Alguna vez escribí que lo que más me había asombrado de El paraguas de Manhattan (2004) era su frescura y el equilibrio entre narratividad y epifanía. Al leer ahora toda la obra escrita por Eduardo Mitre (Bolivia, 1943) desde 1965 hasta 1998, un total de siete poemarios, he podido comprobar que ese momento de especial felicidad poética del libro citado tiene una historia coherente, un seguimiento a lo largo de los años en los que ha ido decantando sus temas y procedimientos, asimilando las influencias, es decir: transformándolas en su propia aventura poética, cuya raíz ya estaba en su primera obra y no ha hecho sino crecer al despojarse, tomar presencia al aceptar la ligereza profunda del humor aliado a la melancolía. Humor y melancolía son dos estados de ánimo y dos procedimientos muy evidentes en Mitre. Por el humor, las cosas muestran siempre un brillo que las torna ligeras, y no sólo esto: nos muestra la realidad, incluso la más grave, sostenida en una sonrisa. La melancolía deviene de la imposibilidad de la acción, de todo lo que ya no nos parece posible, y también de la meditación sobre el tiempo: lugar de las apariciones, es decir, apariciones del tiempo, que a su vez se desfonda en instantes, tan tangibles como inasibles, tan reales como evasivos. ¿Acaso no es Lucrecio, el poeta epicúreo y meditador del deseo una de las referencias que recorren la obra del poeta?

JOVEN. El primer poemario que abre esta colecta se titula Elegía a una muchacha (1965). Está compuesto por un único poema extraído de lo que sin duda sería una obra más extensa. Mitre era entonces un joven poeta, pero ya, en su discreto hermetismo lírico que iría abandonando, siguiendo una tradición que tuvo en el barroco su momento estelar, y que tiene por figuras más cercanas a López Velarde y César Vallejo, observa que “Hay algo que cae/ a cada instante/ tras tu espalda”. También colinda con Andrew Marvell: “Pero a mi espalda, cada vez más cerca, del tiempo escucho siempre el carro alado”…

Amor, erotismo, amistad, humor, melancolía y canto elegíaco. También, evocación de la fraternidad fundadora, familiar, como un espacio tan real como fantasmal. En Ferviente humo (1976) hay tantas presencias como fantasmas. Evocaciones nostálgicas y a la vez aceptación de lo irreparable del tiempo. Diálogos con las ausencias, “olvido y piedra”: suerte de cenotafios que hablan de personas pero también de lugares, de pueblos que son piedras y viento. ¿Cómo no pensar a veces en el imaginario de Juan Rulfo?

Creo que Morada (1975) marca un hito en la poesía de Mitre, donde se produce una acentuación de la mirada, del mundo que está ahí y que, a su vez, gracias al poema, lo muestra hecho de palabras. No por ello creo que se trate de uno de sus mejores libros, sino de un momento de transformación, de búsqueda que se resuelve años más tarde en una vuelta a sí mismo, pero ya cambiado. En las artes no sólo hay influencias sino concomitancias, y a veces las he percibido en relación al poeta inglés Charles Tomlinson (1927). Visiones (en el sentido más realista de este término) visitables, o como diría el poeta inglés: “soy lo que veo”, es decir: de la manera en que veo. También, a partir de entonces, y con resultados diversos, Octavio Paz. La presencia de Paz en Mitre ha sido fructífera, y por una razón elemental: ha sabido finalmente transformar lo vivido en la poesía del poeta mexicano en su propia obra. Así, Mitre ha logrado ser más él mismo.

Las tentativas en la disposición de los versos, siguiendo todo lo inventado por la poesía inglesa y francesa de comienzos de siglo XX, desembocan en el caligrama. Apollinaire, sí, pero también Vicente Huidobro, el poeta que quiso hacer del poema la cosa misma, no una realidad subsidiaria de otra realidad. Pero Mitre no ignora que las tentativas de Altazor, además de generar un poema espléndido, se resuelven en un fracaso filosófico: todo poema se lee, las palabras fluctúan, son porque significan, es decir, que su ser está mediado por una insuficiencia que es a su vez su fuerza: el concepto inherente a toda significación. Cierto, “Como el poema, la silla es un atado de líneas./ La silla sostiene al que escribe estas líneas” (La silla). Y sin duda el poema sostiene también al poeta, al hombre necesitado no sólo de sentarse sino de ser. Mitre, es en cierto sentido, de la estirpe de Jorge Guillén, un poeta para el que el mundo existe, para quien las cosas existen.

También, y sin contradicción, de López Velarde: el poeta cuya conciencia oscila entre las cosas, impenetrables y enigmáticas, aunque a veces, en el caso específico de Mitre, la compasión y la imaginación las anima, y ahí asistimos a algunos de los momentos memorables de su obra.
Mitre es un poeta consciente de que las palabras parpadean, forcejean constantemente con sus construcciones: son espejos y, al tiempo, transparentan; son intangibles cuando nos hacen penetrar en la realidad; son, finalmente, nosotros mismos. Hay escisión, un hueco que está en las cosas o en las palabras y cuya conciencia en Mitre tiene la forma de la culpa. ¿Quizás deberíamos callarnos? No, Mitre sabe que la respuesta es un lenguaje no lineal que devuelva a las palabras su sentido. ¿Cuál? Si todo es ajeno a las palabras, entonces la presencia del poeta, su inminencia de lenguaje, es una falta (así lo afirma Mitre); pero también es la posibilidad de que el mundo (Mallarmé) sea lenguaje y podamos al fin verlo.

INSTANTE. Mitre oscila entre lo narrativo y lo fragmentario, es decir, expresa una poética del instante y de la fluidez de lo temporal, de la reconstrucción o invención de la memoria. Es la misma relación que tiene con lo que podemos denominar realidad (lo que finalmente siempre está ahí, lo que resiste) y su ausencia: “cada una/ lee las huellas/que la otra deja” (Presencia alterna). Este diálogo es cada vez más intenso y felizmente resuelto (y ampliado temáticamente) a partir de La luz del regreso (1990): su voz se va decantando al tiempo que el mundo se hace cada vez más anecdótico, como si el poeta se hubiera echado a andar por la ciudad y, a la vez, por el poema: ese caracol de palabras donde oímos la honda y sencilla respiración del mundo. El poema es la presencia de una ausencia, pero la ausencia es la presencia que nos habita.

Mitre es también un poeta del amor, ya lo dije, y uno de los más delicados e intensos. Mordido por el erotismo y el deseo (cuyos enigmas son “el laberinto de la soledad”), hay una fatal errancia por cuerpos y nombres en los que percibe un fugaz infinito. Poeta de lo cotidiano y de las cosas, asistido por una imaginación que juega con la seriedad del niño (como en el caso del poeta Orlando González Esteva: ambos tienen afinidades), ha visto el mundo inanimado con la compasión de un sabio budista asistido por una melancólica sonrisa. Cada vez más poeta del tiempo y del espacio (léase el magnífico poema El espacio), lo es de los sucesos mínimos que se vuelven inmensos sin dejar de ser cotidianos y sencillos. Una voluntad de rescate de lo imperceptible, de aquello que parece relegado al olvido, resuelto finalmente en una celebración epifánica. A media voz, es el tono de Mitre: sin levitar ni sacrificar los pies a las huellas, como afirma en uno de sus poemas. Si la realidad es una presencia alterna, el poema es el puente que une ambos momentos.