Sunday 14 Apr 2024 | Actualizado a 18:36 PM

Buenos y malos lectores

Está claro que existen buenos y malos escritores; ¿existen también buenos y malos lectores?

/ 10 de febrero de 2013 / 04:00

Sabemos que existen buenos y malos escritores, pero ¿existen buenos y malos lectores? Para Vladímir Nabokov, sí. En el prólogo a Lecciones de literatura europea (aquel que inicia célebremente pidiendo a los lectores que “acaricien los detalles”) redacta el siguiente test:
“Selecciona cuatro respuestas a la pregunta: ¿qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector:

1) Debe pertenecer a un club de lectores. 2) Debe identificarse con el héroe o la heroína. 3) Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico. 4) Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos. 5) Debe haber visto la novela en película. 6) Debe ser un autor embrionario. 7) Debe tener imaginación. 8) Debe tener memoria. 9) Debe tener un diccionario. 10) Debe tener cierto sentido artístico”.

Obviamente, los cuatro últimos ítems son los correctos para Nabokov: imaginación, memoria, diccionario y cierto sentido artístico. No así aquellos lectores que se identifican con los personajes (cada obra crea personalidades únicas, imposibles de ser comparadas con algún ser vivo), y tampoco es necesario pretender escribir —o hacerlo profesionalmente— para graduarse como buen lector. Aquellos que prefieren novelas de acción y diálogos (la “agilidad” debería ser un requisito sólo en las clases de gimnasia) tampoco serían buenos lectores. Y los que buscan en las novelas aspectos socio-económico, esos lectores antropológicos carentes de imaginación e incapaces de reconocer la autonomía de la ficción, están irremediablemente perdidos para Nabokov.

¿Y la memoria? Actualmente, fomentar el uso de la memoria es un insulto. “El profesor X usa un método memorístico” es, quizá, el peor de los ataques que puede recibir el pobre profesor X, con los hombros llenos de polvo de tiza y a punto de jubilarse. Sin embargo, ejercitar la memoria es fundamental para capturar y acariciar esos “deliciosos detalles” de los que, dice Nabokov, los buenos libros están cargados.

Sostiene también que la relectura es mejor que la lectura. La buena memoria ayuda a sobrellevar los defectos naturales de una primera lectura. Leer bien implicaría no sólo recordar el nombre del protagonista, sino también de qué tamaño era el escarabajo Samsa, cuántos años le llevaba su esposo a Anna Karenina y el color de la corbata que Gatsby llevaba cuando se reencontró con Daisy.

También hay que prestar atención a aquel “sentido artístico”, pues para Nabokov un buen lector sólo puede leer buenos libros (solía calificar a los autores como si estuviesen en un salón de clase: Tolstoi tenía sobresaliente, Dostoievski lo esperaba en la puerta del salón para preguntar por qué no había aprobado). Quien sabe leer busca siempre libros exigentes, no puede limitarse a tragar sin masticar las papillas precocidas de Paulo Coelho o a soplarse el merchandising soft porno empaquetado de novela de E. L. James.
Necesita retos.

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Facebook de Julio Cortázar

/ 21 de abril de 2013 / 04:00

Esta semana he andado mucho en el Facebook. He leído a una amiga que pide que le recomienden libros distópicos en portugués y a otra que pregunta cuál es el método más eficiente para quitar una mancha de grasa del pantalón. He cruzado por la selva de fotografías con frases cristianas para compartir, bromas ingeniosas, chistes absurdos y las anécdotas divertidas, tristes y dulces al mismo tiempo, de un amigo que se está despidiendo así de su hermana enferma. He desplazado lecturas y películas planeadas, y no me arrepiento. El Facebook es un universo que se extiende y se renueva; somos muy afortunados de haber participado desde sus inicios de este momento.

Se me ocurre pensar qué hubiera pasado si este fenómeno hubiera sucedido a fines de los 50. Ahora, los sobrevivientes del boom miran con recelo e incluso menosprecio a las redes sociales, pero de haber sucedido cuando empezaban sus carreras literarias sin duda hubieran participado. Gabriel García Márquez tendría una página casi sin actividad, etiquetado en muchas fotos y textos de sus amigos, contestando con ironía alguna que otra frase. Jamás pondría “Me gusta”. A nada. Eso no va con él. Carlos Fuentes, por el contrario, sería un heavy user. Constantemente actualizaría su página con enlaces a lecturas, en francés, inglés y castellano, a noticias internacionales sobre política, cultura, economía. Colgaría largos, interminables estatus —cuando no “notas”— con posturas políticas (la literatura también ocuparía un lugar, pero menor) y crearía álbumes con fotografías donde se le vería, inevitablemente elegante y sonriente, en países remotos o sitios célebres. ¿Sería quizá un adicto al Foursquare? Probablemente, pero de ninguna manera al Twitter.

Mario Vargas Llosa, por su parte, tendría un perfil parecido al de Carlos Fuentes, quizá más combativo pero menos frecuente. A diferencia de García Márquez y de Fuentes, sería muy selectivo al aceptar amistades, colgaría muy pocas fotos y antes que escribir estatus —que, sin duda, escribiría— se dedicaría a comentar en las páginas de los demás. Sería un argumentador feroz, culto e ingenioso, siempre con la última palabra y dispuesto a discutir incluso con los troll. De vez en cuando, algún familiar lo saludaría y Vargas Llosa no podría evitar poner debajo una frase amable y doméstica, siempre en plural: “Ha empezado el frío y es difícil acostumbrarse, pero estamos bien. Patricia y yo los recordamos siempre”. Tampoco tendría Twitter.

¿Y Julio Cortázar? Ninguno como él para aprovechar al máximo las redes sociales. No sólo tendría una cuenta de Facebook o Twitter, sino de cualquier plataforma que apareciese, aunque sólo fuera por curiosidad. Incluso, se me ocurre, tendría varias cuentas de Facebook, y aprovecharía las cuentas falsas para crear conversaciones y situaciones absurdas, cómicas o complejas en su cuenta real. ¿Quién escribe esto y contesta lo otro? Intervendría en todas las conversaciones (incluso en el consejo sobre el mejor método para sacar manchas de grasa), pondría centenares de “Me gusta”, colgaría videos de YouTube de jazz, situaciones extrañas, bromas y gatos. Compartiría memes divertidos. Hablaría de todo, incluso de deporte. Sus estatus políticos serían serios, pero también escribiría textos divertidos, con el humor del libro de cronopios, o mostrando el lado ridículo de la seriedad como en Último round. Obviamente, lo suyo sería el juego de palabras. Sería adicto al Instagram. Subiría fotos de objetos, carteles, personas, paisajes, animales, todos fotografiados con su iPhone mientras pasea y acompañados por textos breves o titulados con ingenio. Su cuenta de Pinterest sería, simplemente, espléndida, de visita obligatoria, como un museo maravilloso donde cada foto es un hallazgo. Sus enlaces seguirían la misma lógica del asombro ante el absurdo del mundo. “Juegos de la imaginación, dice el señor cuerdo que nunca falta entre los locos”, expresó alguna vez Cortázar, arrastrando las erres. Juegos de la imaginación también los míos, sin duda. El Facebook de Cortázar. ¿A quién se le ocurre?

Se me ocurre a mí y no sin razón. Se cumple este año el cincuentenario de la primera edición de Rayuela y aunque el ambiente entre los lectores es festivo, los escritores —me incluyo— somos más escépticos. He leído varias declaraciones contra Rayuela, algunas incluso de inusitada violencia, y reconozco que estoy dispuesto a aceptar como válida la mayoría de críticas. En especial aquellas que sostienen que Cortázar es mejor cuentista y que Rayuela es una novela desigual. Lo es, aunque, ¿qué novela de más de 300 páginas no es desigual? Nada puede impedir que el mundo de Rayuela haya envejecido tan rápido, mientras envejecían o se trivializaban sus preocupaciones. La filosofía zen, el pensamiento budista o los mandalas se han convertido ahora en tema de libros de autoayuda. Los hipervínculos, del que fue casi un precursor, son ahora cosa de todos los días y por eso Rayuela, en medio de la tecnología actual, parece un mamotreto inmanejable y tan anacrónico como sólo puede serlo lo que fue alguna vez modernísimo. Además, la afición de Cortázar por las frases ingeniosas o entrañables, aforismos o grafitis que pintados en paredes cambiarían el mundo, ahora se frivolizan en memes o tuits para etiquetar y compartir.

Sin embargo, no tengo duda de que Rayuela sobrevivirá nuestro escepticismo no sólo porque es una novela que dice cosas, sino porque las dice de una manera lúdica (por encima de la pomposidad de algunas escenas o ideas) que no se ha desactualizado sino, al contrario, se ha convertido en una marca registrada en las redes sociales. No es gratuito que el libro se titule como un juego de niños ni que, incluso en sus momentos más solemnes, aflore el lado divertido, la sonrisa que se ríe de sí mismo y celebra la travesura, el malentendido o el absurdo. Como ninguno, Cortázar consiguió captar una instantánea de su tiempo, aunque esa fortuna siempre pasa la factura. Aún así, lo lúdico se alza sobre cualquier hoguera prematura para decirnos que puede haber envejecido el mundo que originó Rayuela, pero jamás Rayuela.

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Facebook de Julio Cortázar

/ 21 de abril de 2013 / 04:00

Esta semana he andado mucho en el Facebook. He leído a una amiga que pide que le recomienden libros distópicos en portugués y a otra que pregunta cuál es el método más eficiente para quitar una mancha de grasa del pantalón. He cruzado por la selva de fotografías con frases cristianas para compartir, bromas ingeniosas, chistes absurdos y las anécdotas divertidas, tristes y dulces al mismo tiempo, de un amigo que se está despidiendo así de su hermana enferma. He desplazado lecturas y películas planeadas, y no me arrepiento. El Facebook es un universo que se extiende y se renueva; somos muy afortunados de haber participado desde sus inicios de este momento.

Se me ocurre pensar qué hubiera pasado si este fenómeno hubiera sucedido a fines de los 50. Ahora, los sobrevivientes del boom miran con recelo e incluso menosprecio a las redes sociales, pero de haber sucedido cuando empezaban sus carreras literarias sin duda hubieran participado. Gabriel García Márquez tendría una página casi sin actividad, etiquetado en muchas fotos y textos de sus amigos, contestando con ironía alguna que otra frase. Jamás pondría “Me gusta”. A nada. Eso no va con él. Carlos Fuentes, por el contrario, sería un heavy user. Constantemente actualizaría su página con enlaces a lecturas, en francés, inglés y castellano, a noticias internacionales sobre política, cultura, economía. Colgaría largos, interminables estatus —cuando no “notas”— con posturas políticas (la literatura también ocuparía un lugar, pero menor) y crearía álbumes con fotografías donde se le vería, inevitablemente elegante y sonriente, en países remotos o sitios célebres. ¿Sería quizá un adicto al Foursquare? Probablemente, pero de ninguna manera al Twitter.

Mario Vargas Llosa, por su parte, tendría un perfil parecido al de Carlos Fuentes, quizá más combativo pero menos frecuente. A diferencia de García Márquez y de Fuentes, sería muy selectivo al aceptar amistades, colgaría muy pocas fotos y antes que escribir estatus —que, sin duda, escribiría— se dedicaría a comentar en las páginas de los demás. Sería un argumentador feroz, culto e ingenioso, siempre con la última palabra y dispuesto a discutir incluso con los troll. De vez en cuando, algún familiar lo saludaría y Vargas Llosa no podría evitar poner debajo una frase amable y doméstica, siempre en plural: “Ha empezado el frío y es difícil acostumbrarse, pero estamos bien. Patricia y yo los recordamos siempre”. Tampoco tendría Twitter.

¿Y Julio Cortázar? Ninguno como él para aprovechar al máximo las redes sociales. No sólo tendría una cuenta de Facebook o Twitter, sino de cualquier plataforma que apareciese, aunque sólo fuera por curiosidad. Incluso, se me ocurre, tendría varias cuentas de Facebook, y aprovecharía las cuentas falsas para crear conversaciones y situaciones absurdas, cómicas o complejas en su cuenta real. ¿Quién escribe esto y contesta lo otro? Intervendría en todas las conversaciones (incluso en el consejo sobre el mejor método para sacar manchas de grasa), pondría centenares de “Me gusta”, colgaría videos de YouTube de jazz, situaciones extrañas, bromas y gatos. Compartiría memes divertidos. Hablaría de todo, incluso de deporte. Sus estatus políticos serían serios, pero también escribiría textos divertidos, con el humor del libro de cronopios, o mostrando el lado ridículo de la seriedad como en Último round. Obviamente, lo suyo sería el juego de palabras. Sería adicto al Instagram. Subiría fotos de objetos, carteles, personas, paisajes, animales, todos fotografiados con su iPhone mientras pasea y acompañados por textos breves o titulados con ingenio. Su cuenta de Pinterest sería, simplemente, espléndida, de visita obligatoria, como un museo maravilloso donde cada foto es un hallazgo. Sus enlaces seguirían la misma lógica del asombro ante el absurdo del mundo. “Juegos de la imaginación, dice el señor cuerdo que nunca falta entre los locos”, expresó alguna vez Cortázar, arrastrando las erres. Juegos de la imaginación también los míos, sin duda. El Facebook de Cortázar. ¿A quién se le ocurre?

Se me ocurre a mí y no sin razón. Se cumple este año el cincuentenario de la primera edición de Rayuela y aunque el ambiente entre los lectores es festivo, los escritores —me incluyo— somos más escépticos. He leído varias declaraciones contra Rayuela, algunas incluso de inusitada violencia, y reconozco que estoy dispuesto a aceptar como válida la mayoría de críticas. En especial aquellas que sostienen que Cortázar es mejor cuentista y que Rayuela es una novela desigual. Lo es, aunque, ¿qué novela de más de 300 páginas no es desigual? Nada puede impedir que el mundo de Rayuela haya envejecido tan rápido, mientras envejecían o se trivializaban sus preocupaciones. La filosofía zen, el pensamiento budista o los mandalas se han convertido ahora en tema de libros de autoayuda. Los hipervínculos, del que fue casi un precursor, son ahora cosa de todos los días y por eso Rayuela, en medio de la tecnología actual, parece un mamotreto inmanejable y tan anacrónico como sólo puede serlo lo que fue alguna vez modernísimo. Además, la afición de Cortázar por las frases ingeniosas o entrañables, aforismos o grafitis que pintados en paredes cambiarían el mundo, ahora se frivolizan en memes o tuits para etiquetar y compartir.

Sin embargo, no tengo duda de que Rayuela sobrevivirá nuestro escepticismo no sólo porque es una novela que dice cosas, sino porque las dice de una manera lúdica (por encima de la pomposidad de algunas escenas o ideas) que no se ha desactualizado sino, al contrario, se ha convertido en una marca registrada en las redes sociales. No es gratuito que el libro se titule como un juego de niños ni que, incluso en sus momentos más solemnes, aflore el lado divertido, la sonrisa que se ríe de sí mismo y celebra la travesura, el malentendido o el absurdo. Como ninguno, Cortázar consiguió captar una instantánea de su tiempo, aunque esa fortuna siempre pasa la factura. Aún así, lo lúdico se alza sobre cualquier hoguera prematura para decirnos que puede haber envejecido el mundo que originó Rayuela, pero jamás Rayuela.

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Buenos y malos lectores

Está claro que existen buenos y malos escritores; ¿existen también buenos y malos lectores?

/ 10 de febrero de 2013 / 04:00

Sabemos que existen buenos y malos escritores, pero ¿existen buenos y malos lectores? Para Vladímir Nabokov, sí. En el prólogo a Lecciones de literatura europea (aquel que inicia célebremente pidiendo a los lectores que “acaricien los detalles”) redacta el siguiente test:
“Selecciona cuatro respuestas a la pregunta: ¿qué cualidades debe tener uno para ser un buen lector:

1) Debe pertenecer a un club de lectores. 2) Debe identificarse con el héroe o la heroína. 3) Debe concentrarse en el aspecto socioeconómico. 4) Debe preferir un relato con acción y diálogo a uno sin ellos. 5) Debe haber visto la novela en película. 6) Debe ser un autor embrionario. 7) Debe tener imaginación. 8) Debe tener memoria. 9) Debe tener un diccionario. 10) Debe tener cierto sentido artístico”.

Obviamente, los cuatro últimos ítems son los correctos para Nabokov: imaginación, memoria, diccionario y cierto sentido artístico. No así aquellos lectores que se identifican con los personajes (cada obra crea personalidades únicas, imposibles de ser comparadas con algún ser vivo), y tampoco es necesario pretender escribir —o hacerlo profesionalmente— para graduarse como buen lector. Aquellos que prefieren novelas de acción y diálogos (la “agilidad” debería ser un requisito sólo en las clases de gimnasia) tampoco serían buenos lectores. Y los que buscan en las novelas aspectos socio-económico, esos lectores antropológicos carentes de imaginación e incapaces de reconocer la autonomía de la ficción, están irremediablemente perdidos para Nabokov.

¿Y la memoria? Actualmente, fomentar el uso de la memoria es un insulto. “El profesor X usa un método memorístico” es, quizá, el peor de los ataques que puede recibir el pobre profesor X, con los hombros llenos de polvo de tiza y a punto de jubilarse. Sin embargo, ejercitar la memoria es fundamental para capturar y acariciar esos “deliciosos detalles” de los que, dice Nabokov, los buenos libros están cargados.

Sostiene también que la relectura es mejor que la lectura. La buena memoria ayuda a sobrellevar los defectos naturales de una primera lectura. Leer bien implicaría no sólo recordar el nombre del protagonista, sino también de qué tamaño era el escarabajo Samsa, cuántos años le llevaba su esposo a Anna Karenina y el color de la corbata que Gatsby llevaba cuando se reencontró con Daisy.

También hay que prestar atención a aquel “sentido artístico”, pues para Nabokov un buen lector sólo puede leer buenos libros (solía calificar a los autores como si estuviesen en un salón de clase: Tolstoi tenía sobresaliente, Dostoievski lo esperaba en la puerta del salón para preguntar por qué no había aprobado). Quien sabe leer busca siempre libros exigentes, no puede limitarse a tragar sin masticar las papillas precocidas de Paulo Coelho o a soplarse el merchandising soft porno empaquetado de novela de E. L. James.
Necesita retos.

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Un balance personal 2012

Ritual ineludible de fin de año, los balances, como éste sobre literatura, están a la orden del día

/ 30 de diciembre de 2012 / 04:00

Desde que llevo mi blog Moleskine Literario hago un balance literario personal de cada año. Subrayo que es ‘personal’ porque hay muchos libros que me quedaron en la mesa del velador por leer. Aquí dejo, entonces, el balance de lo que me dejó este año tan intenso.
       Los cinco libros del 2012:
1. El libro uruguayo de los muertos de Mario Bellatin (Sexto Piso).
2. El sentido de un final de Julian Barnes (Anagrama).
3. Más allá del tiempo de David Grossman (Lumen).
4. La soledad del lector de David Markson (La Bestia Equilátera).
5. Antigua luz de John Banville (Alfaguara)
La revelación del año: La soledad del lector, de David Markson, un libro fragmentado, híbrido, que presenta atinadamente al lector como un alter ego del escritor.
La decepción del año: Joseph Anton, de Salman Rushdie, las esperadas memorias de los años de la fatwa mostraron a un escritor egocéntrico, rencoroso, vengativo e incapaz de tomar distancia sobre sí mismo y convertir su tragedia en un aprendizaje.
El evento del año: La FIL Guadalajara se ha convertido en la Gran Feria del Libro en castellano y una de las más importantes del mundo. Autores de calidad en varios idiomas, buena información, muy versátil y diversa en los temas expuestos, estupendas ventas y récord de visitantes. Pero, sobre todo, entrañable. Mejor, imposible.
Lo feo del año: La discusión a favor y en contra del premio FIL Guadalajara a Alfredo Bryce Echenique era previsible y comprensible, pero la decisión de entregarle el premio al autor fuera de la FIL no se justifica y dejó descontento a todos.
La editorial del año: La editorial Sexto Piso ha mostrado la fortaleza que tiene las editoriales alternativas cuando son bien dirigidas. Autores como Bellatin, Glantz, Goldman, Keret, Petrovic, Powers, Rolin son aval de un trabajo bien hecho. Mención honrosa a las premiadas editoriales argentinas Adriana Hidalgo y Eloísa Cartonera.

ESCRITOR. El escritor del año: Mo Yan, un premio Nobel que puso en el tapete el tema de la censura y el compromiso del escritor pero cuya calidad literaria es incuestionable y el premio merecidísimo. Mención honrosa a Mario Vargas Llosa, infatigable como ensayista, novelista (su nueva novela se publicará el próximo año) y conferencista, quien mantiene su vigencia como el escritor más importante del idioma.
La pérdida del año: Aunque todas las muertes son lamentables, dos ausencias literarias me han conmovido especialmente, dos autores notables y auténticos animadores culturales: el narrador mexicano Carlos Fuentes y el poeta peruano Antonio Cisneros.
El blog literario del año: Las cosas de la velocidad, el blog que lleva Rodrigo Fresán en El Sindicato, es de lectura obligatoria.

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Viaje al planeta Bellatin en cuatro libros clave

De escritor a escritor, el mapa de una de las narrativas más originales de la lengua

/ 23 de septiembre de 2012 / 04:00

Salón de belleza. Publicado en 1994, es el libro más reeditado y traducido de Mario Bellatin. La novela conjuga elementos kitsch, propios de un salón de belleza y del protagonista, con una lectura medieval del sida —que nunca se nombra así— como una peste que azota a la humanidad.

 Un travesti convierte su salón de belleza en un moridero, donde conduce a las víctimas del “mal” —que él mismo padece— para que puedan morir dignamente.

Se intercalan recuerdos de su vida libertina, incursiones en baños turcos, encuentros homosexuales y palizas recibidas por grupos homofóbicos, con obsesivas descripciones del cuidado de los peces. Como en el Decamerón, la verdadera peste no es la que yace en los cuerpos del moridero, sino en la sociedad, en el mundo que margina y segrega a los demás. El epígrafe de Yasunari Kawabata resume esa tensión entre lo marginal y lo políticamente correcto: “Cualquier clase de inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana”.

‘FLORES’. Publicado en 2000,  Flores es un punto de inflexión entre la obra anterior de Bellatin y la obra que continuará. En esta novela, el lenguaje de Bellatin, que desde sus inicios tiende a ir eliminando los lastres de una prosa “literaria” y hacerse exiguo y preciso, en un método de composición que podría calificarse como de “deshidratación”, consigue su absoluta constricción.

La historia se cuenta a través de apartados autónomos y breves, titulados con el nombre de una flor. Por otra parte, los temas que se presentan aquí de manera desordenada y superpuesta recogen algunos tópicos de su obra anterior, expuestos ahora de manera concreta, y se enumeran los temas a tratar en su obra futura: lo anormal, la belleza de lo grotesco, la mutilación, la falsa autobiografía, la enfermedad como síntoma de la singularidad y, finalmente, la búsqueda espiritual (o, mejor dicho, “mística”) detrás de la realidad anecdótica, cada vez más extraña o extravagante. A partir de Flores, la consigna para leer la obra de Bellatin será: “Escribo para que no me crean”.

VIDRIO.  El gran vidrio. Publicada en 2007, esta novela lleva el engañoso título de Tres obras autobiográficas. Ante ello, el mismo Bellatin reconoció en una entrevista: “En todas mis obras aparece mi yo fantasmagórico”. El gran vidrio reúne tres novelas breves: ‘Mi piel luminosa’, ‘La verdadera enfermedad de la sheika’ y ‘Un personaje en apariencia moderno’.

Aunque ninguna de las obras es una “autobiografía” en sentido estricto, en todas ellas aparecen, tras algunas mutaciones o saltos cualitativos, escenas que se pueden considerar autobiográficas. La conclusión final a la que nos conducen las historias es que el artista, el creador, es un freak, un raro, cuya obra sólo existe si logra llamar la atención y ser parte de un espectáculo. La endeble distancia entre la realidad y la ficción se corresponde con la distancia entre la vida y la muerte, y también la vigilia y el sueño.

En estas tres novelas breves, además, Bellatin alcanza una gran conciencia sobre el acto de escritura como un proceso “invisible” donde el razonamiento no tiene sentido, y que está ligado más al mundo de los sueños místicos o la unión espontánea de partes divididas aleatoriamente que, sin embargo, forman un conjunto o, mejor dicho, una unicidad.

Uruguayo. El libro uruguayo de los muertos. Publicada este año, es una novela autorreferencial que intenta unificar toda la obra anterior bajo un mismo principio: el texto literario es apenas un especto de una existencia superior, un orden mayor, donde las cosas comunes y corrientes, así como las más insólitas, incluyendo aquellas sin sentido, conforman un discurso que delata una vida diferente, donde los límites entre la vida y la muerte —y cualquier otro límite temporal o espacial— han sido borrados.

La novela, la más extensa del autor, es una carta de 260 páginas dirigida a un lector a quien el narrador ha conocido sólo una vez, pero cuya impresión ha sido muy profunda. La distancia entre el día que el autor conoció a su emisario y la escritura de la carta es de 36 horas.
Sin embargo, la descripción de lo que hará y ha hecho en los últimos meses —en desorden temporal— y la mención a personajes reales (Sergio Pitol), así como la descripción de anécdotas concretas y sueños místicos, son elementos que entran en una vorágine que repite y trastoca cada episodio con ligeras variaciones, adoptando aquello que asomaba en El gran vidrio: un relato es sólo el espectro de algo que existe en una dimensión distinta, que no tiene orden ni relación obvia, que surge por generación espontánea y que permite hacer visible aquello que está escondido para los demás.

La novela es un resumen de la obra anterior de Bellatin, pero también un salto al vacío de la escritura . Es una novela-testamento y, al mismo tiempo, un paso a una escritura diferente, de alcances aún no determinados, cuyos resultados estamos ansiosos por conocer.

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