A veces te entiendo que no sepas qué hacer en esta ciudad cosmopolita donde reina el metal del diablo. Comprendo que quizás por eso sólo se te ocurre relatar acerca de tu tan noble familia — ¡oh dechado de virtudes!—  como si ninguna otra cosa existiese en el orbe, como si a todos tendría que importar.

A veces te entiendo que busques marcharte por no encontrarte de bruces con tu sórdida y vieja soledad jugueteando al costado de tus recuerdos que no dejan tregua.

Por eso es que ahora emprendes viaje en tu lujoso coche con techo de lona y vidrieras, tirado por dos recios caballos y por detrás, tu recua de marrones mulas de cargamento donde llevas vuestro almofrez, petacas y mancerina entre otras cosas. Llevas también contigo tus dos esclavos

Tomases y tus cuatro perros cobrizos dignos de artilugios de diferenciación, bíblicos los primeros y lingüísticos los segundos, y te marchas tierra adentro hacia tus dos probables destinos: sino es a vacacionar hasta Cayara, al marquesado de Otavi, vas a trabajar hasta aquella corte de estos nuestros lares, pues he sabido que no sólo Madrid es corte, que existe otra corte más cercana pero por supuesto, más pequeña. Allí tienes casa, oficina, amigos, recuerdos, todo. Lo mismo de lo que escapas. ¿No es irónico amigo mío?

Por eso aunque no admitas que la soledad te está matando y siempre estés escapando de vos mismo y poniendo pretextos para quedarte o para irte según los  asuntos pendientes de vuestro juzgado sinodal y de Consultor y Comisario del Santo Oficio, tuvo razón San Pablo apóstol al decir que dura cosa es dar coces contra el aguijón, si al final de cuentas siempre acabas volviendo aquí, y es que eres de aquí, de allá y de acullá porque doquiera fueres, como una rotundísima coz te golpea la codicia.

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Sé que no me crees cuando hablo de expiación porque es una palabra como escabrosa, como prohibida en mis labios inocentes de niña.  Pero en este tiempo del fin, te juro Juana de Dios que no me importa nada más.

Por eso entro decididamente en tu aposento, y aunque me golpea el desorden y la humedad de tus lágrimas que flota en el ambiente, tomo asiento frente a tu ancha cuja con dosel y pienso que estoy logrando que fijes la mirada en mí aunque parece que tu mirada de color caramelo va perdida más allá de la vista que otorga la ventana, más allá de aquellas montañas azules y escarpadas.  

Te digo que llegar, hermana, a la expiación requiere de buena memoria y quizás un certero acercamiento a la muerte. Ambos requisitos son míos, o mejor dicho nuestros, con la única diferencia que a vos te importa un bledo. Primero fue nuestra buena madre que murió al dar a luz a su última vástaga cuando vos tenías apenas trece años y por ser la mayor tuviste que hacerte cargo del manejo de toda la casa con la servidumbre incluida, de tus cinco hermanas menores y de nuestro padre que era un santo que de Dios goce.

Un santo exigente, corriges sin mirarme y rompiendo tu silencio mientras nerviosamente te tiemblan los dedos por el frío húmedo o por la desolación, no lo sé. Pero finjo no oírte como tú haces conmigo hermana mía, a ver qué se siente.

Y prosigo con los recuerdos que son a la vez mi expiación: todo comenzó el día en que uno de los mejores amigos y confesor personal de papá, el buen padre José de Rivera, rector de la iglesia de indios de San Sebastián le nombró su albacea. Comenzó desde el mismo día que el padre José supo que debía hacer aquel viaje de tramitaciones que sus superiores le encargaron hacia la villa de Oruro donde la altura y el frío decían las gentes que era peor que los inviernos de las mismas Europas.

Recuerdo una conversación de sobremesa: papá contaba que se habían conocido cuando niños pues ambas familias eran muy cercanas porque se dedicaban al comercio de distintos beneficios como géneros de Castilla y giro comercial de armas y esclavos. A la cabeza de don Nicolás de Gil, alférez real, tanto los Rivera como los Gil, recibían mediante otros socios los productos desde España y se vendían en la villa de Cochabamba, en la villa de Tarija, en La Plata. Sin embargo, a raíz de su éxito comercial las familias se habían olvidado de Dios, papá contó que en una ocasión tan absortos estaban en sus afanes de un viaje de negocios que olvidaron que era viernes santo y comieron carne roja, cometiendo un sacrilegio.

Dicen que nuestro abuelo, Manuel Gil de los Ríos quiso expiar sus culpas y las de sus hijos mediante un cruel hierro puntiagudo que se ciñó al pecho por muchos años abandonándolo tan sólo para dormir. Ahí es que vieron la necesidad de incorporar a la iglesia a uno de su familia. Juan de Gil, nuestro tío paterno pálido y alegre fue el elegido y a los veinticuatro años ordenado clérigo levita de órdenes menores para luego de confirmados, retirarse del mundo a su hacienda llamada Callejas la Alta, dentro de la cual construyó con sus propias manos una pequeña ermita hecha con adobes en Mizque. Se retiró después de haber sido un próspero comerciante de esclavos, pero al irse a Mizque, dio carta de libertad a sus tres esclavos personales y vivió en completa soledad, en absoluto reposo, rezando y ayunando, ayunando y rezando. Fue el tío Juan de Gil quien quiso acabar con la  expiación de su padre, nuestro abuelo, pues el mismo año que se retiró a Mizque, Manuel Gil de los Ríos se quitó el cilicio, aunque los años que continuó viviendo recorrió de rodillas la procesión de Semana Santa, como lo había hecho tradicionalmente su familia en Sevilla, cubierta la cara con un capirote negro con dos orificios para los ojos y dándose de latigazos en los lomos desnudos.

Algo parecido ocurrió con la conciencia religiosa de los Rivera y así fue que desde muy joven, el padre José estudió en el Seminario Conciliar de San Cristóbal y se graduó con una ceremonia en la que le dieron montones de medallas, una ceremonia con honores como no podía ser de otra manera, lo que le valió su rápido ascenso en la carrera eclesial, pues como sabes llegó a ser rector del colegio de San Juan y hasta rector de la Universidad, antes de que lo fuera nuestro padre, a diferencia de nuestro tío Juan de Gil que jamás tuvo un cargo decente y murió de pobre en su ermita.

Murió de santidad, me corriges nuevamente y casi ya no puedo soportarte más. Pero finjo no oírte hermana mía, al igual que vos haces conmigo, a ver qué se siente.

Sí, hermana, pobre pero santo, ¡el orgullo de la familia! me burlo del tío Juan de Gil y de paso, de vos, pero no lo pronuncio, sino que tan sólo lo pienso porque no quiero discutir contigo. Lo que sí pronuncio es que nunca olvidaré el último día en que el padre José vino a casa, abrigados sus lomos con una capa oscura de vicuña. Eran como las cuatro de la tarde, nuestro padre redactaba a su amanuense los otrosíes que por falta de tiempo no redactó en su despacho de la Universidad, ¡pero cómo!, dijo nuestro padre dirigiéndose a su amigo, no hacía falta que vinieses que si me decías partía en este instante a buscarte. El padre José sonrió bondadosamente y dijo que no, que no hacía falta, le mostró la carta de su superior, le contó a papá que por su salud traspuesta había retrasado por mucho tiempo el viaje a Oruro, pero ya no sería posible posponerlo más porque su vida se había caracterizado por cumplir las órdenes superiores sin discusión alguna. Sin embargo, continuó el padre José, ante cualquier cosa que pudiere suceder, he venido para llevarte donde el notario ya que quiero seas mi albacea.

Por supuesto, papá aceptó con esa natural virtud que emanaba de sus pupilas, sin saber que era la última vez que veía a su amigo. El padre José partió al siguiente día y al llegar a Oruro se puso tan morado que murió allí con las venas reventadas por la presión y los oídos sangrantes.

En su testamento había dejado todos sus bienes a nuestro padre y unos cuantos mandatos testamentarios como que conservase su biblioteca que era su mayor tesoro pues le había costado toda una vida de búsquedas y sacrificios varios en pos de los mejores y más raros ejemplares.

Asimismo, pidió ser enterrado sin gloria pero con dignidad, en una cripta cerca del altar de San Sebastián y papá puso tanto esfuerzo en aquella empresa que comenzó a enfermar. El cadáver del sacerdote llegó a ésta muy descompuesto y hubo que llamar al médico barbero y hasta a un indio curandero para que hicieran algo, pero ambos opinaron que lo mejor sería enterrarlo inmediatamente, sin misas ni rito alguno, lo que en efecto se hizo.

Aturdido por una tos incesante, papá trasladó la biblioteca de su amigo hasta nuestra casa, para lo que se necesitaron cuatro indios para cargar los más de dos mil volúmenes.

Pero faltaba lo peor, hermana. Poco antes de morir el padre José de Rivera, había dormido el sueño de los justos su amigo personal el padre Josep de Suero, un asturiano de ascendencia, culto, gordo y rico, rector que había sido de San Bernardo y San Lorenzo en Potosí y abogado del juzgado sinodal así como Consultor y Comisario del Santo Oficio de esta ciudad donde moramos. Toda una personalidad oficiosa que entre sus extravagancias varias, había nombrado como albacea al padre José de Rivera, que como sabes hermana a su vez había dejado la responsabilidad de albaceazgo a nuestro padre, así que en la práctica nuestro padre quedaba con las posesiones de ambos sacerdotes sin saber que él también moriría de tos sangrante en el hospital de San Juan de Dios en menos de lo que canta un gallo: poco menos de un año después de la muerte de ambos sacerdotes.

Murió en el hospital convento de los hermanos juandedianos, apagándosele la gran voz de tenor que tenía. Con su inteligencia de abogado, aun en su lecho de muerte supo qué hacer: por ser la primogénita te declaró oficialmente heredera universal de  todas sus posesiones y dueña absoluta de un poder para testar ante el notario Mariano Pimentel y en caso de que vos faltares o en su caso, de que precisares una colaboración adecuada, nombró nuestro tutor y curador al padre Antonio del Risco y Agorreta por ser las seis hijas menores de edad. Asimismo,  como abogado que era de los casos de la Universidad y de la Real Audiencia, dejó escrito de su puño y letra la lista de los que le debían, que eran muchos y de los que en el último tiempo le nombraron albacea testamentario, que eran sólo dos: los ricos sacerdotes José de Rivera y Josep de Suero, finados, de quienes heredamos sus magníficas bibliotecas, plata labrada, sacros objetos como pinturas y bultos de santos y vírgenes, más tres casas y dos haciendas que vos bien apoyada en el padre Antonio del Risco y Agorreta, supiste administrar tan bien, rentando a terceros, vendiendo las cosechas y haciendo multiplicar el ganado con el mismísimo talento de Jacob el patriarca, con un don natural de administración financiera que sorprendía a todos, hasta al mismo padre Antonio que sobrevivió a sus dos amigos sacerdotes. La vida no alcanzó a papá para cumplir las mandas testamentarias de cada quien y a veces pienso que se murió por el afán de hacerlo.

Se murió de culpa, corriges nuevamente rompiendo tu necio silencio. Finjo no oírte hermana mía, al igual que vos haces conmigo, a ver qué se siente.

Pobres hombres de Dios que confiaron el uno en el otro, continúo haciendo caso omiso de tus palabras. Más no se equivocaron hermana, que tus manos son confiables y como albacea de papá, has venido cumpliendo cada una de sus mandas testamentarias, como él lo hubiese hecho.

¿Ves ahora Juana de Dios, porqué el destino es mi premisa, mi evangelio? El padre Antonio del Risco y Agorreta legará sus bienes a sus sobrinos los Segovia hijos de su hermana, pero a nosotras nos dejará su biblioteca, porque conoce de mi amor por la lectura, es más, yo sé que ya redactó esa su voluntad ante el notario Pimentel, pero puso la condición de que antes leamos unos raros escritos suyos que guarda en esta elegante carpeta forrada de terciopelo granate con el ingenioso título de Apuntes sobre los delirios de un cura. ¡Pero qué cosa! Dijo que contiene información de la vida y hechos del padre Josep de  Suero, elaborados por nuestro tutor, en base a una manda testamentaria del tal Suero, y además  porque lo justo es que sepamos quién fue el que por esos raros azares de la vida nos legó sus pertenencias.

Es justo el padre Antonio. Gracias a él, los meses de verano que siguieron a la muerte de papá los pasamos amparadas bajo su consejo y visitas, así que permanecimos en la hacienda del valle de Pitantora, encerradas con nuestros dos esclavos Sacramento de Gil a quien papá dio su apellido, y Pablo Congo, marido de ésta, y los dos indios de servicio Dámaso Huayra y Renata Piedra, ante el miedo de contraer los malos aires de enfermedades y dolencias crueles como las que mataron a nuestros padres, pero ante la tranquilidad de la ciudad y la imperiosa necesidad de ocuparte de tus asuntos de administración, volvimos, y henos aquí.

Pero no nos atacaron los males comunes como las tercianas ni tabardillos que abundan en esta ciudad porque lo que nos desbarata la vida es esta peste maldita de erisipela que revienta en los cuerpos como brotes tiernos de pequeños gránulos de arroz debajo de la piel.  

Una novela histórica ambientada en Charcas

Su autora tiene formación académica  en Historia y Literatura

Una ciudad colonial —Charcas en el siglo XVIII—, la peste de irisipela que cobra vidas todos los días, un cura llamado Josep de Suero González, el rector de la Universidad San Francisco Xavier, Manuel de Gil, y sus dos hijas, Juana de Dios y María del Carmen… ese es el escenario, el drama de muerte y los principales personajes de la novela En el fondo tu ausencia con la que María del Rosario Barahona Michel ganó el Premio Nacional de Novela de este año.

Se trata de una novela histórica, en la medida que los espacios, los personajes y algunas de las situaciones descritas corresponde a sucesos reales. Su autora, lo ha declarado varias veces, ha encontrado la historia que cuenta en su novela revisando documentos del Archivo Nacional de Bolivia.

El otro rasgo destacado de la narración de Barahona —así lo ha hecho notar el jurado del Premio— es el la reconstrucción del lenguaje de la época.

La historia colonial y la recreación de la cultura y el lenguaje de esa época  han comenzado a tomar carta de ciudadanía en la novela boliviana reciente. En la versión del Premio Nacional de 2010 también se impuso una obra cuya trama transcurre en ese período histórico: La noche como un ala de Máximo Pachec Balanza.