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Un sentido de camaradería

En breve, Alfaguara pondrá en circulación ‘Mala índole’, el volumen que recoge los cuentos ‘aceptados y aceptables’ de Marías. Adelantamos esta historia de bodas, inédita en forma de libro

/ 4 de noviembre de 2012 / 04:00

Salí a fumar un cigarrillo, el cura se estaba alargando. Me acerqué hasta la balconada, ante mis ojos el campo de Ronda, una gran extensión dominada desde lo alto pero no muy alto, una visión en cinemascope, se sentía la anchura más que la altura, una vista parecida a la que había contemplado otras veces desde el hotel famoso con la estatua negra e incongruente del poeta Rilke a la espalda, también le enseñan a uno su habitación no alquilable, un minúsculo museo. Apoyé el pie sobre el barandal inferior de la balconada, mi pie un poco alzado, encendí el pitillo contra el viento sin trabas, o era sólo un aire fuerte que estimulaba y no molestaba, el de un día despejado de primeros de marzo, todavía invierno para el calendario.

Como si lo hubiera animado o contagiado —casi nunca se sale una sola persona de los actos públicos, se sale una y otras la imitan envalentonadas, aunque sea en mitad de un concierto o de una conferencia, el erudito o el músico balbucean un instante y se descorazonan, sus palabras o sus notas sin querer vacilan y un segundo se hunden—, otro hombre salió tras mis pasos, no se demoró ni diez segundos. Apoyó un pie pequeño lo mismo que yo, sobre el barandal, a una distancia de tres zancadas a mi izquierda, sacó un mechero brillante que habría de andar recargando, guareció la llama con su mano.

—Ese cura se está alargando —dijo—, parece que hay para rato.
En seguida le noté el acento andaluz, pero no muy pronunciado, como corregido y controlado, seguramente era alguien que casi lograba disimularlo cuando no estaba en su tierra y que lo recuperaba fácil cuando volvía a ella, un hombre mimético e indeciso. No sé yo por qué tiene que haber tanta homilía. Pensé que no era esa seguramente la palabra apropiada para las disquisiciones más o menos matrimoniales que estaba soltando aquel cura verboso a los contrayentes, pero hace mucho que no voy por iglesias e ignoro el término exacto, amonestaciones, admoniciones, no, eso me suena que las reciben antes los novios, sean lo que sean, que no tengo idea.

—Hombre —dije—, el cura tiene que aprovechar sus oportunidades. Para una vez que se le habrá llenado el templo…
—No se crea —respondió el individuo—, aquí en el sur no andan tan despojados como en otros sitios. Me llamo Baringo Roy. ¿Es usted del novio o de la novia?

Me pregunté si habría querido decir lo que había dicho o si le había salido por “despoblados”. Había soltado sus dos apellidos con naturalidad y sin énfasis, como si fuera un árbitro de fútbol, como quien acostumbra a utilizarlos siempre, García Lorca o Sánchez Ferlosio. Sólo que llamándose de primero algo tan infrecuente como Baringo, no veía uno necesidad de segundo.

De ninguno de los dos, supongo. He venido desde Madrid acompañando a una amiga que no conduce. Ella es prima del novio, pero yo no los había visto nunca hasta ahora, ni a él ni a la novia. Bueno, aún no les he visto las caras siquiera, sólo avanzar por la nave y luego ante el altar, de espaldas.

Se volvió hacia mí, hasta aquel momento sólo había imitado mi postura, el pie sobre el barandal inferior, mirando al frente a los campos anchos y amenos, ladeando un poco el cuello al presentarse, sin llegar a torcerlo.

—Ah, esa prima guapita de Madrid, ya la he visto —dijo—. Cómo se llama, María, ¿no? Me la han presentado hace un instante.

—Sí, esa guapita —contesté, y pensé que el diminutivo no le habría sentado muy bien a ella, de haberlo oído. Ya se lo contaría yo, para burlarme un poco—. Y usted qué, de la novia —añadí, proponiéndolo más que preguntándolo. Lo dije por corresponder, me traía sin cuidado, no sentía curiosidad alguna por aquella gente, sólo estaba haciéndole un favor a María, que va mucho a bodas, yo no voy nunca, si me toca me escurro y mando en mi lugar un buen regalo.

—Bueno —respondió Baringo—, soy de los dos, a los dos los trato. Pero más de la novia en realidad, la conocía ya de antes. No mucho antes que a él, pero sí algo antes. Y a ella la conocí también antes, antes de que la conociera él, me refiero.

Como no prestaba atención apenas, aquello me pareció un lío, pero no estaba dispuesto a que me lo aclarara, me traía sin cuidado, la gente da a menudo demasiadas explicaciones sin que se las pida nadie, hay mucha a la que le resulta vital puntualizar y dejar muy claras sus insignificancias ante los desconocidos, es gente con tiempo, así son los andaluces premiosos, otros son muy taciturnos y hay que arrancarles los vocablos, otros son ligeros y rápidos. Será de los premiosos, pensé, y ahora me volví también yo hacia él, por vez primera, y lo miré mejor. Era de mediana estatura y tirando a corpulento, un poco cuadrado, no tanto para sospecharle gimnasio diario, quizá era su constitución tan sólo.

Llevaba unas gafas con montura de carey muy claro, le hacían los ojos chicos, un miope considerable, también le daban un aire levemente profesoral que no acababa de casar con su tez muy tostada, del mismo color que sus labios gruesos, como si ambas cosas, tez y labios, formaran un continuum de tonalidades. Vi que iba muy puesto incluso para asistir a una boda, e intenté descifrar en qué consistía el exceso. No fue difícil: el corte de su traje (también su corbata), aunque de un gris algo pálido para estar aún en invierno, hacía pensar en un chaqué indefectiblemente, un chaqué falso o aproximado, que le confería un aspecto de novio suplente o segundo novio, más que de mero invitado.

—Ya —dije, más que nada para corresponder a su pausa y evitar que empezara a explicar su trabalenguas previo.

Al darle yo la cara él giró de nuevo, para mirar hacia la iglesia ahora, apoyados los codos en la barandilla. Hizo con la cabeza un gesto hacia aquella iglesia, como si la señalara con las cejas. Ese gesto lo repitió aún dos veces antes de hablar de nuevo, como si con él tomara carrerilla.
Dijo: —A la novia, sabe usted, yo me la he tirado.

Debo reconocer que me hizo gracia, y quizá pensé: Ah, un despechado. No había en el comentario tanto desprecio ni fanfarronería cuanto un elemento de puerilidad irresistible que estoy harto de ver en los hombres, también alguna vez en mí mismo. No me gustan los que alardean de esa clase de hazañas, con frecuencia falsamente, pero en él había, en principio al menos, más un tono de reivindicación posesiva que de simple jactancia. Pensé: Una de dos: o esto no lo sabe nadie y él ha estallado mientras la ve casarse, ha tenido que soltárselo a alguien —bien elegido, no peligroso, un forastero— mientras la ve alejarse, o bien lo sabe todo el mundo —fueron novios o pareja, por ejemplo— y lo que él no ha soportado es que hubiera aquí un individuo, uno de Madrid indiferente, no enterado de su pasado vínculo. Y como me hizo gracia su aserto, no pude evitar responder con una ocurrencia algo bromista, a menudo no sé aguantarme las bromas ni las ocurrencias.

—Bueno —dije—, imagino que no será el único.

—¿Qué quiere decir con eso? —Se puso en guardia al instante.— No señor, no malinterprete, que no habrá muchos que puedan afirmar lo mismo.

Había ofendido el buen nombre de la novia, que, según muy antiguos cánones, él había ofendido primero ante un completo desconocido y en medio del sacramento. Cómo ha cambiado todo, pensé. Todavía no ha empezado el XXI propiamente y el noventa por ciento de la literatura española del siglo XX es ya una antigualla en sus asuntos al menos, algo tan remoto como Calderón de la Barca. Al museo, Valle y Lorca y tantos otros que vinieron luego, son ya pura arqueología.

—No, si yo no la conozco, ya le he dicho, estoy aquí de prestado. Pero vamos, que esa novia rondará los treinta, y en fin, lo normal, como todo el mundo, habrá tenido alguna experiencia. Mejorando lo presente —añadí sin poder contenerme—. ¿Lo sabe el novio?
Baringo Roy se alzó un poco las gafas con el dedo corazón de su mano izquierda, mientras con la derecha me ofrecía su cajetilla. Le cogí un pitillo, no respondió hasta que hubimos encendido ambos con su ostentoso mechero, la llama guarecida por nuestras cuatro manos del aire rondeño que corría sin impedimentos.

—Sabe y no sabe —dijo, tras acodarse de nuevo sobre la barandilla dando la espalda al paisaje—. Es un imbécil. Sabe, sabe, pero a la vez no puede ni imaginárselo. Yo a su novia, que estará ahí con su velo y su ramo venga a soltarle promesas —y volvió a señalar hacia la iglesia, quizá esta vez con una y no con dos cejas—, la he tenido, sabe usted, como he querido. A mis pies, de rodillas, encima, debajo, de frente, de espaldas, de lado y en ángulo. Una fiera. Conmigo, una fiera. —Y levantó un índice en dos tiempos, como dibujando una voluta en el aire.

No me caía mal aquel tipo, Baringo Roy. Quizá estaba despechado en efecto y además era algo chulo, pero más en lo que decía que en el tono empleado. No había exactamente despecho en aquel tono, ni ganas de humillar a los contrayentes. No era eso lo que lo impelía a hablar, su indiscreción parecía responder más bien al deseo de establecer una verdad en un momento crucial aunque inadecuado, de hacer constar unos hechos. No es que se expresara con desapasionamiento (había habido vehemencia, y también estima, al decir ‘una fiera’), pero su tono tampoco denotaba rabia ni afán de venganza, deseo de desprestigiar la ceremonia que se celebraba en aquel instante ni rencor hacia la novia, ni hacia el novio siquiera. Tenía claro que era un imbécil, pero eso era todo, así lo había calificado como quien enuncia algo sabido y manifiesto, no tanto su opinión o su particular insulto cuanto una idea comúnmente aceptada. Y como no me caía mal aquel Baringo, seguí dejándome llevar por las bromas que suele propiciar ese sentido de camaradería que se da de inmediato entre los varones si no se atacan ni rivalizan, hoy tan mal visto ese sentido. Uno suele saber en seguida cómo son los otros porque lleva viéndolos la vida entera, lleva viéndolos desde niños, en el colegio y en la calle. Muchas veces los desaprueba o hasta los detesta al primer vistazo, pero es por lo mismo, porque uno los “ve” casi siempre, los comprende o los reconoce o se reconoce, sabe que podría ser como el peor de ellos sin demasiado esfuerzo, al contrario: el esfuerzo lo hacemos constantemente para no ser como los peores de ellos. Así que le dije:

—Bueno, si se pasaba de fiera a lo mejor no hace usted mal negocio con que se encargue el novio. A ver si iba usted a fatigárseme.
Me miró como a un renacuajo, aunque yo le sacaba unos cinco centímetros de estatura. Su expresión fue tan inequívoca que creí que le iba a salir ya del todo su vertiente chulesca: Qué dices chalao, algo de ese estilo. No llegó a tanto, quizá porque no era mi impertinencia probable lo que lo tenía estupefacto, sino mi consideración para él ingenua del contrayente.

—Qué novio ni qué novio, el imbécil ese. Ese duerme con patuquines, hombre.

—¿Lo dice por inexperto? A lo mejor su fiera logra quitárselos, ¿no?

Aún me miraba como a un gusano.

—No, lo digo por imbécil, ese no tiene aprendizaje posible. Y además, ojo: he dicho una fiera, conmigo. Conmigo. Yo soy muy sexual, usted no sabe. He estado hasta con travestis.

No veía mucho la relación, intenté buscársela, por educación más que nada:

—Ya ya —dije—. Se dice que son los heterosexuales los que van con travestis…

—No le quepa duda —me interrumpió tajante.

Aquella extraña derivación me resultaba embarazosa, no tenía las ideas demasiado claras al respecto. Me sentía más cómodo con la fiera a solas, así que volví a Baringo y a ella.

—Lo que no entiendo entonces es por qué no está usted ahí en el presbiterio, en vez del de los patucos. ¿O es que está ya casado? No quiero ser indiscreto, pero como me está contando…

Baringo Roy se rió con una carcajada seca y corta, como si no quisiera dejar lugar a dudas de que era una risa sarcástica, hubo énfasis en ella. Luego resopló dos veces con sus gruesos labios del color de su carne.

—A mí no se me ha visto ni se me verá jamás en ese sitio, yo no puedo permitírmelo, yo estoy siempre del otro lado. Soy muy sexual, ya le digo, pero por eso mismo no me conviene estar nunca a mano. A mano de nadie, me entiende. Soy el que no está siempre, soy la excepción y la fiesta. No soportaría notar un día que la fiesta está en otra parte, y no me refiero ahora sólo al sexo, sino en general a todo, a la diversión, al estímulo, a lo inesperado. También al sexo, por supuesto, y no hay nada que hacer contra eso, juzgue usted: lo que no sabe ese imbécil es que hace sólo quince días también me tiré a su novia, y además ante sus ojos, como quien dice. Estábamos un grupo de amigos grande cenando en un restaurante de Sevilla, él y ella incluidos. A los postres me levanté y fui al lavabo. Ella apareció a los dos minutos, coincidimos en el pasillo, ella de ida y yo ya de vuelta. Allí mismo me la tiré en un santiamén, en el lavabo de caballeros, tiramos de pestillo y fuera.

—En un santiamén tuvo que ser, desde luego. —Tampoco pude ahorrarme este comentario, creo que en esta ocasión por estar muy impresionado.

Baringo Roy lo pasó por alto, le quedaba por decir todavía.

—Y lo que tampoco puede saber es que dentro de otros quince días, cuando hayan vuelto de su viajecito de novios, sucederá lo mismo. No necesariamente en un lavabo, claro. Contra eso no hay voluntades que valgan, eso está comprobado. Puede que hoy no lo sepa ni ella, eh, yo no digo que esté actuando como una lagarta, no, en absoluto. Pasó eso hace quince días, pero hace siete la llamé y no quiso ni oírme: Ya está bien, se acabó del todo, me dijo; bueno, lo normal, la influencia, la cercanía de esto. —Y volvió a hacer su gesto de cejas hacia la iglesia, aunque con menos expresividad y menos brío, quizá la señaló sólo con las pestañas.— Yo lo entiendo, hay que ponerse en situación para una cosa como esta, si no se hace todo muy cuesta arriba. Pero de aquí a quince días no podrá aguantarse, ya lo verá.

—No, dudo que yo lo vea. —Intercalé otra ocurrencia, incorregible.— Nos volvemos a Madrid esta noche, después del jolgorio.

—No, claro, usted no, era una forma de hablar. Pero lo veré yo, y lo verá también ella. Contra eso no se lucha, usted debe saberlo. Y lo que sí va a poder ver es cómo ella me mirará cuando salgan, por muy recién casada que salga. Contra eso no se lucha, ni con la mirada. Lo que pasa es que casi nadie sabe verlas, las miradas.

Hube de fijarme en la suya. No se hacía muy conspicua, ni siquiera interpretable tras aquellas gafas que le achicaban los ojos. La curiosidad sí me crecía ahora, tenía ganas de verles a los dos la cara, al imbécil y a la fiera, capaz de tirar de pestillo en un santiamén, como había dicho Baringo. Apenas si había tenido un atisbo lateral de ambos, cuando habían recorrido por separado la nave. La impresión había sido de apostura. María decía que ese primo suyo era el más guapo de todos los primos, con diferencia, y la verdad es que ella es guapita y bien guapita, y se incluía. Pero eso no tiene nada que ver con lo que el individuo estaba nombrando.

—Estaré muy atento, descuide. —Eso le dije.

Y fue entonces, justo cuando le dije eso, cuando estuve ya seguro de lo contrario, de que haría lo imposible por no fijarme, por no estar atento a lo que de hecho sucedería. Lo supe por la desesperada convicción del hombre, Baringo Roy se llamaba. Encendió otro pitillo con algo más de agitación e impaciencia que los dos anteriores, impaciencia consigo mismo, hasta se le olvidó ofrecerme. Creo que se le olvidó porque en aquel momento empezamos a oír los murmullos de la ceremonia acabada, y acto seguido empezaron a surgir invitados por la puerta de la iglesia, poco a poco, escalonadamente, aún habría muchos saludándose dentro o arrastrando sus pies cansados, habría de deshacerse el atasco hasta que pudieran surgir los novios y entonces la gente que se iba quedando cerca, una vez fuera, los vitoreara y les arrojara flores, esperaba que al sur no hubiera llegado la costumbre del arroz prosaico.

Baringo Roy se separó de la balconada y dio un par de pasos en cuanto vio aparecer a los invitados menos lentos. Ya no me miró ni volvió a mirarme, se había olvidado de mí y de nuestra charla al instante, sin transición alguna aquel olvido. Dio otros dos pasos en dirección a la iglesia, y tras ellos ya lo tuve ante mi vista completamente de espaldas. No le sentaba mal el chaqué falso, sólo parecía inadecuado. Tiró el cigarrillo que acababa de encender, casi intacto, se acercó un poco más, aunque aún no tanto como para que sus conocidos se dirigieran ya a él y lo incorporaran a sus corrillos, y lo distrajeran con sus conversaciones. Sólo se juntó con los grupos cuando los vimos volverse hacia el pórtico, a la vez todos, para recibir por fin la salida de los recién casados, fiera e imbécil o imbécil y fiera. Alcancé a ver que en cuanto asomaron ambos sonrientes y cogidos del brazo, Baringo Roy prorrumpió en aplausos como los demás invitados, y los suyos eran muy fuertes, no se le podía negar entusiasmo, parecía auténtico y no fingido, o era acaso la devoción por ella. Entonces di media vuelta y miré otra vez hacia el campo ancho y ameno y dejé que el aire sin trabas me azotara de lleno el rostro. Ni siquiera iba a buscar con la mirada a María, de cuyo lado había huido hacía rato. No quería correr el riesgo de fijarme en la novia y comprobar con mis propios ojos que en ningún momento iba a dirigir hacia Baringo los suyos. Sabía que llegaría entre vítores hasta un automóvil engalanado y que se montaría en él con su imbécil y su larga cola sin tan siquiera acordarse de que allí estaba aquel individuo, tan pretérito de golpe, entre los invitados. No es que a él fuera a importarle que yo asistiera a esa mirada femenina ausente que en él no se detendría, Baringo Roy ya me había olvidado. Pero a mí sí me importaba y prefería no verla, porque para entonces ya estaba asentado y en marcha mi sentido de camaradería.

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William Faulkner a caballo

Hace 50 años, el 6 de julio de 1962, falleció el autor de ‘¡Absalón, Absalón!’ Dicen que murió a consecuencia de la caída de un caballo. El motivo es suficiente para que lo recuerde otro gran escritor

/ 8 de julio de 2012 / 04:00

Quiere la leyenda cursi de la literatura que William Faulkner escribiera su novela Mientras agonizo en el plazo de seis semanas y en la más precaria de las situaciones, a saber: mientras trabajaba de noche en una mina, con los folios apoyados en la carretilla volcada y alumbrándose con la mortecina linterna de su propio casco polvoriento. Es un intento por parte de la leyenda cursi de hacer ingresar a William Faulkner en las filas de los escritores pobres y sacrificados y un poquito proletarios. Lo de las seis semanas es lo único cierto: seis semanas de verano en las que aprovechó al máximo los larguísimos intervalos que le quedaban entre una paletada de carbón y otra a la caldera que tenía a su cuidado en una planta de energía eléctrica. Según Faulkner, allí nadie le molestaba, el ruido continuo de la enorme y vieja dinamo era “apaciguador” y el lugar “cálido y silencioso”.

De lo que no cabe duda es de su capacidad para abstraerse en la escritura o en la lectura. El empleo en la planta de energía eléctrica se lo había conseguido su padre después de que lo despidieran de su anterior puesto, administrador de la oficina de correos de la Universidad de Mississippi. Al parecer, hubo algún profesor que elevó quejas razonables: la única manera de obtener su correspondencia era rebuscando en el cubo de la basura de la puerta trasera, donde con frecuencia iban a parar directamente, sin abrir, las sacas recibidas. A Faulkner no le gustaba que le interrumpieran la lectura, y la venta de sellos decayó alarmantemente: a modo de explicación, Faulkner dijo a su familia que no estaba dispuesto a levantarse continuamente para atender a la ventanilla y mostrarse agradecido con cualquier hijo de perra que tuviera dos centavos para comprar un sello.

UN ODIO SIN TREGUA

Quizá fue allí donde incubó Faulkner una innegable aversión y desprecio por el correo. A su muerte se encontraron pilas de cartas, paquetes y manuscritos enviados por admiradores que jamás había abierto. En realidad sólo abría los sobres que le mandaban las editoriales, y éstos con muchas precauciones: hacía una pequeña ranura y los sacudía para ver si asomaba un cheque. Si no era así, la carta pasaba a formar parte de lo que puede esperar eternamente.

Su interés por los cheques fue siempre grande, pero no debe deducirse de ello que fuera un hombre codicioso o avaro. Era más bien un derrochador. Gastaba rápidamente lo que ganaba, luego vivía a crédito una temporada, hasta que llegaba un nuevo cheque. Pagaba sus deudas y volvía a gastar, sobre todo en caballos, tabaco y whisky. No tenía mucha ropa, pero la que tenía era cara. A los 19 años se ganó el sobrenombre de El Conde por su afectación en el vestir. Si la moda dictaba pantalones ceñidos, los suyos eran los más ceñidos de todo Oxford (Mississippi), la ciudad en que vivía. Salió de ella en 1916, para ir a Toronto a entrenarse con el Royal Flying Corps británico. Los americanos no lo habían aceptado por falta de estudios suficientes, y los ingleses no lo quisieron, por bajo, hasta que amenazó con volar para los alemanes.

En una ocasión un joven fue a visitarlo y lo encontró con la pipa apagada en una mano y la otra ocupada en sujetar la brida de un pony sobre el que montaba su hija Jill. El joven, para romper el hielo, preguntó desde cuándo montaba la niña. Faulkner no contestó enseguida. Luego dijo: “Desde hace tres años”, y añadió: “¿Sabe usted? Hay solamente tres cosas que una mujer deba saber hacer”. Hizo otra pausa y finalmente concluyó: “Decir la verdad, montar a caballo y firmar cheques”.

Aquella no era la primera hija que Faulkner había tenido de su mujer, Estelle, quien ya aportaba dos hijos de un matrimonio anterior. La primera que fue de ambos murió a los cinco días de nacer. La habían llamado Alabama. La madre estaba aún débil, en cama, los hermanos de Faulkner no se hallaban en la ciudad y no llegaron a verla. Faulkner no vio motivo para celebrar un funeral, ya que en cinco días a la niña sólo le había dado tiempo a convertirse en un recuerdo, no en alguien. Así que el padre la metió en su diminuto ataúd y la llevó hasta el cementerio sobre su regazo. A solas la depositó en su tumba, sin avisar a nadie.

CONTRA LA PARED

Al recibir el Premio Nobel en 1950, Faulkner empezó por resistirse a ir a Suecia, pero al final no sólo marchó, sino que, en “misiones del Departamento de Estado”, viajó por Europa y Asia. No lo pasaba demasiado bien en los incontables actos a que era invitado. En una fiesta dada en su honor por los Gallimard, sus editores franceses, se recuerda que después de cada pregunta de un periodista, contestaba escuetamente y daba un paso atrás. Por fin, paso a paso, se vio contra la pared, y sólo entonces los periodistas se apiadaron de él o lo dejaron por imposible. Acabó refugiándose en el jardín. Algunas personas decidían adentrarse en él anunciando que iban a charlar con William Faulkner, pero volvían al salón en seguida con la voz alterada y alguna excusa: “Qué frío hace ahí fuera”. Faulkner era taciturno, adoraba el silencio, y al fin y al cabo sólo había ido cinco veces en su vida al teatro: Hamlet tres veces. El sueño de una noche de verano y Ben-Hur era cuanto había visto. Tampoco había leído a Freud, o al menos eso contestó en una ocasión: “Nunca lo he leído. Tampoco Shakespeare lo leyó. Dudo de que lo leyera Melville, y estoy seguro de que Moby Dick no lo hizo”. El Quijote lo leía todos los años.

Pero también aseguraba que nunca decía la verdad. Al fin y al cabo, no era una mujer, con las que en cambio sí compartía la afición por los cheques y por montar a caballo. Siempre decía que había escrito Santuario, su novela más comercial, por dinero: “Lo necesitaba para comprar un buen caballo”.  También aseguraba que no visitaba mucho las grandes ciudades porque no podía ir hasta allí a caballo. Cuando ya empezaba a ser viejo y tanto su familia como los médicos se lo desaconsejaban seriamente, seguía saliendo a cabalgar y a saltar vallas, y se caía continuamente.

La última vez que montó a caballo sufrió una de esas caídas. Su mujer vio desde la casa el caballo de Faulkner, ensillado, con las riendas sueltas. Al no ver por allí a su marido, llamó al doctor Félix Linder y los dos salieron en su busca. Lo encontraron a más de media milla, cojeando, casi arrastrándose. El caballo lo había tirado y él no había podido levantarse, había caído de espaldas. El caballo se había alejado unos pasos, luego se había detenido y había mirado hacia atrás. Cuando Faulkner pudo levantarse, el caballo se le había acercado y lo había tocado con el morro. Faulkner había intentado agarrar las riendas pero había fallado. Luego el caballo había desaparecido en dirección a la casa.

William Faulkner pasó tiempo en cama, muy malherido y con grandes dolores. Aún no se había recuperado del todo cuando murió. Estaba en el hospital, en el que se lo había ingresado para comprobar cómo evolucionaba su estado. Pero la leyenda no quiere que muriera de eso, de la caída de su caballo. Lo mató una trombosis el 6 de julio de 1962, cuando todavía no había cumplido 65 años.

Cuando le preguntaban quiénes eran los mejores escritores norteamericanos de su tiempo, decía que todos habían fracasado, pero que el mejor fracaso había sido el de Thomas Wolfe, y el segundo mejor fracaso el de William Faulkner. Lo dijo y lo repitió durante muchos años, pero no hay que olvidar que Thomas Wolfe llevaba muerto desde 1938, es decir, durante casi todos aquellos años en que William Faulkner lo decía y estaba vivo.

Javier Marías es un escritor y editor español, autor de obras como ‘Negra espalda del tiempo’ o, la más reciente, ‘Los enamoramientos’

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