero en el camino fueron atacados sus editores y traductores, ejemplares de su novela ardieron en piras públicas y los gobiernos europeos, por cálculo o por temor, se quedaron paralizados.
Por lo menos durante una década el escritor tuvo que vivir en la clandestinidad, cambiando con frecuencia y en secreto de domicilio. Su caso fue un parteaguas en el mundo intelectual y político internacional: unos se manifestaron a favor y otros en contra.
A la vuelta de los años, algunas cosas quedaron claras. Sus primeras novelas —Los niños de la noche (1981), Vergüenza (1983) y Los versos satánicos (1988)— despertaron la sensación de que con Salman Rushdie había aparecido un gran novelista. Lo que hizo después —incluido su último divertimento La encantadora de Florencia (2008)— disipó esa esperanza.
Queda claro también que la bravuconada de Jomeini obedecía menos a una defensa de la fe que a una necesidad política. El régimen de los ayatolas de Irán estaba desgastado tras una década de guerra con Iraq y necesita que los creyentes cerraran filas en torno a alguna causa.
Pero también hay un balance cultural de fondo. En Los testamentos traicionados (1993), Milan Kundera sostiene que lo que Jomeini condenó no fue una novela —la de Rushdie—sino la idea misma de novela, una creación moderna y occidental por definición. La novela es ‘satánica’ no porque ataque la fe sino por su irreductible ambigüedad: para la novela no existe una sola verdad. Esto es inadmisible para la teocracia.
“De toda esta triste historia —escribe Kundera— lo más triste no es el veredicto de Jomeini (que resulta de una lógica atroz pero coherente), sino la incapacidad de Europa para defender y explicar el arte europeo por excelencia, que es el arte de la novela, o sea, para explicar y defender su propia cultura”.