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La vertiginosa épica del sentimiento

Son muchas las razones por las que hay que leer —o releer— a Stefan Zweig

/ 3 de febrero de 2013 / 04:00

El 22 de febrero de 2012 se cumplieron 70 años del suicidio del escritor austriaco de ascendencia judía Stefan Zweig (1881-1942); exiliado en Brasil, ingirió una fuerte dosis de veronal junto a su segunda esposa, Lotte Altmann. Ella estaba enferma, con escasa posibilidad de cura; y él, a sus 60 años, padecía una honda depresión y el agotamiento de deambular de un país a otro, sin hogar, privado de su fabulosa biblioteca salzburguesa, y sin sosiego para trabajar. Sufría de pesimismo y angustia por el destino de la Europa que tanto había amado: en 1942 Hitler parecía invencible. Zweig no quería seguir viviendo con la perspectiva de que su viejo mundo de cultura y libertad se desmoronara llevándose consigo el humanismo de los buenos europeos, aquellas ideas que defendían los demócratas que masacraban los nazis.

Stefan Zweig era un escritor superventas cuyas obras se habían traducido a más de 50 idiomas. Desde 1925 ningún otro autor vendía tantos libros como él, ni siquiera el gran Thomas Mann. Había triunfado entre el público culto de la época con unos magistrales ensayos biográficos sobre algunos de sus creadores predilectos: Nietzsche, Hölderlin, Dostoyevski… lo mismo que con las insuperables biografías de Fouché, María Antonieta o María Estuardo.

Zweig no aportaba datos históricos nuevos pero era capaz de transmitir sentimientos, descubrir las pasiones y los arrebatos de la personalidad, así como los giros inusitados del destino que transforman las vidas. Nadie antes que él reflejó con tanto detalle las perplejidades del corazón, los trastornos del alma de los creadores geniales o de los personajes políticos.

Además de biógrafo fue también poeta y traductor, iniciándose en estas tareas durante su acomodada juventud en la brillante Viena de los Habsburgo; conoció y admiró a grandes escritores, y se enamoró de la literatura francesa, sobre todo de Balzac. También Chéjov y Tolstói fueron sus admirados maestros. Siguiendo sus estrellas, Zweig comenzó a escribir relatos y novelas; y enseguida hizo gala de un estilo inconfundible: raudo y ágil, conciso y sin concesiones a la palabrería. Tampoco tuvo que ir muy lejos para descubrir el mapa de las aventuras que deseaba contar, pues éste se circunscribía al interior del ser humano: un terreno que él consideró más ilimitado y enigmático que cualquier otro.

Zweig exploraba las pasiones de sus contemporáneos igual que hacía con la vida de las personalidades artísticas. Por ejemplo, sabía describir bien la psicología de sus personajes femeninos. Esposas seducidas o tentadas por la aventura con un extraño; muchachas llenas de anhelos inconfesables… sus novelas así lo confirman. Por lo demás, el escritor en su vida privada tenía éxito con las mujeres. Rompía corazones de vez en cuando, aunque nunca fue un despreciador ni un misógino, a la manera de su conciudadano Arthur Schniztler; se hallaba más cercano al feliz gozador que fue Casanova, a quien también dedicó una magnífica semblanza biográfica.

A finales del pasado año Acantilado lanzó un espléndido tomo que contiene una buena muestra de quién fue Zweig como novelista. El lector encontrará aquí las novelas más representativas de Zweig. Todos los títulos que se presentan son dignos de lectura, aunque destaco Ardiente secreto, La impaciencia del corazón, La embriaguez de la metamorfosis y Novela de ajedrez. Quien lea la primera de las citadas se prendará para siempre de su escritura: el balneario, el niño a solas con la madre y el seductor que se interpone entre ambos como un demonio revulsivo; el pequeño traicionado por los adultos y su venganza. ¡Una maravilla! La piedad peligrosa es un apasionante melodrama —igual que la conmovedora Carta de una desconocida— ambientado en la Viena finisecular, con un joven fatuo como protagonista que encontrará su merecido existencial por su confusión de sentimientos en medio de una dramática situación que se le escapa de las manos. Zweig sabe ser tierno con las debilidades humanas, sin que por ello se muestre menos duro con la inmadurez y la falta de compromiso de sus personajes, que son por lo general personas “normales” de aquella clase media-alta austriaca, acomodada y cosmopolita que gozaba de ciertas libertades modernas aunque viéndose aún encadenada por ominosas represiones burguesas.
En La embriaguez de la metamorfosis una simple muchachita empleada de correos tiene la oportunidad de vivir durante unos días un sueño: alojada como huésped en un caro bal- neario de montaña conocerá una vida de lujo y diversión para la que no está destinada; el lector gozará con ella de esa ilusión de cambio vital y también deseará que el idilio no termine nunca. Esta magnífica novela quedó interrumpida con la muerte de Zweig, igual que Clarissa; no obstante, su lectura es absorbente, pues si algo caracteriza a estas novelas —a todas— es que atrapan con su sorprendente suspense psicológico, con su vertiginosa épica de los sentimientos.

Pocos meses antes de morir, aislado en la ciudad de Petrópolis, sin libros que consultar para terminar su gran estudio sobre Balzac, Zweig leía a Montaigne —un volumen de Los ensayos que al azar había caído en sus manos— y mataba el tiempo con Lotte jugando al ajedrez. Muy productivo a pesar de su pesimismo, todavía justo antes del fin escribió su impagable libro de memorias El mundo de ayer, y también la sorprendente Novela de ajedrez, la más popular de todas las que escribió, un relato perfecto en el que mostraba su sutil repulsa hacia el nazismo: un campeón mundial de ajedrez, romo y de ideas fijas, pierde una partida ante un misterioso personaje, el Dr. B., un hombre culto machacado por la Gestapo pero que supo conservar su integridad y libertad interiores cuando a su alrededor el mundo se derrumbaba: tal fue el heroísmo de Erasmo o el de Castellio —figuras tan caras a Stefan Zweig—, y su propio heroísmo. En estos tiempos de insania política merece la pena leer y releer a Zweig y, a la vez, conocer su exitosa y trágica existencia. Esperemos que se publique pronto la imprescindible biografía escrita por D. A. Prater: Stefan Zweig. La vida de un impaciente. Zweig, demasiado humano para un tiempo de inhumanidad.

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Los cuadernos negros de Heidegger ven la luz

Acaban de publicarse en Alemania los ‘cuadernos negros’ de Martin Heidegger; sus apuntes entre 1931 y 1941 echan luces sobre las relaciones del filósofo con el régimen nazi de Adolf Hitler

/ 20 de abril de 2014 / 04:00

Tres nuevos tomos pertenecientes a la monumental edición de las obras completas de Martin Heidegger (1889-1976), aparecidos en marzo en Alemania, han puesto de actualidad la personalidad y la obra del polémico autor de Ser y tiempo, “protagonista supremo de la filosofía del siglo XX” para muchos, “filósofo nazi” a secas y embaucador para otros. Dichos volúmenes constituyen las primeras entregas de los denominados “cuadernos negros”, las libretas de tapas de hule negro que Heidegger utilizaba para tomar anotaciones relacionadas con su pensar. Comenzó a usar este tipo de cuadernos en 1931 y continuó sirviéndose de ellos hasta poco antes de su muerte. Por voluntad suya, los cuadernos negros solo debían publicarse como colofón de sus obras completas. Custodiados en el Archivo de Marbach, nadie podría leerlos hasta entonces. El hijo no biológico de Heidegger, Hermann, dueño del legado de su padre, mantuvo un celoso silencio sobre el misterio de su contenido; pero también insinuó que, entre pensamientos muy valiosos para interpretar la obra de Heidegger, los cuadernos contenían “respuestas” que aclararían su implicación y ruptura con el nacionalsocialismo. Aparte de esto, ¿revelarían algo más hasta ahora escondido? Y una pregunta candente: ¿era Heidegger antisemita? De ahí que los estudiosos del filósofo y no solo ellos esperasen con expectación la aparición de estos volúmenes. ¿Colmarán tantas expectativas?

REFLEXIONES. Estos tres cuidados tomos contienen la minuciosa transcripción de 14 cuadernos negros titulados Reflexiones. Hasta los 34 conservados, aún quedan por publicar 20 cuadernos más con títulos como Anotaciones, Señales o Nocturno, entre otros; saldrán en seis tomos más que completarán los 102 planeados para culminar la ingente “obra completa” de Heidegger.

Las más de 1.600 reflexiones heideggerianas, numeradas en su mayoría, que ahora ven la luz por primera vez, datan del periodo comprendido entre 1931 y 1941; una década maldita para los alemanes y poco halagüeña para Heidegger. Hitler sube al poder en 1933; este mismo año, “el filósofo del ser”, el “rey secreto del pensamiento” —así denominaban al profesor Heidegger sus alumnos— es nombrado rector de la Universidad de Friburgo. En 1939 estalla la II Guerra Mundial y, de fondo, la humillación de los judíos, premonitoria de su exterminio.

De manera sorprendente para muchos de sus conocidos que no veían en él a un “nazi”, Heidegger comulgó con los nuevos ostentadores del poder en Alemania; no se reveló ni olfateó el peligro, sino todo lo contrario. Mientras que el filósofo Jaspers, amigo de Heidegger, y tantos jóvenes “heideggerianos” seguidores de sus seminarios —Karl Löwith, Hans Jonas, Günther Anders, Herbert Marcuse o Hannah Arendt— quedaron anonadados por aquel revés político, el nuevo rector se pavoneaba aquí y allá luciendo el águila alemana en la solapa; o posaba para la foto oficial de la Universidad con bigotillo chaplinesco-hitleriano, gesto adusto de führer y ojos de iluminado. En conversación con Jaspers, al expresar éste que Hitler no era un hombre de cultura y que bien poco podía esperarse de él, Heidegger le contestó: “Eso no importa, solo mire usted sus hermosas manos”. El “filósofo del comenzar” se emocionó con Hitler, creyó que su advenimiento simbolizaba el inicio de una nueva era que encaminaría a los alemanes a la verdad y al orgullo de su existir.

Heidegger, ampuloso y vacío en su gravedad política, actuó como un pequeño dictador durante el año que ofició de rector: dio un vuelco a la universidad. Creyéndose un nuevo Heráclito, un filósofo fundador y único, llamó a los estudiantes a pensarlo todo de nuevo, a “decidirse” por establecer sabiduría y cultura como valores absolutos a los que debían consagrarse con fanatismo. Los demás profesores y las autoridades nacionalsocialistas no compartían tan temerario afán de renovación y aislaron a Heidegger. Sus anhelos de führer universitario, acaso hasta de nazi iluso, chocaban con la verdad de lo que acontecía por doquier, lo cual no tardó en advertir, tal y como lo confió a sus cuadernos negros. En verdad el triunfo era del partidismo y la burda cultura que imponían los vencedores —una “cultura” de corte “popular”—; triunfaban el “ruido” y la “propaganda” (“arte de la mentira”) —anotó—. La Universidad se hallaba tomada por estudiantes en uniforme de las SA; había que medir las palabras en aquella institución transformada en “escuela técnica”. En suma, Heidegger se desilusionó.

El 28 de abril de 1934 apuntó: “Mi cargo puesto a disposición, ya no es posible una responsabilidad. ¡Que vivan la mediocridad y el ruido!”. Heidegger se enfadó con los nazis, aunque en privado. De pronto vio que el gran peligro que acechaba a la Universidad y por extensión a Alemania lo constituía “esa mediocridad y esa nivelación que dominan sobre todas las cosas”. Le resultaba insoportable que “maestros de escuela asilvestrados, técnicos en paro y pequeñoburgueses acomplejados se erijan en guardianes del pueblo”. En otras anotaciones posteriores —crípticas, como todas las suyas— se interrogaba sobre la valentía del preguntar, tan cara a su filosofía: “¿Por qué falta ahora en el mundo la disposición a saber que no tenemos la verdad y que debemos preguntar de nuevo?”. En la época que vive, anota de nuevo, las ciencias del espíritu se ven sometidas a “una visión política del mundo”, la medicina se convierte en “técnica biologicista”, el derecho es “superfluo” y la teología “carece de sentido”.

Tras el fracaso del rectorado, apartado de la política (“la realpolitik, una prostituta”), Heidegger siguió con sus clases y seminarios. En 1936 inició sus lecciones sobre Nietzsche y comenzó a interpretar la poesía de Hölderlin. En los cuadernos negros de 1938 y 1939 ambos autores están omnipresentes; el filósofo veía en ellos a los portadores de “verdades” que los alemanes no entienden. Incomprendidos y solitarios, se sentía afín a sus destinos: Alemania, “pueblo de pensadores y poetas”, no sabe como “pueblo” apreciar a sus pensadores y poetas. Entretanto, estalla la guerra. Heidegger, recluido en su cabaña alpina de Todtnauberg, se concentró en sus especulaciones sobre el “ser-ahí” o Dasein inmerso en los entes y ayuno del “Ser”. En sus notas jamás vemos un yo personal que exprese sentimientos; Heidegger se muestra frío y dramático, sin un ápice de humor; solo abstracción y torsión de las ideas salían de su pluma.

Algunas entradas consignadas en 1941, de eco antisemita, han levantado ampollas en la prensa internacional. Heidegger, quien jamás se pronunció sobre el Holocausto, rechazaba las teorías raciales tachándolas de “mero biologicismo”, pero también escribió que “… los judíos, dado su acentuado don calculador, viven desde hace mucho según el principio racial; de ahí que ahora se opongan con tanto ahínco a su aplicación”. Otras reflexiones sostienen que “judaísmo”, “bolchevismo”, “nacionalsocialismo” y “americanismo” son estructuras supranacionales que forman parte del ilimitado poder de una “maquinación” universal —“Machenschaft”—, a la que solo mueven “intereses” que han causado la guerra mundial. La guerra es la consumación de “la técnica”; su último acto será “la explosión en pedazos de la tierra y la desaparición de la humanidad”. Tal desenlace no sería una “desgracia”, escribe el filósofo, “porque el Ser quedaría limpio de sus profundas deformidades causadas por la supremacía de los entes”. En otra anotación, Heidegger sentencia: “Al hombre espiritual activo solo le quedan hoy dos posibilidades: estar en el puente de mando de un dragaminas o volver el barco del más extremo preguntar hacia la tormenta del Ser”. Él optó por lo segundo.

Al final de la guerra, en 1945, a Heidegger lo enrolan en las milicias populares para la defensa de Friburgo, pero el Reich capituló antes de que pudiera trabar combate; su lucha particular sobrevino después. Tachado de nazi, los aliados le prohibieron dar clases. Lo que más disgustó a la comisión que juzgó su adhesión al nacionalsocialismo fue la ausencia de arrepentimiento por parte del afamado profesor. Se mostró distante, mudo. Cuando de nuevo le llegó la fama, en vez de decir algo contundente sobre su pasado o sobre los crímenes nazis, siguió guardando silencio. Hannah Arendt exculpó su mutismo destacando su falta de carácter y su cobardía. Pero ¿de verdad había algo sustancial detrás de semejante callar? ¿Podía un filósofo tan abstracto dar respuestas claras? (“Toda pregunta, un placer; toda respuesta, un displacer”, poetizó). Se necesitará un estudio profundo de estos cuadernos negros para determinar si las reflexiones que contienen aportan luz en las tinieblas heideggerianas. Para empezar, una sentencia luminosa del propio Heidegger: “El errar es el regalo más escondido de la verdad”.

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