El largo vuelo del cuervo blanco
Con su peculiar y afilado estilo, Fernando Vallejo escribió una biografía del filólogo colombiano Rufino José Cuervo
El primer dato importante del libro titulado El cuervo blanco es que su autor es Fernando Vallejo. Superada la obviedad del dato, hay que decir por qué esto resulta importante. Una nueva obra de Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 1942) —como ésta, publicada por Alfaguara en 2012— es siempre un acontecimiento. En este hombre —colombiano por nacimiento pero mexicano por residencia y decisión— se reúnen tres virtudes: su capacidad para contar historias, largamente probada en sus novelas; su amor por el arte de la biografía, aunque ejercido de manera muy personal y hasta heterodoxa; y su fama de pendenciero verbal, que lo ha convertido en uno de los más exquisitos malidicentes de la lengua. Así, un nuevo libro de Vallejo es la promesa del ejercicio de alguna de estas virtudes o, como en El cuervo blanco, de las tres al mismo tiempo.
El cuervo blanco es, para decirlo rápido, una biografía de Rufino José Cuervo. ¿Y quién era este señor? Un colombiano, nacido en Bogotá en 1844 y muerto en París en 1911, que dedicó más de 20 años a una obra colosal que, por su magnitud, sobrepasaba cualquier vida humana: el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. “La empresa más delirante de la raza hispánica” —al decir de Vallejo. “Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Cortés, Pizarro, don Quijote y otros de su talla, comparados con él son aprendices de la desmesura”.
El Diccionario de Cuervo no era un mero diccionario. Como se puede leer en cualquier enciclopedia, en el suyo Cuervo establece la acepción correcta de cada palabra de acuerdo con un contexto, busca su etimología, justifica el uso de cada palabra utilizando gran cantidad de ejemplos, la analiza sola o como parte de un modismo, anota la variación que haya podido sufrir a través de su uso y del tiempo, establece científicamente sus relaciones con otras palabras, corrige con razones válidas las construcciones erradas y formula comparaciones entre la respectiva construcción castellana y la de otras lenguas.
Casi nada.
Por supuesto, Cuervo no consumó en vida su trabajo. En 1942, en Colombia, se fundó el Instituto Caro y Cuervo —llamado así en honor a nuestro personaje, por lo menos parcialmente— con el objetivo principal de continuar la elaboración del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. El trabajo, finalmente, se concluyó en ocho volúmenes y se publicó en 1999.
Pues bien, Vallejo cuenta la vida de este hombre y de su tarea con la gracia, la agilidad y también con el mal humor con el que escribe sus novelas. Pero al mismo tiempo, discute con pertinencia, con erudición —y también con mal humor cuando es necesario— el contenido mismo del trabajo de Cuervo. Es la biografía de un filólogo y una novela sobre la lengua. La relación que con ésta tiene Vallejo es la misma que tiene, por ejemplo, con Colombia, con la humanidad entera o con la literatura: apasionados amor y odio.
Fernando Vallejo ya había escrito antes —con felicidad, según los que conocen esas obras— sendas biografías de los poetas colombianos Porfirio Barba-Jacob (El mensajero, 1991) y José Asunción Silva (Almas en pena, chapolas negras, 1995). Con El cuervo blanco ya es dueño de una trica de biografías de colombianos (como él, aunque no quiera) que amaron (como él, aunque se empeñe en disimularlo) con desmesura la lengua.
En lo que toca a su oficio principal de novelista se puede decir que con La virgen de los sicarios (1994) primero y sobre todo con El desbarrancadero (2001), Vallejo acabó por perfilarse como un descarnado explorador de la violencia, la (homo) sexualidad y las diversas miserias que suelen rodear la naturaleza y el comportamiento de los seres humanos. La lectura de El desbarrancadero —ganadora del premio Rómulo Gallegos en 2003— llevó a un crítico tan avaro con las alabanzas como solvente en sus juicios como Christhoper Domínguez Michael a escribir lo siguiente: “En un mundo de indignados, sólo un consumado dominio del arte narrativo puede transformar el vómito deprecatorio en música violenta. Asumo las consecuencias hiperbólicas de mi afirmación: Vallejo es el Celine de la violencia latinoamericana”.