Estoy aquí, parada, mirando cómo se mecen las hojas de los árboles, pareciera que el tiempo pasa lento, como en cámara lenta. El viento pasa rosándome el rostro y se aleja a mover las hojas, que adquieren un brillo especial, diferente. ¿Será él —me pregunto— que me acaricia y me dice que siempre estará conmigo?
Él se ha ido, se ha ido y me ha dejado sola.
Mi brújula, mi norte se fue.

¿Qué hago ahora? Tenía que irse ahora, que más le necesito.

— ¿Qué es esto? — pregunto.

— Es una notificación para que se presente a declarar a la Fiscalía.

— ¿Por que?

— Ahí está todo.

Y se aleja, dejándome ahí, parada, sin aliento, sintiendo que mi mundo se desmorona.
Justo ahora que la persona que más quiero en este mundo está mal. No tengo cabeza para pensar, sólo quiero verlo sano, como antes.
Mi mente vuelve atrás, lo veo silbando, o lo que él pensaba que era silbar, melodías de su juventud, con sus ojos llenos de picardía y su cara de niño travieso mientras desarmaba y volvía a armar algún artefacto descompuesto. Su dicho: “Si un hombre lo hizo, otro lo puede arreglar”. Muchas veces “el otro”, no lo pudo armar de nuevo. Pero eso no era lo importante, lo importante era el mensaje que encerraba.

Recuerdo las noches oscuras en Atocha, mis hermanos y yo acurrucados alrededor de él y de la vela que nos alumbraba, atentos a las palabras que salían de su boca, a cada uno de sus movimientos y gestos de su rostro, que parecían anunciarnos que algo misterioso o mágico iba a pasar. Nos llevaba a diferentes mundos llenos de fantasía y misterio. Siempre recordaré el cuento de María y… el quejido del muerto que pedía: ‘Devuélveme mis tripitas Maríaaaa…’.

Mientras estoy sentada en la orilla de su cama en el hospital, me pregunto qué está pasando. Primero su operación de la próstata, porque le daba náuseas al comer, después su hernia, y sigue teniendo náuseas. Ya no quiere comer, él que siempre fue gustoso. Está tan delgado. Mi mamá dice que parece un costal de papas, pero sin papas. Me mira a los ojos, creo que adivina mi desesperación y me dice: “Dios sabe lo que hace, el siempre ha bendecido a nuestra familia, nada nos hará falta”.  Bajo la cabeza y callo. No la quiero preocupar más de lo que ya está.

No le cuento que me encuentro siendo investigada por delitos que nunca cometí, inventados por personas ociosas que no encuentran otra manera de sentirse superiores si no ven a los otros por encima de sus hombros, como si las personas fuéramos simple basura.

Me acerco a su cama, busco sus ojos color miel, queriendo escudriñar lo que está pasando en su cuerpo, encontrar su enfermedad y arrancarla con mis manos. Me sonríe, apenas. Yo le acaricio y le hablo bajito.

Le pregunto:

— ¿Qué quieres?

— Una gaseosa — me dice.

Me recorre un escalofrío por la espalda. Nos han dicho que los exámenes han mostrado una mancha negra entre la columna vertebral y el estómago. Puede ser un tumor, nos dicen.

Pero su mirada de súplica y la pequeña sonrisa dibujada me convencen. Compró una botella pequeña y la introduzco al hospital de contrabando. Toma varios sorbos y exhala profundamente, lleno de satisfacción. Yo también me siento satisfecha, de nuestro pequeño secreto.

La fiscal me hace preguntas sobre supuestos delitos que cualquier estudiante de segundo año de Derecho se daría cuenta que no existen. Pero como si nos encontráramos en un laberinto, jugando al gato y al ratón, se lleva adelante el proceso de declaración de mi parte.

La fiscal mueve la cabeza y me dice que a varias personas no les agrado. Callo, no quiero contradecirle. Sin embargo, pienso que un delito se pena por las acciones cometidas. Si las acciones serían penadas sólo por lo que sienten las personas, todos estaríamos entre rejas.

Respondo todas sus preguntas, una a una, tratando de dar los mayores detalles posibles para desvirtuarlos, aunque no veo la necesidad. El interrogatorio concluye. La fiscal señala que considera que existe la posibilidad de que se hayan cometido los delitos, por lo que se pasará a la siguiente instancia: de investigación. No logro reaccionar. Mi abogado me toma suavemente del brazo, me pregunta si estoy bien. No le respondo y me apresuro a despedirme.

No me preocupo, sé que no hice nada malo. Más me preocupa volver al hospital. Ayer le hicieron  la biopsia, hoy nos dirán si el tumor es benigno o no. Ruego a Dios que sea benigno.

Entro a la habitación del hospital, veo las caras de mis hermanos, no son de buenas noticias. Mi corazón se empequeñece, él me está mirando, no puedo flaquear, le sonrío y le doy un beso en la frente, esa frente que tiene una estrella que brilla, y brilla sólo para mí.

Mi hermana me dice que es cáncer. Mi espíritu rebelde, acuñado por años por mi padre, se revuelve y grita, ¡A mí qué me importa que crean que sea, él se va a sanar y verá crecer a los hijos de mis hijas! Me doy vuelta y vuelvo a su lado.

Podemos cerrar los ojos… los oídos… pero la vida continúa… inexorable.

Suena mi celular, es mi hermana. No le entiendo, la escucho, pero no entiendo. Sólo sé que se trata de algo muy malo. Salgo de mi oficina, quisiera volar, aparecer en el hospital. Subo las gradas, mi hermana me da encuentro, sus ojos están llenos de lágrimas.

— El papá ha muerto — me dice.

La miro incrédula, mientras sigo caminando, me acerco a su cama, el está ahí, recostado como si estuviera durmiendo. Mi corazón late de prisa, mis manos tocan sus manos, están frías. Mis lágrimas se alborotan en mis ojos, le doy un beso en la frente, ya no está la estrella que brillaba para mí. Mi brújula, mi norte se ha ido. Me ha dejado.

Mi mamá está llorando, no puedo con todo lo que siento, y empiezo a gemir. Me mira, y es ella quien me consuela.
Hace una semana que le enterramos. Hoy es la primera visita a su sepultura, estamos todos. Mi mamá, preciosa, con sus ojos tristes. Son las raíces que me sostienen en el mundo y en la realidad, no deja que desvaríe con tantas necedades e injusticias.

Pero ella tiene razón, Dios proveerá, y el mañana siempre trae nuevas redenciones, nuevos retos y nuevos comienzos. Lo malo que venga no me afectará como me ha afectado la partida de ese ser que me llevaba en un caballo blanco a nuevas conquistas, me hacía volar hasta la Luna y a veces más allá del universo y me traía de regreso, mi Padre.

Una brisa cálida acaricia mi rostro y se aleja a mover las hojas de los árboles. Es él. Que me acaricia y me dice que siempre estará conmigo.