Todo el mundo, incluyendo al gremio de la crítica literaria, cree saber qué cuenta Franz Kafka en La transformación (¡no La metamorfosis!), el relato emblemático de la literatura moderna: Gregor Samsa se metamorfosea en un bicho-insecto, conjurando así el carácter absurdo y opaco de nuestra civilización. Pero ¿y si todo el mundo estuviera equivocado y no hubiera aquí nada grotesco ni inescrutable?

¿Se han preguntado alguna vez por qué, si la intención de Kafka hubiera sido narrar la metamorfosis de un hombre en insecto, se nos habla de su sangre y su carne, de sus lágrimas y su risa, de su cuello y sus orificios nasales, de su posición erguida y de sus discursos? Extraño insecto. ¿Por qué los familiares se refieren a su posible “mejoría”, por qué su madre le llama “mi desdichado hijo”, por qué su hermana entra en su habitación a horas fijas para ventilarla y alimentarlo, por qué todos se santiguan ante su cadáver?

Pero si prescindimos de la supuesta metamorfosis y leemos con atención, hallamos una narración perfectamente inteligible, que tiene como protagonista a un hombre ingenuo y emocionalmente frágil que se pliega en demasía a los intereses de su familia e interioriza los juicios ajenos con excesiva facilidad.

La historia  revela un hogar infame donde Gregor es víctima de una familia ociosa y sin muchos escrúpulos, a la que mantiene mientras se desloma trabajando. Este hombre agotado un día cae enfermo, y comienza a percibirse tal como los otros le verán: como un bicho, un ser insignificante y deleznable. El rechazo que sufre le hará asumir la visión de sus verdugos, según la cual él —la víctima— es un ser miserable, nada sino un bicho.

 Ahora bien, ¿quién nos cuenta esta historia? Aunque el relato está narrado en tercera persona, en realidad la voz narrativa no es omnisciente, sino que refleja una perspectiva limitada, que coincide esencialmente con la del propio protagonista. ¡Esto significa que La transformación está contada en la perspectiva de una víctima!

Precisamente aquí se despeja la solución al enigma, pues cuando la propia víctima llega a compartir la visión del círculo victimario, la verdad misma desaparece, imponiéndose como “verdad” una versión distorsionada en la que la víctima es presentada como un ser infrahumano.

Esta completa sustitución de la verdad por la mentira victimaria ha sido magistralmente reflejada por Kafka en La transformación. De este modo se entiende el relato en toda su complejidad, así como el hecho aleccionador y terrible de que, si bien éste está plagado de indicios de la genuina humanidad del protagonista, apenas nadie repare en ellos. Las implicaciones para nuestra herencia cultural son tan inmensas como inquietantes.

Kafka sondeó el mal que reina en nuestro mundo y los modos en que pasa inadvertido. Deberíamos desechar de una vez la cháchara del “absurdo” y lo “ininteligible”, y comenzar a reconocer en su obra una despiadada lección de lucidez.