Nuevamente, como si hubiera reventado la bomba de presión que sostenía mi cuerpo, de repente y en aumento, sentía que me quedaba sin aliento. Dentro de mi cabeza, en este infinito espacio interior oscuro, intrincado y misterioso, brotaban lentamente, delgados tentáculos rígidos al principio y después incontenibles, que se movían cada vez con mayor ansiedad, desesperados y en todas las direcciones. Hasta que de pronto parecían ser absorbidos por un remolino que comenzaba a girar en círculos y enredarse.

Este infernal remolino, cual espiral creciente, estaba frente mío, cada vez más cercano, oscuro y aterrador. De repente una sensación de náuseas y de frío recorría mi cuerpo, partiendo desde mi vientre.

—¡No, no!, ¡otra vez no! —apenas llegaban a pronunciar mis labios, mientras mi inconsciente no se resignaba a perder la luz en el túnel elíptico que había comenzado a capturarme. Mis manos se ponían cada vez mas frías y rígidas, mi estómago se hundía quitándome el poco aire que aún me quedaba.

En mi último segundo de lucidez, busqué un lugar al lado de una escalera para sentarme, apreté el mango de una vieja escoba que estaba apoyada en la pared y poco a poco sentí que era absorbido por ese remolino, ya incontenible.

Enseguida venía a mi encuentro una figura en forma de león, cual fiera que había sido alcanzada por un disparo que no había logrado matarla, se me acercaba siguiendo la huella de la espiral que se había formado. Ya no había nada que hacer, mi cuerpo había comenzado a convulsionarse, mi pierna izquierda se contraía y se estiraba y mi mano había arrojado lejos la escoba.

Más o menos como a los 20 minutos —eso me dijeron porque yo había perdido la noción del tiempo— sentía que respiraba nuevamente. Como si hubiera exagerado haciendo gimnasia, tenía todo el cuerpo adormecido y me dolían en extremo los músculos y las articulaciones. Tardé otros cinco minutos en darme cuenta dónde me encontraba.

Alrededor de mi cuerpo desvanecido en el piso estaban mis familiares. Mi hermana que, no estoy seguro si por mi causa, cursaba el tercer año de la carrera de Medicina, sostenía mi cabeza y atrás dos de mis cinco hermanas, con sus guardapolvos blancos, listas para salir a su colegio en el turno de la tarde.

—¡No! ¡No es posible! ¡No puede ser! —exclamaba mi madre con una amargura que le recorría— ¡otra vez le ha venido su ataque! ¿Por qué?, si hace tiempo que ya estaba bien.

Su único hijo varón, su orgullo de superación personal, su oportunidad de trascender hacia la siguiente generación, se derrumbaba con cada crisis de epilepsia.

Mi padre, miraba al suelo, tratando de mostrarme una sonrisa de calma, con una mano en la mejilla y la otra con un dedo maltratado porque lo había puesto entre mis dientes para que no me mordiera la lengua.

—Hijo, ya pasó, descansa un rato y no te muevas, te voy a llevar a tu habitación —me dijo.
Mientras mi madre, con los ojos llenos de lágrimas decía en voz baja:

—¿Qué hemos hecho mal? ¿Por qué a mi hijo? ¡Si él siempre ha sido un niño sano!

—Mamá, ¡ese ya no soy yo! —le dije sin poder contener llanto sintiendo que el mundo se hundía a mis pies—. Hasta ahora he tratado de ser un ejemplo de optimismo. ¡Pero ya no puedo! Ya no seré lo que soñamos, ya no seré el profesional con maestría en el exterior. Sólo aspiro a ser un buen hijo, porque ni siquiera podré ser un buen padre, ¿Qué va a ser de mi vida, si cada cuatro días se me corta la vida y debo empezar de nuevo? Aunque los tengo a ustedes y a la Mariel, después de cada crisis me siento vacío y solo.

Después de una crisis epiléptica se pasa por momentos muy difíciles. Uno trata de reconstruirse, de motivarse, pero tu vida cada vez parece tener menos sentido y con cada crisis esto empeora.

—Vamos a buscar un curandero que te puede sanar —dijo mi madre—, tu abuela me ha contado que conoce uno muy bueno en Quillacollo. Dicen ha curado a muchos enfermos de epilepsia…

Después de casi un mes de aquella crisis, llegó el día de mi sesión con el curandero.

En la habitación de grueso adobe, casi totalmente oscura y llena de un humo denso y aromático, producto de la khoa que había sido preparada para mi curación, apenas se podía ver una olla de aluminio en la que hervían desde hacía rato algunas yerbas medicinales de todos los colores formas y aromas imaginables.

Una manta de lana de oveja negra estaba colgada en la silla y en el fondo dos ojos redondos y fijos reflejaban la tenue luz de una vela. Eran los ojos de una lechuza encerrada en una jaula improvisada. Yo sabía que como parte de la curación debía beber su sangre, todavía caliente y directamente de su cuello. Por un momento nos miramos fijamente y en una milésima de segundos sentí que me decía: “¿Por qué debo morir para que tú puedas curarte?” Sólo atine a responderle: “¡Tú no morirás, tú compartirás mi destino…!”.

Después de unos 20 minutos,  cuando ya se habían consumido los exóticos ingredientes de la khoa, mi cuerpo estaba totalmente húmedo, debido al vapor de la olla.

—¡Ha llegado el momento! —dijo el curandero y saco a la lechuza de su jaula. Sacó un filoso cuchillo y de un solo corte, con la pericia de un carnicero, le quitó la cabeza que cayó al piso. Inmediatamente la sangre comenzó a brotar de su cuello.

—¡Rápido, rápido! ¡Agárrala y toma su sangre —me decían los allí presentes. Acercaron el ave a mi boca. Dando un profundo suspiro comencé a beber su sangre, todavía caliente. Logré tomar el ave entre mis manos y aún se movía bruscamente.

—¡Ahora sí te vas a sanar!, lo he visto en la khoa —dijo el curandero.

A los tres meses de aquella sesión, nuevamente sentí a la fiera que rondaba por mi cabeza.

— ¡Carajo no puede ser! ¡Otra vez!
Otra vez la sensación de náuseas Estaba resignado a ser absorbido por la espiral del león. Hasta que de pronto, se me aparecieron los ojos de la

lechuza y la fiera poco a poco se fue alejando, parecía como asustada… Esto me pasó como cuatro veces más, cada vez con menos frecuencia.

Por mi parte, gracias al apoyo de mi familia y de mi novia, cumplía estrictamente con las recomendaciones del médico neurólogo que me atendía hacía ya más de cuatro años,  desde mis primeras convulsiones, en su consultorio en Cochabamba.

“Lo que no te mata te fortalece”, se dice. En mi caso así fue. No sé si las oraciones de mi madre, la medicina tradicional o la medicina científica, o tal vez el amor de una mujer, me han curado. Pero eso ya no importa. Lo que me revitaliza es que durante los cinco años que me duró la enfermedad, he podido graduarme de dos carreras universitarias, recibir el consuelo de hermosas mujeres, conseguir empleo y escribir mi historia.