Icono del sitio La Razón

Cuaderno de cien hojas

Escuchen: no recuerdo muchas cosas sobre mi paso por la Primaria, pero si algo tengo más o menos fresco en mi destartalada memoria infantil es el primer día de clases.

Dejar el kínder —uno regentado por simpáticas monjitas españolas— y entrar a las ligas mayores no era algo para celebrar. Claro, tus papás sí lo hacían.

Creían que el pequeñuelo daba un paso más en su vida. Un paso importante. Quizá trascendental. Aunque la verdad estoy convencido hasta ahora de que era todo lo contrario. ¿Cómo iba a comportarme entre gente más grande? ¿Qué pasaba si no tenía a una de esas monjitas para correr a mi lado si me caía o si alguien me rompía la cara?

En un niño ésas eran realmente grandes preocupaciones.

Ahí estaba yo en el colegio La Salle, les decía. Por esos años éste funcionaba en la calle Loayza y si ustedes van por ahí ahora, ya no hallarán un colegio sino más bien la Facultad de Derecho de la universidad pública.

Pero les contaba: esa mañana llegué al patio, creo que fue mi hermano o mi mamá quien me puso en medio de la fila, es decir la que ellos creían que era la del primero del ciclo de Primaria (había dos).

Recuerdo que cantamos el Himno Nacional, cuya letra no me sé hasta ahora, y cuando terminamos pasamos a los cursos. Luego, el profesor G empezó a llamar lista. Cuando terminó, me percaté que no me había nombrado (por esos años recuerdo llamarme Z, sin embargo ahora mi nombre es D).

Pero les pido que no se distraigan y escuchen: G se dio cuenta de este fenómeno porque fui el único que no dijo “¡presente!”. Me llamó al frente. Dijo que mi nombre no figuraba en la lista. Que seguro me equivoqué de curso. Me sugirió que fuera al lado, donde el profesor Q.

Fui, con un nudo en la garganta y cargando no una mochila sino un horrible maletín de cuero∗.
Sí, ustedes acaban de pensarlo: las monjitas españolas me hicieron mucho daño.

La cosa es que salí, crucé un patio lleno de sol y me detuve ante la puerta del otro curso. Toqué y entré. El profesor Q me preguntó qué quería, a qué se debía mi presencia ahí tan tarde, y, como no pude explicarlo, me puse a llorar.

Seguro Q adivinó lo que ocurría, pues vino hasta donde me encontraba, me tomó de la mano y me llevó al curso de donde vine. A estas alturas ya había dejado de llorar y pasé a la siguiente fase de todo niño llorón de principios de los años ochenta: la tembladera.

Q y G comenzaron a conversar y yo no paraba de temblar.

En un momento determinado llegué a pensar: ¿me habré equivocado de colegio?

Y mientras tanto ambos profesores recordaban anécdotas similares acaecidas en el pasado.
Y también recordaron días en los cuales ambos se habían ido de fiesta y casi al instante propusieron planificar una nueva salida.

Era terrible. No sólo era un niño cobarde y llorón sino que además era un niño sin monjitas españolas y ahora sin curso (o sin colegio) y olvidado ahí gracias a los recuerdos de ambos profesores.

Sin embargo, al fin decidieron llevarme a la Dirección.

Me dejaron ahí y mientras la secretaria intentaba hacerme visible dentro de la burocracia escolar, me dio hambre. Acostumbrado como estaba a llevar el recreo a mi exkínder, le había pedido a mamá que me hiciera un sándwich de carne molida. Como toda madre boliviana abnegada en arruinar la vida de sus hijos, ella me había hecho caso y, es más: le había agregado un plus. El plus era una servilleta de tela con la que había envuelto mi almuerzo para que no se enfriara.

Cuando lo saqué y empecé a comerlo la secretaria me regañó: no era hora del recreo, me dijo, y además allá abajo, en el patio, había un kiosko donde podían comprarse cosas de comer y además ya había resuelto el problema.

Se puso en pie —estaba sentada detrás de un escritorio—, me tomó de la mano y me llevó donde el profesor G.

Entró sin llamar, como pasa siempre con todas las secretarias del mundo. Ese niño que fui alguna vez mientras tanto había guardado el sándwich de carne molida a las rápidas. Les ruego que me entiendan: enredándome con la servilleta y por esa razón el pan se abrió y así había manchado mi cuaderno de cien hojas.

“Este niño es suyo”, anunció la secretaria.
El profesor G me miró sin decir nada y debió pensar que ésa sí era una mala noticia.

La secretaria se fue y G ordenó que tomara asiento. Lo hice. Saqué el cuaderno manchado, plagado de bolitas cafés llenas de condimento y manchas de aceite. Vi hacia la pizarra. Lo más seguro es que ahí había letras o números y el profesor G ordenó que los copiáramos. Intenté hacerlo, pero el aceite que manchó las hojas lo impidió.

Así que no hice nada.

Sólo pasé el lápiz a unos milímetros de la hoja y listo.

Problema resuelto.

El primer día había terminado.

Cuando llegué a casa y me preguntaron cómo me había ido ese día, les contesté que bien.

Como ustedes ya lo saben, no entendí nada de la primera clase y quizá a eso se deba que, a ratos, no entienda muy bien las cosas que pasan.

Y como siempre ocurre en mi vida desde ese día hasta ahora le eché la culpa a los otros: yo creo que fue culpa de las monjitas españolas, de los sándwiches de carne molida, de la burocracia lasallista y de la familia boliviana.

¿O fue mía?

Bueno, era sólo un niño llorón.
Ustedes comprendan: ¿no dicen por ahí que a los niños se les debe perdonar todo?