Cuando se ha vivido muchos años en la misma ciudad uno tiene a veces la sensación de cruzarse con una versión muy anterior de sí mismo, un fantasma al que le costaría trabajo reconocer si de verdad pudiera verlo. Yo paso con mucha frecuencia, en Madrid, por la acera de la avenida de América donde está el edificio en el que vivió hasta su muerte Juan Carlos Onetti, y siempre me acuerdo de la mañana de hace casi 22 años justos en que vine a visitarlo.

Junto a esa acera ancha delante del portal bajé de un taxi, llevando una bolsa de viaje, porque había pasado en Madrid poco más de un día y en apenas unas horas tenía que salir camino del aeropuerto. Sólo unos días antes había ido de Granada a Lisboa. Volvería a Granada esa misma tarde. Vivía entonces a rachas un aturdimiento de viajes y no sabía que me estaba aproximando a una frontera invisible del tiempo que iba a cambiar con igual fuerza mi vida y mi literatura. Aquella acera, el paisaje del tráfico hacia el aeropuerto, el mareo de la falta de sueño, los veo ahora en el recuerdo como indicios seguros de lo que ya había cambiado sin que yo lo supiera. Me detuve delante del portal con mi bolsa en la mano y comprobé de nuevo la dirección que llevaba apuntada. En unos minutos, después de un trayecto breve en ascensor, iba a encontrarme con Onetti.

La tarde anterior una señora muy amable, con ojos claros y acento porteño, se me había acercado al final de un acto literario. Me dijo que era Dolly Onetti. “A Juan le gustaría que vinieras a casa mañana”. Todo me sucedía al mismo tiempo, en un mareo de emociones simultáneas. El acto en el que yo había participado, junto a Enrique Vila-Matas y el poeta Juan Luis Panero, era un homenaje a Adolfo Bioy Casares. Acababa de conocer a Bioy y de experimentar por primera vez su generosa cortesía, y de golpe se me presentaba la oportunidad de encontrarme también con Onetti al cabo de unas pocas horas.

Los dos, cada uno a su manera, venían siendo, junto a Borges, mis maestros más queridos en la literatura en español: los que hacían resonar las cuerdas más hondas de mi imaginación literaria, los que modelaban mi manera de entender el oficio de escritor. En Bioy estaba la delicadeza irónica, en Onetti el desgarro, la pura poesía de contar lo que de tan doloroso o tan arrebatador casi no puede ser contado. De otros escritores de América Latina a los que admiraba por sus novelas me alejaban sus figuras públicas, demasiado oficiales, demasiado adictas a los protocolos. De Onetti y de Bioy me gustaba la intensa sensación de privacidad que desprendían. Para eludir las ocasiones de hablar en público Bioy decía: “Yo soy escritor por escrito”. En cuanto a Onetti, vivía retirado legendariamente en aquella casa en la que yo iba a visitarlo, como en un exilio en el interior de otro exilio, sin levantarse de la cama, fumando y sorbiendo whisky y leyendo novelas de misterio.

El corazón me latía muy fuerte cuando salí del ascensor en el último piso y llamé a la puerta. Me abrió Dolly, con su sonrisa grave de bienvenida. Las estanterías del pequeño comedor estaban llenas de libros, casi todos en ediciones de bolsillo muy usadas, muchos de ellos novelas policiales. El comedor lo recuerdo en penumbra. En la habitación donde estaba Onetti había una fuerte luz matinal. Una ventana con macetas daba a una terraza y a los tejados de Madrid. Onetti me recibió echado en la cama, en pijama, un pijama azul claro como de la Seguridad Social, en una postura forzada, de costado, apoyado en un codo. Tenía la piel pálida y enrojecida, y una barba escasa. Como no llevaba gafas resaltaban más sus grandes ojos saltones, esos ojos de pena o de tedio abismal que se le veían en las fotos.

Se apoyaba en un codo y en la otra mano tenía el cigarrillo. Era una mano de dedos muy largos, el índice y el corazón manchados de nicotina, una mano desganada que desde muchos años atrás no había hecho más esfuerzo que el necesario para sostener vasos y cigarrillos, una de esas manos que se doblan y caen como desfalleciendo desde la muñeca.

En la pared, detrás de la cabecera, había fotos y recortes, pegados con chinchetas o cinta adhesiva. En la mesa de noche cabía apenas un cenicero inseguro junto a una pila de novelas. Onetti estaba acatarrado y oía con dificultad. De vez en cuando, cuando no conseguía escuchar algo que yo le había dicho y se adelantaba un poco para oírme mejor, le cruzaba por la cara un gesto rápido de impaciencia, como de rencor contra la vejez. Hablamos sobre todo de Faulkner y de Nabokov. Le gustó que le contara que cuando yo era muy joven, en una época en la que costaba mucho encontrar libros suyos, había robado El astillero en la casa de alguien. Cuando mencioné que la tarde anterior había estado con Bioy dijo, con un desdén rioplatense en el diminutivo: “Adolfito”. Onetti era muy radical políticamente, muy consciente de las diferencias de clase. Pero no le costó nada reconocer que Bioy había escrito al menos una obra maestra, de la que habló enseguida con entusiasmo, El sueño de los héroes.

Bebía de vez en cuando un sorbo de un whisky barato con agua. Bebía y fumaba. Yo llevaba en mi bolsa de viaje una botella de whisky de malta que había comprado en el duty free del aeropuerto de Lisboa. Le pedí permiso a Dolly para dejársela como regalo. Ella asintió, encogiéndose de hombros: “Así por lo menos beberá algo de buena calidad”.

De modo que bebí whisky de malta con Onetti a las doce de la mañana, en ayunas, y el mareo inmediato acentuó la irrealidad de aquellas horas, el tiempo en suspenso de la conversación, en la que se me insinuaba poco a poco la urgencia de marcharme para no perder mi avión a Granada. En aquel anciano enfermo, anclado en su deterioro físico, había una lucidez intacta y algo que yo había encontrado siempre en su literatura, y que había tenido desde muy joven sobre mí un efecto parecido al del whisky a media mañana y al fervor secreto que llevaba conmigo ese día de noviembre: el desengaño de la vida y el amor por la vida, la propensión a una tristeza sin alivio y al mismo tiempo a una ternura pudorosa y sin límite. La indignación lo reanimaba. Renegó de los obispos españoles y de su afición a invadir el derecho a la felicidad sexual de la gente. Le pidió a Dolly que me diera el primer volumen de la biografía de Faulkner de Joseph Blotner. “¿Y por qué no los dos?”, dijo Dolly. “Para que así tenga que volver”.

Pero ya se me acababa el tiempo, y él estaba cansado. Por timidez, por miedo a importunar a un hombre enfermo, ya no volví nunca. Lo que recuerdo exactamente, 22 años después, es su mano débil apretando la mía en la despedida, y las palabras que me dijo: “Es lindo sentirse amigo”.