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Ese Shakespeare de Charcas

Una obra de teatro es increíblemente frágil. Es una construcción que el director, los actores y técnicos van logrando y, cuando espacio y sobre todo tiempos entran en sintonía, el arte está consumado. Pero, y ésa es su magia, tal consumación no es definitiva. Le pasa como al instrumento musical que exige afinación antes de cada concierto. No pocas veces, un cambio de tiempo, una entonación distinta y la obra no es la misma.

La perorata viene al caso de Shakespeare de Charcas, la creación de Textos que Migran, proyecto/grupo que dirige Percy Jiménez, uno de los más lúcidos en la materia que hay en este momento en el país.

Esta vez, el espacio parece ser el elemento que ha pesado para que una construcción sólida sufra resquebrajamientos que han ido en contra de un  trabajo prometedor. Expliquémonos.

Días antes del estreno de la obra   —una migración a la historia política de Bolivia del texto Ricardo III, de Shakespeare—, un grupo de invitados asistimos a un ensayo en el sótano del Centro Sinfónico Nacional. Un lugar que ha sido casi el exclusivo para los montajes de Jiménez. La puesta, las actuaciones, el tiempo nos hicieron ver otro acierto. Hilos sutiles nos condujeron —conozcamos o no el original shakesperiano, sepamos o no en detalle de la “dramática insurgencia de Bolivia” (para resumir argumentos gracias a Arnade)— por un universo de traiciones, de violencia, de lucha de poderes. Y aplaudimos la habilidad del director y la suma de talentos, no pocos, en el escenario.

La temporada de estreno se ha dado en un teatro convencional, el del colegio Franco Boliviano, y hay gente del público que al leer lo anterior se preguntará si vio otra obra.

El no tener ese sótano, con los recovecos que se pueden crear tan naturalmente, ha convertido este Shakespeare de Charcas en un ejercicio forzado de adaptación. La escenografía de papel, las calaminas dejando espacio desde el que se podía ver el movimiento de los actores, el nerviosismo de éstos al decir las palabras… poco a poco fueron descomponiendo el edificio tan finamente logrado antes.

Lo peor, hay que señalarlo, es que alguien del público pensó que estaba ante una comedia. Comenzó a reír, contagió a otros y entonces la fuerza del texto, de las acciones, tan terribles, tan funestas, se perdió para muchos.  

Esas risas han tenido que afectar  también a los actores. Así de directa es la relación con el público.
Y este último tiene parte de culpa, pero no toda. Al final es la caja de resonancia. Hacer que dos personajes (lustrabotas) bajen a mezclarse con el público creó el despiste; rompió la magia, recordó que es “sólo teatro”.

Lo bueno es que la obra —la construcción, el instrumento— tiene las de ganar. Es cuestión de afinación, de ajustes. Ese “Ricardo Olañeta” no está hablando del pasado. Habla del hoy. Y tiene en Pedro Grossman a un actor que está en un gran momento.