La dedicación a la filosofía es una vocación extraña. No es, estrictamente hablando, una vocación o una profesión y, desde luego, no tiene nada que ver con eso que se enseña en las universidades; y menos aún con la ciencia, la técnica o la religión. Es un descubrimiento, que unas veces brota como una pasión y otras se parece a un desliz, un tropiezo como el de Tales, que cayó de bruces, concentrado como estaba mirando los astros en el firmamento.

Un buen día alguien se reconoce mirando lo que hay, lo que está allí delante de sus ojos, pero desde un ángulo insólito y, de golpe, descubre que esa manera extraña de mirar o de preguntar es lo que nuestra cultura denominó filosofía. Una célebre observación atribuida a Aristóteles afirma que la filosofía surge del asombro y que, con el tiempo, el asombro se transforma en curiosidad insaciable y en la capacidad de experimentar de forma distinta —asombro, curiosidad y memoria— y producir nuevos objetos de la imaginación y poderosos argumentos.

Eugenio Trías (Barcelona,1942) ha sido, probablemente, el único de los escritores españoles de la España moderna en el que se reconocían estos atributos que la tradición asigna a los filósofos genuinos. En su vasta obra se reconoce el asombro originario y la curiosidad intelectual que son características inconfundibles de los verdaderos filósofos. Trías tenía, además, una enorme capacidad de trabajo, lo que le permitió aquilatar a lo largo de su vida decenas de libros escritos con esa prosa rapsódica que era característica en él, a la vez profundamente racional y al mismo tiempo tan romántica y apasionada, que combinaba, como todos los que se dedican a este género extraño, con un auténtico amor por la dificultad.

El pensamiento de Trías estaba guiado por entusiasmo romántico y de otra parte por su voluntad de remontarse por encima de la medianía española en materia de filosofía. Construir su obra fue una proeza. No hay que olvidar que a Trías le tocó formarse y estrenarse como escritor en una España patética, que no tuvo Ilustración y que, tras la posguerra, sobrevivía asolada por el fascismo y el catolicismo más cerril. Su trayectoria muestra las huellas de los episodios fundamentales de la España moderna: el franquismo y el nacional-catolicismo, que marcaron su formación tanto como la de muchos otros intelectuales de su generación. Trías fue conspicuo y activo representante de la vanguardia barcelonesa de los años 60 y, en sus años de juventud, protagonizó las primeras y tímidas conexiones con el marxismo renovado por la Escuela de Francfort, el estructuralismo francés y el psicoanálisis. Se sumó sin vacilaciones al rescate de la obra de Nietzsche, fue uno de los primeros lectores inteligentes de la obra de Michel Foucault y colaboró intensamente con los primeros círculos lacanianos. Nada escapaba a su inmensa curiosidad. Era un intelectual ganado por el entusiasmo, arbitrario, a menudo veleidoso y temperamental, estimulante tanto en sus filias como en sus fobias.

En su etapa de madurez, tras su tesis doctoral sobre Hegel, dedicó todo su empeño en reconducir el pensamiento español contemporáneo, repartido entre el marxismo sesentaochista y las arideces del análisis y el formalismo lógico, a la gran tradición del idealismo y el romanticismo alemanes. Lo hizo sumergiéndose en la lectura de Heidegger y casi enseguida de Filosofía del futuro, intentó fundirse con la herencia de Kierkegaard, Schelling y Joachim de Fiore. A Trías debemos una nueva mirada sobre la religión, una teoría del límite y la voluntad de legar a cultura española un pensamiento organizado en sistema, que unos comparan con el de Ortega y Gasset, aunque hay que decir que Ortega no estaba entre sus filósofos preferidos.

Pero Eugenio Trías no era solamente un filósofo. Era también un alma bella. En el periodo final de su vida, ya bajo las terribles penurias que le impuso su larga enfermedad, produjo obras radiantes sobre dos de sus grandes pasiones: la música y el cine, que, como todo en él, abordaba con voracidad y genio.

Su muerte es una gran pérdida para la cultura española contemporánea y para quien esto (tan apresurada y torpemente) escribe un profundo dolor. Pocas veces nos es dado encontrar en un hombre, sea afín o sea adversario, con la sensibilidad despierta a todos los signos, la incomparable pasión, la erudición o la complicidad en espíritu y cuerpo, como las que nos dispensó Eugenio Trías a quienes tuvimos el privilegio de conocerlo.

El pensamiento del límite

Francesc Arroyo – El País

A Eugenio Trías  nada del pensamiento le era ajeno: la ética, la reflexión cívico-política, la filosofía de la religión, la estética… Quizá por ello había publicado ya varios libros antes de haber cumplido los 30 años. Luego, de repente, se fue. A Brasil. Una época explicada con no poco sentido del humor en su autobiografía El árbol de la vida (2003). Pero volvió pronto, y con solo 32 años ya recibía el primero de cerca de una quincena de reconocimientos. Sería en 1974 por Drama e identidad, donde ya dejaba ver su pasión por la música al buscar estructuras comunes entre la sonata y la tragedia. El estudio obtendría el premio Nueva Crítica, que abría un palmarés que le llevaría, sólo un año después, a ganar el premio Anagrama de ensayo por El artista y la ciudad. Otro hito de esa trayectoria sería, en 1983, el premio Nacional de Ensayo por Lo bello y lo siniestro.

Convencido de que la filosofía debía tener “antenas poéticas”, intentó impregnar de ello sus títulos más celebrados en el métier, quizá La filosofía y su sombra y Teoría de las ideologías. Catedrático de Estética desde 1986, se decía que era el introductor del estructuralismo y de Foucault. Era mucho más, claro, y sabía mucho más, como demostró a lo largo de los casi 30 títulos que publicó. En su obra escrita hay conceptos que resultan clave. En especial, el de límite. La filosofía es pensamiento en el límite y es la noción de límite lo que ilumina el conjunto del ser. Resulta difícil no ver en esta visión del sujeto en el mundo una imagen de una de sus pasiones: el cine. En el cine clásico, la pantalla es el límite que confiere sentido al haz de proyecciones de luz que, sin ese límite, se perderían en la nada, dejaría de ser percibidas por el espectador-sujeto. El desarrollo de esta cosmovisión la expuso en Lógica del límite (1991).

De esa pasión por el cine dejó constancia en Vértigo y pasión (1998), que incluye un texto sobre la película de Hitchcock que contribuye a dar título a la obra. En los últimos meses, Trías estaba trabajando en un texto dedicado, precisamente, al cine. Iba a ser el paralelo, en el conjunto de sus reflexiones, a las dedicadas a la música en su última obra publicada y una de las más exitosas: La imaginación sonora (2010).