Eduardo Mitre (Oruro, Bolivia, 1943), es autor de una extensa obra poética. Vive desde hace muchos años en New York donde ejerce como docente. En 1975 publicó Morada, que fue saludado por Octavio Paz con estas palabras: “Es un libro precioso, hecho de aire y luz, hecho de palabras que no pesan, como el aire y que brillan como la luz. Un libro casi perfecto”. En 1976 publicó Ferviente humo, sobre el cual Julio Cortázar comentó: “La lectura de Ferviente humo ha sido para mí una bella experiencia de poesía. No es frecuente un libro en el que cada poema constituye una entidad, algo así como una estrella que luego, con los otros poemas, dará la constelación total del poeta”. A estas obras le siguieron: Mirabilia, Desde tu cuerpo, El peregrino y la ausencia, La luz del regreso, Líneas de otoño, Camino de cualquier parte. En 2004 publica El paraguas de Manhattan, con prólogo de Antonio Muñoz Molina, quien define la obra de Eduardo Mitre como “La poesía del mundo… En ella los frutos de la realidad y los milagros del instante tienen la importancia que casi todos nosotros les concedemos en la vida real”. Tras Al paso del instante (Pre-Textos, 2009), la misma editorial ha editado el primero de los dos volúmenes que recogerán la totalidad de su poesía hasta el presente: Poesía reunida (1975-1998).

— En sus libros anteriores a Al paso del instante, los temas eran los objetos y las personas vistas en su movilidad exterior. Ahora, en este su último libro, la mirada es una mirada interior buscando al otro, lo otro. ¿Es así?

— Sí, hasta cierto punto. La mirada interior que anotas, se da en poemas como El cartero, Reencuentro, Intermitencias de un sueño y algún otro. Por lo demás, Al paso del instante, como El paraguas de Manhattan y, en menor medida, Vitrales de la memoria, expresa un espacio exterior, citadino y una galería de personajes o pasantes anónimos que la transitan: la madre que pasa con su hijo falto de un brazo, la muchacha que camina sollozando por Union Square, la mujer que detiene un taxi, ingresa en él y desaparece en el tráfago de la ciudad. En este sentido, los tres libros, escritos sucesivamente y publicados en Pre-Textos, conforman una suerte de trilogía urbana. Las presencias de esos libros se hallan al paso del instante y de la mirada que los fija en el poema.

— Al paso del instante tiene por escenario la ciudad y el tiempo y la memoria son sus protagonistas. ¿“Vivir es construir recuerdos” como decía Huidobro? ¿Sólo al nombrar las cosas, construimos y reconstruimos nuestra memoria?

— Antes de los recuerdos o simultáneos a ellos se da el vivir, las experiencias que vivimos, aunque hay dos capitales de la cuales no tenemos memoria, como dicen estos formidables versos de Neruda: “Nunca recordaremos haber muerto. / Ni del nacer tampoco guardamos la memoria”. No, no sólo al nombrar construimos nuestra memoria, pues además hay recuerdos que no los comunicamos, sea porque son inexpresables, o porque yacen ocultos en el inconsciente o porque no queremos sacarlos a la luz y preferimos callarlos. Pero aun en estos casos, constituyen nuestra memoria, nuestra identidad, siempre inabarcable y en parte desconocida, y la cual no cesa de construirse, de transmutarse en el tiempo, pues como sostiene María Zambrano, siempre estamos “de tránsito entre aquél que nos encontramos siendo y el otro hacia el que vamos”.

— ¿Al reconstruir nuestra memoria, lo otro y el otro adquieren la presencia real que nos conforma? ¿Nos hace sentir menos solos?

— Lo seres recordados nos habitan, pero no son los que fueron ni nosotros los que fuimos con ellos. El sentimiento de compañía o de soledad, de calma o desasosiego que ellos nos procuran, depende del clima interior en que se los recuerda, el amor o el odio, la gratitud o el resentimiento, el asombro o la indiferencia… En fin, la respuesta a tu pregunta depende de tantas cosas y de tantas circunstancias.

— ¿Poemas como Por Harlem, La gata, Transbordos del instante, son una poética de la fugacidad?

— Son expresiones del instante poético, ese instante en el que el pasado, lo vivido, reencarna en el presente. En el primer poema que citas, la presencia amiga, físicamente distante, de Jesús Urzagasti, —un gran poeta en prosa y en verso— aparece repentinamente en una esquina del barrio neoyorkino y camina conmigo por una de sus calles. En Transbordos del instante, el traslado rutinario en el ferry de Staten Island a Manhattan tras una jornada de trabajo, revivo súbitamente una travesía por el lago Titicaca que en mi infancia hice con mi familia. Es claro que esos instantes poéticos son efímeros, fugaces, pero ahí surge el poema, el lenguaje que los fija en palabras y los hace hasta cierto punto perdurables y, al mismo tiempo, comunicables, compartibles. Aquí me gustaría referirme a Vitrales de la memoria, libro que tiene que ver no ya con fijación del presente fugaz, sino con la recuperación del pasado que intempestivamente surge o vuelve en el presente. Ese poemario trata de recuperar y comunicar los paisajes de mi infancia y adolescencia: el altiplano de Oruro, el balneario de Capachos; la casa paterna, la plaza Colón, los cines de Cochabamba; paisajes en los que los vuelven presencias familiares de entonces (el abuelo, el condiscípulo de la escuela, los compañeros de juego), así como memorables figuras de diversos ámbitos: Marilyn Monroe, Natalie Wood, Enrique Omar Sívori. La mayoría de esos poemas son elegías, pero siempre más rememoración que lamento, en una escritura obediente al deseo de prolongar su permanencia en la memoria. La mayoría de esos poemas son elegías, pero siempre más rememoración que lamento, en una escritura obediente al deseo de prolongar su permanencia en la memoria. Añado de paso que este libro constituye un complemento y, a la vez, un contrapunto de un libro de juventud: Ferviente humo (1976), cuya reedición por Pre-Textos en mi poesía reunida se acrecienta ahora con un poema de homenaje a Alejandra Pizarnik. Digo que Vitrales de la memoria es complemento y continuidad de ese libro, pues el tema o la sustancia de los poemas son igualmente la memoria, los recuerdos y la experiencia del olvido. Y es un contrapunto, en la medida en que los poemas manifiestan un aliento afirmativo, un entusiasmo del sujeto al revivir su pasado y cifrarlo tras las reminiscencias súbitamente surgidas en su presente. Distintamente, en Ferviente humo, las personas poéticas o voces de los poemas (Safo, Violeta Parra, la propia Alejandra Pizarnik, Jaime Saenz, y otros) testimonian una incurable nostalgia y un sentimiento de soledad y desamparo frente a la inutilidad de los recuerdos y la omnipotencia final del olvido.

— ¿Es el poema la mejor expresión literaria para penetrar en la realidad?

— Es una de las expresiones que cala o viene de lo más hondo de la condición humana, incluida en ésta la inclinación al juego, a la invención imaginaria.

— Al paso del instante, aún siendo un libro que recobra el pasado y es en alguna medida melancólico, también hay un presente. En los poemas La llaga, Lamento, El duelo, Travesía urbana, nos hace sentir vértigo y miedo, como esa “niña que cruza delante de un tanque” ante un presente de guerras y crueldades ¿Hay una voz de denuncia?

— Los tres primeros poemas que mencionas pertenecen a El paraguas de Manhattan, y fueron escritos a raíz del atentado terrorista que segó tantas vidas en esa entrañable ciudad. Travesía urbana expresa la violencia latente que amenaza a cada individuo en su tránsito por la ciudad.

La imagen de la niña que cruza delante de un tanque en la franja de Gaza es una ilustración de esa indefensión de los más débiles sometidos a una violencia cruel. Esa indignación civil contra la violencia se manifiesta a lo largo de mi obra: Razón ardiente, un poema escrito en París en 1980 a raíz del golpe de Estado tramado por un grupo de militares narcotraficantes que impusieron el terror, la tortura y el exilio en mi país, es el más intenso y dramático. Esa misma indignación se oye en poemas de distinto espíritu, como Yaba Alberto y Desde tu cuerpo, el primero, una elegía por la muerte de mi padre, y el segundo, una celebración del nacimiento de mi hijo Gabriel.

— ¿No es paradójico que, viviendo en un momento donde todo es un instante y nada se recuerda, usted escriba un libro donde el tema principal sea recobrar el tiempo? ¿Cree que la poesía tiene un lugar en la época en que vivimos?

— Paradójico lo es, pero es que la literatura, especialmente la poesía, siempre se escribe a contracorriente. No sé cuál sea el sitio de la poesía en este tiempo y menos su futuro. Pero creo, o quiero creer, que la poesía, como el cuento, ha de sobrevivir o perdurar en nuestra historia, aunque ignoro el tiempo y el modo.

— ¿Qué espera de los lectores de sus poemas?

— Al escribirlos, nada. Una vez escritos y publicados, que encuentren varios lectores que se reconozcan en ellos, es decir que los recreen y les den realidad con su lectura.

— Todo lector se pregunta siempre por las devociones de sus autores. ¿Qué poetas le han influido más?

— Como dices, es una pregunta casi obligada. Pero esta vez prefiero nombrar a algunos autores (en una lista aun así incompleta), que sigo releyendo y que incidieron en mi escritura. Desde mis 20 a los 40 años, una lectura ritual fue El Quijote. Lo leía cada año, la primera quincena de enero, y, desde luego, lo sigo frecuentando. Un poema, De escudero a caballero, en la voz de Sancho

—para mí, el personaje masculino de novela más entrañable o querible— es mi modesto homenaje a la novela y al personaje. Los poetas clásicos de nuestra lengua, de Jorge Manrique a Góngora y Quevedo, fueron lectura de cabecera. En 1967, en la facultad de Letras de Niza, León Cellier, en un seminario sobre las Flores del mal, me abrió los ojos al universo de la obra de Baudelaire, ese Dante de la poesía moderna, como bien lo calificó T.S. Eliot. Años más tarde, conocí la obra poética y ensayística de Octavio Paz, su poesía, como ninguna otra, me reveló el presente. Los poemas de Ladera este repercutieron en la composición espacial de numerosos poemas míos. La escritura caligramática practicada en Morada y Mirabilia, proviene de las lecturas de Apollinaire y de los ideogramas de José Juan Tablada, quien asimismo me llevó a la lectura de Basho, Buson, Issa y otros maestros del haiku, esa forma tan fascinante que he cultivado desde entonces. En mi memoria, la gestación de Mirabilia  se corresponde con mi primera lectura de Le parti pris de choses, de Francis Ponge. Tal vez su impronta sea ostensible en el ciclo Celebraciones. Así lo vio hace tiempo Alicia Dujovne, quien en una reseña panorámica de la literatura latinoamericana de esos años publicada en Le Monde, se refería a ese libro mío como obra de “un Ponge boliviano”. ¡Menudo elogio, ya quisiera yo que fuese verdad! En este recuento no puedo pasar por alto la obra de Vicente Huidobro, a la cual dediqué un libro breve, consistente en una lectura de su obra desde el punto de vista de la imagen. Mis verdaderas lecturas de Ovidio, Cátulo y Lucrecio y Dante se dieron más bien en la madurez. De ellos, el que más incidió en mi escritura es sin duda Lucrecio, tan presente en varios poemas de Camino de cualquier parte. Asimismo, la factura de varios poemas de este libro trasluce, en el espíritu y la letra, mis lecturas de Jorge Guillén. Walt Whitman y Emily Dickinson a William Carlos Williams y Wallace Stevens, son los poetas en lengua inglesa que más frecuento. Ya señalé la repercusión de los cuentos de Cortázar en mi obra. Al autor de Pedro Páramo, le debo la Carta a la inolvidable, una carta en verso dirigida a Susana San Juan. Todos ellos, y muchos otros (Homero, Shakespeare, Borges…) formaron mi sensibilidad, y están presentes implícita o explícitamente presentes en lo que he escrito.

— ¿Qué relación tiene con la poesía boliviana?

— Una relación familiar, íntima. La poesía boliviana, desde el modernismo al presente, es junto a la pintura y el folklore, una de las mayores aportaciones de la cultura boliviana, pues ofrece un corpus poético compacto, pleno de obras singulares como las de Ricardo Jaimes Freyre, Gregorio Reynolds, Óscar Cerruto, Jaime Saenz, Edmundo Camargo y Pedro Shimose, entre varios otros. Cuatro libros míos, antologías precedidas de ensayos o sobre cada uno de los poetas incluidos, muestran el interés y el fervor indeclinables con que sigo la poesía boliviana.