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Luis H. Antezana J., el lector excepcional

El título de estas notas de homenaje a Luis H. Antezana J. no debería necesitar una explicación. El homenaje, se sabe, nace de la admiración, y la admiración —como el corazón de Pascal— tiene sus razones que la razón desconoce. Las tiene, es cierto, pero bien podría guardárselas. Ese título no necesita una explicación, entonces, pero acaso sí una referencia.

El primer ensayo de Georges Steiner que cayó en mis manos lleva por  título El lector excepcional. Es una reflexión sobre el acto de la lectura que nace de la observación morosa y amorosa de un cuadro pintado por Jean Simeon Chardin en 1734 que se llama El filósofo leyendo.

Mirando ese cuadro, Steiner discurre sobre los gestos precisos de ese lector —la inclinación de la cabeza, la forma de poner el brazo, los objetos de los que se rodea— de los que luego deriva una reflexión, más amplia, sobre los gestos de la lectura.

Pues bien, a lo largo de los años, de la frecuentación de sus escritos pero también del privilegio que permite la amistad, alguna vez me he sentido un observador de los gestos de ese lector llamado Luis H. Antezana J. Un lector excepcional.

Los gestos de lectura de Antezana, creo yo, son la práctica, la pasión y la ética.

Práctica
La lectura es una práctica porque es una producción. Antezana nos ha enseñado, precisamente, que el acto de leer no es el desciframiento pasivo de un texto —como esos tartamudeos silábicos que la escuela confunde con la enseñanza—, sino un acto tan complejo y productivo —y a veces aun más— que la propia escritura.

Borges decía que el lector a veces le parecía un cisne más negro e inquietante que el escritor. También decía que un libro mientras no lo tome y lo abra un lector es un objeto más, como cualquier otro. Sólo en la lectura, entonces, se producen los sentidos. El escritor propone, digamos, pero el que dispone es el lector.

Esa productividad de la lectura    —producción de saberes, de las posibles resonancias de esos saberes, pero también de emociones— se materializa en la escritura. Ése es su gesto productivo. Su materialidad. Pues bien, Antezana es un lector que escribe, un lector que transforma su lectura en escritura. La escritura es el testigo de su lectura.

Acá se puede aprovechar para decir que es tal su interés en el acto de leer que lo ha llevado a escribir un libro que se llama Teorías de la lectura (1983). En un momento —hace unos 30 años— en el que el conocimiento teórico sobre la literatura estaba centrado casi exclusivamente en el polo de la escritura —las teorías, muy diversas por cierto, apuntaban a discernir las condiciones ya sea formales, sociales o epistemológicas en las que se producía la escritura—, Antezana —a partir de la pragmática y de su muy amado Wittgenstein— volcó su mirada al otro polo, al polo de la lectura. Así, en un esfuerzo precursor de síntesis y articulación, puso en movimiento las distintas teorías que se han dedicado a la lectura. No es una tarea menor y hasta donde sé no tiene todavía parangón.

Pasión
¿Qué ha leído Antezana? Sobre todo literatura. Aunque es sabido que sus intereses se extienden con mucha autoridad a las ciencias sociales y la filosofía (también al fútbol, hay que decirlo), su objeto privilegiado de lectura ha sido y es la literatura. Y especialmente la literatura boliviana. Es su pasión.

Afortunadamente hoy tenemos al alcance de la mano un volumen que recoge buena parte de sus escritos sobre literatura (Ensayos escogidos 1976-2010). En esas páginas —en las que no faltan ensayos sobre otros temas— se puede ver cómo opera la lectura de Antezana.

Para una muy leve e indicativa caracterización de esa operación no está demás reparar en la palabra “ensayos” que figura en el título del libro. Esa palabra no apunta al ensayo como forma, al género ensayístico tal como lo inventó Montaigne. Apunta más bien a una práctica, a una operación. Lo que hace Antezana es ensayar lecturas, es decir, poner a prueba perspectivas para acercarse a un texto.

De este hecho podría desprenderse uno de los rasgos de esa lectura que deviene en escritura: no tienen afán totalizador, ni en el sentido de descubrir o postular una verdad sobre el texto ni en el sentido de crear sistemas abarcadores y explicativos más allá de los textos concretos. Sus objetos son discretos. Antezana lee, sobre todo, una obra (digamos Tirinea de Jesús Urzagasti, El otro gallo de Jorge Suárez o Crítica de la pasión pura de Humberto Quino), o sumando perspectivas acaba leyendo a un autor, como Óscar Cerruto (ha escrito sobre sus poemas, sobre sus cuentos y sobre su novela) o Jaime Saenz o Carlos Medinaceli. Rara vez sus objetos son conjuntos mayores, como en su ensayo “Rasgos discursivos de la narrativa minera”.

Sus ensayos —ahora podríamos llamarlos también lecturas—, por otra parte, se distinguen tanto de los textos académicos —que suelen entorpecerse en un afán excesivamente demostrativo— como de los textos críticos —que bien entendidos responden a una necesidad valorativa—. Por un lado, a Antezana le interesa mostrar más que demostrar. Es decir, se ocupa de evidenciar cómo hace lo que hace cierta obra literaria, cómo construye un mundo autosuficiente: cuáles son sus materiales, qué tipo de articulaciones los relacionan, cómo producen sus sentidos. Hay sin duda, un gesto sistemático en esta forma de leer: una obra es como una máquina que produce sentidos, pero en todo caso una máquina nómada, que nunca está quieta. Por otro lado, la valoración —que nunca es explícita, es decir que no adopta la forma de un juicio— deviene de la complejidad (hacia adentro) y de los alcances (hacia fuera) que se entretejen en una novela o en un libro de poemas o en la obra de un autor. Quizás hay otra forma de decir esto: a Antezana le interesan —y le gustan— las obras o los autores que desafían a la lectura. Es una forma de la pasión.

Otro rasgo que se puede destacar en estas lecturas es que no se cierran. Por su propia naturaleza, la lectura así entendida no es ni puede ser definitiva. En la perspectiva de Antezana, el texto hace honor a su etimología: es textum, un tejido, una trama de diversos hilos. O, apelando a otra figura, la obra literaria es un territorio sobre el que se pueden dibujar diferentes mapas.

Aquí quizás pueden unirse la lectura como práctica y la lectura como pasión. Como práctica, ya está dicho, es una productividad. Como pasión —como verdadera pasión— la finalidad de la lectura no es la posesión de su objeto. Las lecturas de Antezana, en rigor, son una invitación a la lectura, una invitación a que siga el juego, a que los signos se mantengan en rotación, a que la literatura siga siendo un objeto del deseo.

(Paréntesis)
Se podría aprovechar este momento para introducir otra de las formas de la productividad de la lectura de Antezana. A lo largo de su trabajo intelectual, ha producido también ciertos “artefactos” conceptuales que han demostrado ser muy útiles para leer y para pensar.

Uno de ellos es el artefacto llamado NR. En un ensayo de 1983 titulado “Sistema y proceso ideológicos en Bolivia (1935-1979)”, Antezana propone que la discursividad ideológica hegemónica en Bolivia en un largo periodo de la historia —desde antes y hasta mucho después de la Revolución Nacional de 1952— transcurre entre dos polos que no se excluyen: el polo nacionalista y el polo revolucionario. De ahí lo de NR. Este artefacto —al que se lo ha llamado ideologema por analogía con la semántica— asume la forma de una herradura que “contiene” toda la discursividad ideológica que tiene posibilidades de presencia afectiva. Unos discursos se aproximan más al polo nacionalista —digamos los de “derecha”— y otros más al polo revolucionario —digamos los de “izquierda”—. Fuera de esa herradura, los discursos ideológicos y políticos resultan marginales. Pues bien, las ciencias sociales en Bolivia saben lo que le deben a ese artefacto inventado por Antezana. Dicho sea de paso, en la formulación del NR, Antezana utilizó sus conocimientos de la literatura para “leer” otros objetos, como los sistemas y los procesos ideológicos.

El otro artefacto es la poética del saco del aparapita. La imagen, por supuesto, viene de Jaime Saenz, especialmente de su novela Felipe Delgado. En ésta, el personaje, una noche, en la bodega de un arrabal paceño donde se recluye para beber, queda maravillado ante el saco de un aparapita. Le fascina la superposición de parches de todo tipo de telas, sus tamaños, sus formas, su procedencia, y la manera cómo éstos están cosidos con los más diversos materiales. El saco original ha desaparecido bajo los parches, ya no existe. Pero, al mismo tiempo, ese vacío, esa ausencia del saco original es la condición que hace posible las formas que adquiere el saco del aparapita.

Es un artefacto perfecto para pensar la literatura. Desde La tierra baldía (1922) de Eliot sabemos que el texto —en este caso el poema— es una superposición de fragmentos, de parches de otros discursos, de otras obras, de restos de un naufragio (para Eliot, el naufragio de la cultura).

Desde entonces —y más aun con Borges— sabemos que toda palabra es en el fondo una cita, que no hay original al que referirse, que la escritura se sustenta sobre un vacío. Y desde Antezana sabemos que el texto literario es un saco de aparapita. Y, más allá, el discurso social es también un saco de aparapita. Qué otra cosa sino que un saco de aparapita es la sociedad abigarrada de Zavaleta.
Fin del paréntesis.

Ética
La lectura tal como la ejerce Antezana es una práctica, una pasión y una ética. Sobre la lectura como ética, en rigor, poco se puede decir. La ética es, por definición, lo que no puede reducirse a la ley. Basta pensar en Antígona. Es un acto, no un discurso. Las lecturas de Antezana también son actos.

Y estos actos de lectura se han distinguido siempre por su rigor, por su minuciosa atención al texto. (Para Kafka, la atención era su forma de oración.) Ese rigor, por supuesto, no se reduce ni mucho menos a la observación de los protocolos de la escritura académica; es una manera de actuar, es una manera de estar en el mundo, de ponerse frente a un texto.

Esos actos de lectura, por otra parte, suponen una comunidad, es decir, suponen, en el horizonte, la construcción de sentidos comunes. Y los sentidos comunes hacen posible la comunicación y la imaginación, pero también hacen posible la convivencia. Uno de los libros de Antezana titula precisamente así: Sentidos comunes.

Pero ya es hora de volver al principio. El ensayo de Georges Steiner al que se refieren las primeras líneas de estas notas, fue —hace ya tantos años— un regalo de Luis H. Antezana, precisamente aquí, en Cochabamba. Ese momento, en verdad, comenzó mi vida de lector. Y comenzó gracias a un lector excepcional.

Lector, escritor y profesor

Nacimiento
Nació en Oruro en 1943. Vive en Cochabamba. Fue profesor de la Universidad Mayor de San Simón.

Estudios
Estudió en Estados Unidos y Bélgica, donde obtuvo un doctorado en Filología con una tesis sobre la obra de Jorge Luis Borges.