Desde la infancia yo deseaba ser poeta y escritor. La prosa de mis primeras lecturas me llevaba a vivir aventuras en los mares del Sur —a los barcos piratas con una bandera negra y una calavera blanca en el centro, a la busca de tesoros escondidos en islas desiertas, a tempestades y naufragios. Esa prosa en la que los hombres luchaban contra los elementos primordiales del universo y contra los otros hombres se rodeaba de una misteriosa aura poética: Era como si estuviera en el bote de un barco que naufragaba o me encontrara subiendo el peñasco insular tras el que estaba enterrado un tesoro. Las páginas de esos libros bienamados de Emilio Salgari, Mayne Reid, R.M. Ballantine, Robert Louis Stevenson, Daniel Defoe y tantos otros correspondían a velas de barcos.

Nací en Maceió, una pequeña ciudad marítima y pantanosa del nordeste brasileño, y el paisaje nativo casaba plenamente con el paisaje de las novelas afortunadas. Frente a mí estaba siempre el mar, con sus olas sucesivas, los barcos que invitaban a la partida y a la evasión, y un blanco faro vigilante en lo alto de una colina. La realidad y la imaginación se fundían en el instante milagroso. Así, desde temprano aprendí que la única verdad del hombre es la verdad de su imaginación, esté ella guiando la mano de un escritor o la ambición de un niño.

Alumno de un colegio religioso que privilegiaba, además del idioma patrio, la enseñanza del francés y del latín, me ocurrió a los 15 años un choque de lecturas que sin duda tuvo una importancia seminal en mi vida. Vino a mis manos un periódico con unas notas sobre la vida y la poesía de Arthur Rimbaud y que reproducía el poema Les effarés (Los azorados). Este poema fue para mí una epifanía, un deslumbrante descubrimiento de mí mismo, de aquello que yacía dentro de mí a la espera de la expresión y posible comunicación —a la espera del lenguaje: “Negros sobre la nieve y en la neblina, / junto a un tragaluz que se ilumina, / en ronda sus traseros,/ de hinojos cinco niños —¡miseria chica!— / miran el pan dorado, mientras fabrica el panadero.”    

Ese momento aprendí que la poesía es hija de la realidad y de la materialidad y la impureza del mundo visible, pero que sólo por medio de la creación poética el mundo puede ser revelado. A los poetas, como a los demás creadores, cabe la tarea o la misión de proceder a la visibilidad del universo. La poesía es un arte de ver —de ver y saber ver que, incluso ante nuestros ojos, sólo puede ser distinguido por el uso y la iluminación del lenguaje. El silencio de los niños andrajosos contemplando el nacimiento del pan en una panadería guardaba, al mismo tiempo, el horror y el deslumbramiento de la vida. Era el silencio de los seres sin lenguaje, que sólo pueden expresarse a través de los poetas, de aquellos que saben ver tanto el mar —“infuse d’astres et lactescent. / Devorant les azurs verts”— como la Clara venus —“Belle hideusement d’un ulcére á l’anius”. La estética de la belleza y la estética de la fealdad —lo bello y lo horrendo, lo armonioso y lo deforme— deben formar la totalidad de una visión empeñada en celebrar el universo.

Aquel que desde la niñez deseaba ser poeta se rindió a la evidencia de que la creación poética se corresponde con la conquista y la utilización de una magia verbal —con el uso supremo del lenguaje. El estudio de la retórica poética le transmitió la convicción de que el poeta, esa criatura tan celosa de su identidad, al producir su obra tiene la libertad de un jugador de fútbol o de ajedrez. Ella, la poesía, es construcción y arquitectura. Orden y desorden, razón y sinrazón, contención y desborde, rigor y falta de rigor, la poesía es el arte de hacer versos —o de saber hacer versos—, es el ejercicio de una competencia y obedece a leyes secretas (o a una única ley) como el mundo en que vivimos, con sus estaciones, la noche y el día, la vida y la muerte, el amor y el odio.

Y también aprendió que, en el transcurso de los años y de los siglos, la poesía no progresa.  Las rupturas y los cambios, las revoluciones estéticas más violentas y desorientadoras, las experimentaciones más desvariadas, no tienen el poder de realizar la metamorfosis: son apenas incrementos, el incesante fluir de un proceso, las nuevas etapas de una tradición. O instantes ambiciosos o frenéticos que el tiempo, o el viento, habrán de apagar.

La verificación de que no hay progreso en el arte, según, por otra parte, la lección de Pound, tal vez ya estaba presente en mi espíritu a la hora de mi aparición en la década de los cuarenta del siglo pasado. Era, en el Brasil periférico como en los grandes centros de creación artística, un tiempo de cambio, con el fin de la segunda gran guerra y la emergencia de los nuevos sueños y pesadillas. Una nueva generación poética —la del 45— surgía, contraponiéndose al modernismo entonces vigente, y se caracterizaba por su formalismo y su cerebralismo. Privilegiando un verso corto y concentrándose en una práctica poética en la que imperaba la metapoesía, los jóvenes poetas producían poemas sobre el arte o la manera de hacer poemas.

En ese escenario, puedo vanagloriarme de haber sido la oveja negra del rebaño obediente e indistinto: de haber sido el mauvais sujet entre tantos temperamentos juiciosos y bien educados que procuraban huir de la prosa de la vida. Me guiaba la convicción de que la creación poética es una aventura individual e intransferible, la elevación de una voz inconfundible y casi siempre efímera en la oscuridad del mundo. Las tribus literarias nunca me sedujeron.

A pesar de haber recorrido tantas tierras y contemplado las nubes de cielos diversos —conducido por la brisa marina que el progreso tecnológico transmutó en brisa aérea— me considero un poeta profundamente vinculado a mi tierra natal. Respiro el sentimiento de la cuna, de la raíz, del origen, de la sangre ancestral. Mi poesía guarda mi lugar de nacimiento: Maceió, con el faro y los barcos, el mar y el viento del mar, los cangrejos de tierra y los cangrejos marinos que transitan en el cieno de los manglares, los corrales de pesca, los ciempiés que emergen de las maderas podridas, las estacas de los galpones lacustres, los perros sarnosos y aburridos que vagan por las calles sinuosas, los cementerios marinos, el olor conjugado de azúcar y cebolla de los almacenes portuarios, el graznido de las gaviotas, los mendigos que exhiben al sol las piernas deformadas por la elefantiasis, los murciélagos suspendidos del techo de madera carcomido de las iglesias, las casas gibosas, las ventanas cerradas que esconde secretos inconfesables, los locos que cantaban y bailaban en el hospicio junto al mar, los astilleros abandonados, las dunas y las hormigas. Estos recuerdos y viajes corresponden a la creación de una mitología personal, y conservan la luz y la sombra y el bochorno.

Regido por el ruido del mar, que aún hoy me sigue hasta en los sueños, el pequeño y cerrado universo de la infancia y la adolescencia me envuelve siempre. La poesía es la hija dilecta de la memoria —de una memoria tal vez fiel al tiempo evaporado, tal vez transfigurada por la imaginación creadora y triunfante que la torna infiel.

En mi largo trayecto, estoy siempre caminando en dirección al faro que me espera en lo alto de la colina.