Cuando era niño, su padre le contaba, a la hora de acostarse, los grandes y prodigiosos cuentos de Oriente; se los contaba y recontaba y recreaba y reinventaba a su manera: los relatos de Scheherazade en Las mil y una noches, relatos contados contra la muerte que demostraban la capacidad de los relatos para civilizar e imponerse incluso a los tiranos más mortíferos; y las fábulas de animales del Panchatantra; y las maravillas que se vertían como una cascada del Kathasaritsagara, el “Océano de las corrientes de historias”, el inmenso lago de historias creado en Cachemira, donde habían nacido sus antepasados, y los cuentos de poderosos héroes reunidos en el Hamzanama y las Aventuras de Hatim Tai (esto fue también una película, cuyos muchos aderezos respecto a los cuentos originales fueron añadidos y aumentados en aquellas renarraciones a la hora de acostarse).

Crecer inmerso en estas narraciones fue aprender dos lecciones inolvidables: primero, que los relatos no eran verdad (no había genios “reales” en botellas ni alfombras voladoras ni lámparas maravillosas), pero, sin ser verdad, lo llevaban a sentir y conocer verdades que la verdad no podía revelarle; y segundo, que todos le pertenecían, tal como habían pertenecido a su padre, Anis, y a todo el mundo, eran todos suyos, como lo eran de su padre, los relatos luminosos y los relatos oscuros, los relatos sagrados y los profanos, suyos para modificarlos y renovarlos y desecharlos y rescatarlos como y cuando le viniese en gana, suyos para reírse de ellos y regocijarse en ellos y vivir en y con y por ellos, para dar vida a los relatos amándolos y para recibir vida de ellos a cambio. El hombre era el animal narrador, la única criatura en el mundo que se contaba cuentos para comprender qué clase de criatura era. El relato era su derecho inalienable, y nadie podría privarlo de él.

Su madre, Negin, también tenía relatos para él. De soltera, Negin Rushdie se llamaba Zohra Butt. Cuando se casó con Anis, no se cambió sólo el apellido, sino también el nombre, reinventándose para él, dejando atrás a la Zohra en la que él no quería pensar, porque antes había estado profundamente enamorada de otro hombre. Si en el fondo de su corazón era Zohra o Negin, su hijo nunca lo supo, ya que ella nunca le habló del hombre que dejó atrás, optando, en cambio, por difundir los secretos de cualquiera excepto los suyos. Era una chismosa de talla mundial, y él, su primogénito y único hijo varón, se sentaba en su cama y, presionándole los pies como a ella le gustaba, se empapaba de las deliciosas, y a veces escabrosas, noticias locales que ella llevaba en la cabeza, los gigantescos bosques de ramaje entretejido formados por susurrantes árboles genealógicos que albergaba dentro de sí, colmados de la jugosa fruta prohibida del escándalo. Y también estos secretos, llegó a pensar él, le pertenecían, porque un secreto, una vez contado, no pertenecía ya a quien lo había contado, sino a aquel que lo recibía. Si uno no quería que un secreto se propagara, debía atenerse a una única regla: No contárselo a nadie. También esta regla le sería útil en su vida futura.

En esa vida futura, cuando era ya escritor, su madre le dijo: “Voy a dejar de contarte estas cosas, porque las pones en tus libros y luego me veo en apuros”. Lo cual era cierto, y quizá lo más prudente por parte de ella habría sido no hablar más, pero el chismorreo era su adicción, y no podía dejarlo, como tampoco su marido, el padre de él, podía abandonar la bebida.

Villa Windsor, Warden Road, Bombay 26. Era una casa en una colina y tenía vistas al mar y a la ciudad que se desplegaba entre la colina y el mar; y sí, su padre era rico, aunque dedicó su vida a gastar todo ese dinero y murió en la ruina, incapaz de saldar sus deudas, con un fajo de billetes escondido en el cajón superior izquierdo de su escritorio, que era todo el capital que le quedaba en este mundo. Anis Ahmed Rushdie (“Licenciado en Derecho, Universidad de Cambridge”, anunciaba orgullosamente la placa de latón atornillada a la pared junto a la puerta de entrada en la Villa Windsor) heredó una fortuna de su padre, un magnate textil del que era hijo único, la gastó, la perdió, y luego murió, lo que podría ser la historia de una vida feliz, pero no lo fue.

Sus hijos sabían ciertas cosas sobre él: que por las mañanas estaba de buen humor hasta que se afeitaba, y después, cuando la Philishave había hecho su trabajo, se convertía en una persona irascible, y ellos lo rehuían; que cuando los llevaba a la playa, el fin de semana, estaba animado y bromeaba a la ida, pero se avinagraba en el camino de vuelta; que cuando jugaba al golf con su madre en el Willingdon Club, ella tenía que procurar perder, pese a jugar mejor que él, porque no le compensaba ganar; y que cuando se emborrachaba hacía muecas horrendas, contrayendo las facciones de formas extrañas y aterradoras, que les causaban un miedo atroz y que ninguna persona ajena a la familia vio jamás, así que nadie entendía a qué se referían ellos cuando decían que su padre “ponía caras raras”. Pero cuando eran pequeños estaban también los cuentos, y luego se dormían, y si oían vocerío en otra habitación, si oían llorar a su madre, nada podían hacer al respecto. Se tapaban la cabeza con las sábanas y soñaban.

Anis llevó a su hijo de trece años a Inglaterra en enero de 1961, y durante una semana poco más o menos, antes de que él iniciara su educación en Rugby School, compartieron una habitación en el hotel Cumberland de Londres, cerca de Marble Arch. Durante el día iban a comprar todo aquello indicado por el colegio, chaquetas de tweed, pantalones grises de franela, camisas Van Heusen de cuello postizo semirrígido para el cual se requerían unos gemelos que se hincaban en la garganta del niño y le dificultaban la respiración. Tomaron batidos de chocolate en el Lyons Corner House de Coventry Street y fueron al Odeon Marble Arch a ver The Pure Hell of St. Trinians, y él lamentó que a su internado no fueran niñas. A última hora de la tarde, en el Kardomah de Edgware Road, su padre compraba pollo asado para llevar y obligaba a su hijo a introducirlo a escondidas en el hotel debajo de su nuevo impermeable cruzado azul de sarga. Por la noche, Anis se emborrachaba y luego, a las tantas de la madrugada, despertaba bruscamente a su hijo aterrorizado para gritarle con un vocabulario tan soez que al niño se le antojaba imposible incluso que su padre conociera tales palabras. Por último fueron a Rugby, compraron una butaca roja y se despidieron. Anis sacó una fotografía de su hijo frente al internado con su gorra a rayas azul y blanca y su impermeable con olor a pollo, y si uno se fijaba en la expresión de tristeza en los ojos del niño, podía pensar que lo entristecía ir a un colegio tan lejos de su casa. Pero de hecho el hijo estaba impaciente por ver marcharse a su padre para empezar a tratar de olvidar las noches de vocabulario malsonante e ira inmotivada y explosiva.

Deseaba dejar la tristeza en el pasado e iniciar su futuro, y después de eso quizá fuera inevitable que se forjara una vida lo más lejos posible de su padre, que pusiera océanos de por medio y los mantuviera ahí ya para siempre.

Cuando se licenció en la Universidad de Cambridge y le dijo a su padre que quería ser escritor, escapó de la boca de Anis un incontrolado grito de aflicción. “¿Qué voy a decirles a mis amigos?”, exclamó.

Pero 19 años después, en el cuadragésimo cumpleaños de su hijo, Anis Rushdie le envió una carta de su puño y letra que se convirtió en la más valiosa comunicación que ese escritor había recibido o recibiría jamás. Eso ocurrió cinco meses antes de la muerte de Anis a la edad de 77 años a causa de un mieloma múltiple de evolución rápida: cáncer en la médula ósea. En esa carta Anis demostraba lo atentamente que había leído los libros de su hijo y lo profundamente que los había comprendido, la impaciencia con que esperaba la lectura de otros más, y lo hondo que era el sentimiento paternal que durante media vida había sido incapaz de expresar. Vivió el tiempo suficiente para alegrarse del éxito de Hijos de la medianoche y Vergüenza, pero para cuando se publicó el libro en el que mayor era la deuda con él, ya no estaba ahí para leerlo. Quizá fue mejor así, porque se perdió también el posterior furor; no obstante, si de algo estaba totalmente seguro su hijo era de que en la batalla por Los versos satánicos habría contado con el apoyo incondicional e inquebrantable de su padre. Sin las ideas y el ejemplo de su padre para inspirarlo, de hecho, esa novela jamás se habría escrito.

¿Te dejaron bien jodido, tu madre y tu padre? No, no fue así ni mucho menos. Bueno, quizá sí, pero también te permitieron convertirte en la persona, y en el escritor, que podías llegar a ser.

El primer obsequio que recibió de su padre, un obsequio como un mensaje en una cápsula del tiempo, que él no entendió hasta su vida adulta, fue el apellido de la familia. “Rushdie” era una invención de Anis; el nombre de su propio padre era todo un trabalenguas, Khwaja Muhammad Din Khaliqi Dehlavi, un buen nombre de la Vieja Delhi muy adecuado para aquel caballero de la vieja escuela que miraba con fiereza desde la única fotografía que se conservaba de él, aquel industrial de éxito y ensayista a tiempo parcial que vivía en una haveli ruinosa en el viejo y famoso mohalla, o barrio, de Ballimaran, un laberinto de tortuosas callejas adyacente al Chandni Chowk que antaño había sido hogar de Ghalib, el gran poeta del farsi y el urdu.

Muhammad Din Khaliqi murió joven, dejando a su hijo una fortuna (que él dilapidaría) y un nombre que pesaba demasiado para acarrearlo en el mundo moderno. Anis adoptó el apellido “Rushdie” por su admiración a Ibn Rushd (“Averroes” en Occidente), el filósofo cordobés hispano-árabe del siglo XII que llegó a ser qadi o juez de Sevilla, traductor y reconocido comentarista de las obras de Aristóteles. Su hijo llevó el apellido durante dos décadas sin comprender que su padre, un auténtico erudito del islam que a la vez carecía por completo de fe religiosa, lo había elegido en señal de respeto a Ibn Rushd por haber estado en su época a la vanguardia del argumento racionalista contra el literalismo islámico; y transcurrieron otras dos décadas hasta que la batalla por Los versos satánicos resonó en el siglo XX a modo de eco de esa discusión con 800 años de antigüedad.

“Al menos —se dijo cuando la tormenta se desencadenó sobre su cabeza— entro en esta batalla llevando el apellido idóneo”.
Desde la tumba, su padre le había proporcionado la enseña bajo la que él estaba dispuesto a luchar, la enseña de Ibn Rushd, que abogó por el intelecto, el razonamiento, el análisis y el progreso, por la filosofía y el conocimiento libres de los grilletes de la teología, por la razón humana y contra la fe ciega, la sumisión, la aceptación y el estancamiento. Nadie ha querido nunca ir a la guerra, pero si una guerra se te cruzaba en el camino, bien podía ser una guerra justa, librada por las cosas más importantes de este mundo, y si ibas a luchar, bien podías llamarte “Rushdie” y permanecer donde tu padre te había colocado, en la tradición del gran aristotélico, Averroes, Abul Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Rushd.