Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 07:15 AM

Testamento intelectual del historiador Tony Judt

El mejor libro de 2012 según el prestigioso suplemento español Babelia

/ 13 de enero de 2013 / 04:00

Nadie de los que han votado Pensar el siglo XX como el mejor libro del año lo ha hecho por considerar las tristes circunstancias en las que se produjo y fue escrita esta conversación de Tony Judt, un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica, con su colega y admirador Timothy Snyder.

Leer algo que se ha escrito con la contumaz voluntad de un testamento impresiona por fuerza. Pero, desde un comienzo, Tony Judt había observado la experiencia de su propia vida como un objeto de historia y en estos libros postreros se aprecian las dotes intelectuales que siempre tuvo: la vehemencia y la brillantez expresivas, la capacidad de evocación de lo concreto y revelador, la legítima soberbia de quien puede ser osado o impertinente, pero sin rozar la autosuficiencia o la pedantería.  

El arranque de cada capítulo es un memorándum autobiográfico de Judt que plantea lo sustancial del tema y que va dando paso a las matizaciones, apostillas o sugerencias de su colega y, al cabo, a un diálogo animado entre dos hombres de distinta edad (el entrevistador es 20 años más joven) y biografía (Snyder es un norteamericano), aunque ambos compartan el mismo interés por la cultura centroeuropea y la misma aversión a los dos totalitarismos del siglo XX, el fascismo y el comunismo.

Snyder escribe al frente de su prólogo que “este es un libro de historia, una biografía y un tratado de ética”, porque recuerda, sin duda, que la definición de historiador que más complacía a Judt era aquella que los hacía “filósofos que enseñan mediante ejemplos”. En las páginas de los capítulos 7 y 8 encontraremos a un defensor del concepto clásico de la historia (“la historia es un relato moral”), que prefiere como arrimo la referencia de las Humanidades a la de las llamadas Ciencias Sociales y que se confiesa poco amigo de las corrientes poshistóricas de patente francesa, o de las surgidas al calor de los Cultural Studies. Y a quien no le quita el sueño la querella de hogaño entre la Historia profesional y la Memoria histórica, concebida como una suerte de democratización de la primera: “Son hermanastras que se odian —apunta en sus conversaciones— y son inseparables porque comparten una herencia indivisible”.

El objetivo de la Historia es la dilucidación de la verdad y no un acto personal de reconciliación o de querella con el pasado: la “verdad de la autenticidad”, le cuenta a Snyder, “es distinta de la verdad de la honestidad. Del mismo modo, la verdad de la caridad es diferente de la verdad de la crítica”.

No le gustaba que la Historia se haya arrogado la función de corregir el presente, mediante la lectura masoquista del pasado. Como historiador de los acontecimientos del siglo XX, pudo tener la tentación de hacerlo pero la conjuró porque no creyó (como escribió en el prefacio a Sobre el olvidado siglo XX) que aquella centuria fuera solamente “una cámara de los horrores históricos de utilidad pedagógica cuyas estaciones se llaman Múnich o Pearl Harbor, Auschwitz o Gulag, Armenia o Bosnia o Ruanda, con el 11 de septiembre como especie de coda excesiva, una sangrienta posdata”.

ANTIPATÍAS. Pero en los artículos de ese libro no había tenido inconveniente en manifestar su antipatía por la megalomanía obstinada de Juan Pablo II, por la fatuidad vana de Tony Blair, por la soberbia de Jean-Paul Sartre, por los silencios del gran historiador Eric Hobsbawn, a la vez que exponía su consideración negativa de los errores que parecen presidir los rumbos de la historia israelí después de 1967 y de la rumana de los últimos 100 años.

En las conversaciones con Snyder, leemos que lo esencial del legado del último siglo no fueron las guerras y los conflictos de identidad nacional, sino que “durante gran parte del siglo nos dedicamos a debatir, implícita o explícitamente, sobre el surgimiento del Estado”, algo que, en puridad, fue herencia del fecundo siglo XIX y desembocó en la opción por “Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas complejas sin recurrir a la violencia o la represión”. Y, a despecho de su renuncia a aleccionar, Judt concluye: “Seríamos unos insensatos si renunciáramos alegremente a ese legado”.

Estas briosas afirmaciones y la nostalgia del pensamiento de quien las dijo es lo que —a mí, cuando menos— me han llevado a considerar estas conversaciones de Judt y Snyder como el mejor libro del año pasado.

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La novela como acto moral

El novelista Antonio Muñoz Molina ha ganado el Premio Príncipe de Asturias de las Artes

/ 9 de junio de 2013 / 04:00

Al comienzo del decenio de los 80 un joven funcionario del Ayuntamiento de Granada, Antonio Muñoz Molina, escribía unas columnas en el Diario de Granada y en El Ideal, las primeras bajo la bandera de El Robinsón urbano, y las segundas bajo la identidad del Capitán Nemo y desde un imaginario Nautilus, “que no es buque de guerra, sino refugio submarino contra las crudas afrentas de la realidad”. En ellas se hablaba de la “dolencia de la irrealidad” y se afirmaba que “uno escribe para combatir el olvido” o que “hay criaturas solas que pasean por la ciudad como si atravesaran un desierto”.

Dice la leyenda que Pere Gimferrer pidió al joven escritor una novela que casualmente ya tenía escrita. Así nació Beatus ille (1986), cuya forma interior es la de una ansiosa toma de posesión de su espacio narrativo. Se trata de una novela de la Guerra Civil y sus consecuencias, y también de los días encendidos de la preguerra.

Un cuadro, El jinete polaco, dio título y sentido a otra nueva novela de Muñoz Molina donde también la conquista del pasado se confunde con la posesión de una mujer: no hay conocimiento sin adquisición y por las páginas de El jinete polaco pululan las voces que desean confesar lo que ocurrió, las fotografías perdidas y halladas que desvelan aquellos días, una canción de Jim Morrison y, por supuesto, aquel cuadro de Rembrandt que es emblema y ademán de todo eso.

A esas alturas, Muñoz Molina ya había escrito dos juegos de género: una novela negra (El invierno en Lisboa) y otra de militantes clandestinos derrotados, con aire de relato de Graham Greene (Beltenebros). Y había descubierto que una novela es una virtualización del pasado y un acto esencialmente moral. Ya no era sólo un inquieto romántico de provincias, sino un censor (y un aguafiestas) de su tiempo: unas veces, recontando las experiencias por sí mismo (Ardor guerrero, Ventanas de Manhattan, El viento de la luna), otras por intermedio de la parodia demoledora (Carlota Fainberg, El dueño del secreto), y algunas más por la ambiciosa voluntad de abordar las heridas enconadas del presente.

Plenilunio habla a la vez de un policía al que persigue ETA, de la pésima educación escolar de nuestros días y de la pederastia. Sefarad lo hace de los destierros y acaba ¡otra vez! con la evocación de un cuadro exiliado: el Retrato de una niña de Velázquez, en el Metropolitan. La noche de los tiempos reconstruye (e inventa también) la historia de un fracaso amoroso que se enlaza a otro fracaso histórico: los dos son hijos del egoísmo de los particulares y víctimas —¿inocentes?— del horror colectivo.

El Premio Príncipe de Asturias ha dirigido otra vez su mirada a un español. Y ha reconocido a alguien cuya estirpe intelectual tiene mucho que ver con la de otros que también lo han obtenido: Philip Roth, Leonard Cohen, Margaret Atwood, Amos Oz, Claudio Magris o George Steiner verán en este escritor a un meritísimo cofrade.

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/ 9 de junio de 2013 / 04:00

Al comienzo del decenio de los 80 un joven funcionario del Ayuntamiento de Granada, Antonio Muñoz Molina, escribía unas columnas en el Diario de Granada y en El Ideal, las primeras bajo la bandera de El Robinsón urbano, y las segundas bajo la identidad del Capitán Nemo y desde un imaginario Nautilus, “que no es buque de guerra, sino refugio submarino contra las crudas afrentas de la realidad”. En ellas se hablaba de la “dolencia de la irrealidad” y se afirmaba que “uno escribe para combatir el olvido” o que “hay criaturas solas que pasean por la ciudad como si atravesaran un desierto”.

Dice la leyenda que Pere Gimferrer pidió al joven escritor una novela que casualmente ya tenía escrita. Así nació Beatus ille (1986), cuya forma interior es la de una ansiosa toma de posesión de su espacio narrativo. Se trata de una novela de la Guerra Civil y sus consecuencias, y también de los días encendidos de la preguerra.

Un cuadro, El jinete polaco, dio título y sentido a otra nueva novela de Muñoz Molina donde también la conquista del pasado se confunde con la posesión de una mujer: no hay conocimiento sin adquisición y por las páginas de El jinete polaco pululan las voces que desean confesar lo que ocurrió, las fotografías perdidas y halladas que desvelan aquellos días, una canción de Jim Morrison y, por supuesto, aquel cuadro de Rembrandt que es emblema y ademán de todo eso.

A esas alturas, Muñoz Molina ya había escrito dos juegos de género: una novela negra (El invierno en Lisboa) y otra de militantes clandestinos derrotados, con aire de relato de Graham Greene (Beltenebros). Y había descubierto que una novela es una virtualización del pasado y un acto esencialmente moral. Ya no era sólo un inquieto romántico de provincias, sino un censor (y un aguafiestas) de su tiempo: unas veces, recontando las experiencias por sí mismo (Ardor guerrero, Ventanas de Manhattan, El viento de la luna), otras por intermedio de la parodia demoledora (Carlota Fainberg, El dueño del secreto), y algunas más por la ambiciosa voluntad de abordar las heridas enconadas del presente.

Plenilunio habla a la vez de un policía al que persigue ETA, de la pésima educación escolar de nuestros días y de la pederastia. Sefarad lo hace de los destierros y acaba ¡otra vez! con la evocación de un cuadro exiliado: el Retrato de una niña de Velázquez, en el Metropolitan. La noche de los tiempos reconstruye (e inventa también) la historia de un fracaso amoroso que se enlaza a otro fracaso histórico: los dos son hijos del egoísmo de los particulares y víctimas —¿inocentes?— del horror colectivo.

El Premio Príncipe de Asturias ha dirigido otra vez su mirada a un español. Y ha reconocido a alguien cuya estirpe intelectual tiene mucho que ver con la de otros que también lo han obtenido: Philip Roth, Leonard Cohen, Margaret Atwood, Amos Oz, Claudio Magris o George Steiner verán en este escritor a un meritísimo cofrade.

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/ 13 de enero de 2013 / 04:00

Nadie de los que han votado Pensar el siglo XX como el mejor libro del año lo ha hecho por considerar las tristes circunstancias en las que se produjo y fue escrita esta conversación de Tony Judt, un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica, con su colega y admirador Timothy Snyder.

Leer algo que se ha escrito con la contumaz voluntad de un testamento impresiona por fuerza. Pero, desde un comienzo, Tony Judt había observado la experiencia de su propia vida como un objeto de historia y en estos libros postreros se aprecian las dotes intelectuales que siempre tuvo: la vehemencia y la brillantez expresivas, la capacidad de evocación de lo concreto y revelador, la legítima soberbia de quien puede ser osado o impertinente, pero sin rozar la autosuficiencia o la pedantería.  

El arranque de cada capítulo es un memorándum autobiográfico de Judt que plantea lo sustancial del tema y que va dando paso a las matizaciones, apostillas o sugerencias de su colega y, al cabo, a un diálogo animado entre dos hombres de distinta edad (el entrevistador es 20 años más joven) y biografía (Snyder es un norteamericano), aunque ambos compartan el mismo interés por la cultura centroeuropea y la misma aversión a los dos totalitarismos del siglo XX, el fascismo y el comunismo.

Snyder escribe al frente de su prólogo que “este es un libro de historia, una biografía y un tratado de ética”, porque recuerda, sin duda, que la definición de historiador que más complacía a Judt era aquella que los hacía “filósofos que enseñan mediante ejemplos”. En las páginas de los capítulos 7 y 8 encontraremos a un defensor del concepto clásico de la historia (“la historia es un relato moral”), que prefiere como arrimo la referencia de las Humanidades a la de las llamadas Ciencias Sociales y que se confiesa poco amigo de las corrientes poshistóricas de patente francesa, o de las surgidas al calor de los Cultural Studies. Y a quien no le quita el sueño la querella de hogaño entre la Historia profesional y la Memoria histórica, concebida como una suerte de democratización de la primera: “Son hermanastras que se odian —apunta en sus conversaciones— y son inseparables porque comparten una herencia indivisible”.

El objetivo de la Historia es la dilucidación de la verdad y no un acto personal de reconciliación o de querella con el pasado: la “verdad de la autenticidad”, le cuenta a Snyder, “es distinta de la verdad de la honestidad. Del mismo modo, la verdad de la caridad es diferente de la verdad de la crítica”.

No le gustaba que la Historia se haya arrogado la función de corregir el presente, mediante la lectura masoquista del pasado. Como historiador de los acontecimientos del siglo XX, pudo tener la tentación de hacerlo pero la conjuró porque no creyó (como escribió en el prefacio a Sobre el olvidado siglo XX) que aquella centuria fuera solamente “una cámara de los horrores históricos de utilidad pedagógica cuyas estaciones se llaman Múnich o Pearl Harbor, Auschwitz o Gulag, Armenia o Bosnia o Ruanda, con el 11 de septiembre como especie de coda excesiva, una sangrienta posdata”.

ANTIPATÍAS. Pero en los artículos de ese libro no había tenido inconveniente en manifestar su antipatía por la megalomanía obstinada de Juan Pablo II, por la fatuidad vana de Tony Blair, por la soberbia de Jean-Paul Sartre, por los silencios del gran historiador Eric Hobsbawn, a la vez que exponía su consideración negativa de los errores que parecen presidir los rumbos de la historia israelí después de 1967 y de la rumana de los últimos 100 años.

En las conversaciones con Snyder, leemos que lo esencial del legado del último siglo no fueron las guerras y los conflictos de identidad nacional, sino que “durante gran parte del siglo nos dedicamos a debatir, implícita o explícitamente, sobre el surgimiento del Estado”, algo que, en puridad, fue herencia del fecundo siglo XIX y desembocó en la opción por “Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas complejas sin recurrir a la violencia o la represión”. Y, a despecho de su renuncia a aleccionar, Judt concluye: “Seríamos unos insensatos si renunciáramos alegremente a ese legado”.

Estas briosas afirmaciones y la nostalgia del pensamiento de quien las dijo es lo que —a mí, cuando menos— me han llevado a considerar estas conversaciones de Judt y Snyder como el mejor libro del año pasado.

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