AMOR
Hay películas cuyo comentario resulta perfectamente posible escribir no bien apagado el proyector —aun cuando no sea recomendable proceder de ese modo, es mejor en todo caso dejar madurar las ideas. En cambio, hay otras que demandan reposo, reflexión, despejar los sentimientos agitados durante la exhibición. Y no es que ello sea signo de complejidad, profundidad o algo parecido.
Hay películas cuyo comentario resulta perfectamente posible escribir no bien apagado el proyector —aun cuando no sea recomendable proceder de ese modo, es mejor en todo caso dejar madurar las ideas. En cambio, hay otras que demandan reposo, reflexión, despejar los sentimientos agitados durante la exhibición. Y no es que ello sea signo de complejidad, profundidad o algo parecido. Mucho menos, evidencia directa de calidad. En todo caso se trata del atestado de su eficiente impacto emocional y eso no habilita per se ningún juicio valorativo. La emotividad es uno de los registros posibles, y válidos, a mano de cualquier director. El asunto pasa por la forma de activar la turbulencia en cuestión. Y es justamente la forma utilizada por el director franco-austriaco Michael Haneke sobre la cual han apuntado sus dardos quienes opinan que en Amor estamos ante un típico caso de manipulación y exhibicionismo.
El lugar elegido por Haneke para ubicar la cámara en la escena inicial del concierto en el Théâtre des Champs Elysées, colocándonos imaginariamente frente al público, sobre el escenario, en el sitio de la escamoteada presencia del concertista, es un guiño inequívoco: somos nosotros los observados; es nuestra capacidad de digerir los detalles de la tragedia por venir el tema de la película.
No resulta por cierto sencillo sobrellevar los 127 minutos de esta aproximación implacable y sin concesiones al sufrimiento de una agonía lenta e inexorable, contada a martillazos, desde los títulos, blancos sobre un fondo negro, envueltos en un silencio sobrecogedor abruptamente quebrado por el derribo de una puerta cuando los bomberos irrumpen en el departamento, escenario casi excluyente del largo drama que acaba de concluir, pero que para nosotros es el punto de partida del largo flashback utilizado por Haneke para llevarnos de la mano en su descenso al infierno del dolor.
Anna y George, una pareja burguesa acomodada en la rutina sin sobresaltos, transita el crepúsculo de la vida compartida ajena a cualquier salida de tono. Ambos fueron profesores de música, se irá develando luego. Cierta noche, al regreso del concierto de alguno de sus antiguos alumnos, mientras reiteran los mínimos gestos de siempre, afloran los primeros indicios de la tempestad inminente. Se repiten acentuados en el desayuno del día siguiente: durante algunos minutos Anne queda en el limbo, perdida la conciencia. De inmediato una elipsis temporal, saltando información innecesaria, nos remite al momento del regreso de la pareja al departamento con Anne, víctima de un accidente cardiovascular, en silla de ruedas, paralizado el lado derecho de su cuerpo. De allí en adelante el amor de toda la vida será sometido a las pruebas más extremas.
Haneke —de quien vimos hace poco La cinta blanca— hace un cine siempre denso que, asevera el director, no pretende probar nada, aun cuando se muestre abierto a múltiples interpretaciones. En Amor, ese departamento atiborrado de libros, cuadros, partituras, con un piano como silenciado testimonio del pasado, pareciera un símbolo de la decadencia de la cultura europea. Del mismo modo, el exterior daría la impresión de significar un ámbito del cual únicamente pueden provenir perturbaciones. La paloma que se obstina en entrar al departamento es la representación del trastorno, del desorden en la intimidad celosamente guardada con un ánimo claustrofóbico. Un ánimo hostil incluso a las visitas de la hija que acude a reclamar una terapia más agresiva, chocando contra el tozudo fatalismo de George, renuente a toda rebeldía contra un devenir asumido como imposible de alterar.
La propia presencia en los roles centrales de Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, dos actores icónicos protagonistas de películas inolvidables en un momento especial del cine del viejo mundo —El conformista (Bernardo Bertolucci, 1971); Hiroshima mi amor (Alain Resnais, 1959), respectivamente, alcanzarían para garantizarles un sitio en la historia del cine— agrega otra nota alegórica, remitiendo a ese tiempo que se marcha. El deterioro corporal, actuado con una asombrosa capacidad interpretativa en dos personificaciones memorables, es la condensación física, palpable, del fin, de la inminencia de la muerte, a cuyo abismo siempre preñado de infinitas interrogaciones, la película se (nos) asoma con una rudeza próxima a la brutalidad.
El estilo Haneke está hecho de concisión y sequedad: largos planos generales estáticos, exclusión de cualquier música incidental, diálogos sostenidos incluso más allá de lo necesario, ausencia —aparente al menos— de énfasis; en suma, la búsqueda de un naturalismo desvestido de afeites estéticos o de cualquier otra índole. En gran medida la eficacia del impacto visceral provocado por esta disección en vivo del avance inexorable de la decrepitud resulta atribuible a tal opción estilística.
Sería seguramente injusto atribuirle al director una suerte de calculado oportunismo sabiendo, como se sabe, que los dramones sobre enfermos y minusválidos suelen tener las mayores chances de obtener premios, y no sólo en el caso del Oscar, producto de la a estas alturas inadmisible confusión entre arte y verismo. Pero aun sin incurrir en la sospecha gratuita, quedan algunas consideraciones éticas y estéticas imposibles de sortear no bien uno se repone del zarandeo afectivo de Amor.
Tiene que ver con las formas, con esta especie de pornografía del sufrimiento ajeno con la cual coquetea en varios tramos la película de Haneke, con el sadismo expositivo asumido como pauta a partir de la cual se establecen la estructura narrativa y la impostación dramática del relato.
Podría creerse que se trata de una decisión preñada a priori de dificultades, aun cuando pensándolo mejor tampoco resulta desdeñable la inferencia opuesta: que sea una salida por la tangente del facilismo. Porque, es cierto, resulta dramática y estéticamente más riesgoso apostar a la sugerencia, a la elipse o a la ambigüedad, opciones por lo general más propias del arte entendido a cabalidad como una recreación personal de lo real y no como una pura duplicación, por muy fiel, cuidadosa y creíble que sea.
Haneke, eso sí, no trampea, no oculta sus intenciones y es consecuente, de principio a fin con el propósito y con el método, pero son justamente ambos los que resultan opinables, desbordando el elogio justo a la esforzada tarea de la pareja protagónica en una lección imperecedera de talento y rigor, al igual que a la fidelidad del director a sus convicciones narrativas y de tratamiento, aun cuando uno esté muy lejos de compartirlas.
Ficha técnica
Título original: Amour. Dirección: Michael Haneke. Guión: Michael Haneke. Fotografía: Darius Khondji. Montaje: Nadine Muse, Monika Willi. Producción: Michael André, Stefan Arndt, Alice Girard, Daniel Goudineau. Intérpretes: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud, William Shimell, Ramón Agirre, Rita Blanco, Carole Franck, Laurent Capelluto, Jean-Michel Monroc. AUSTRIA, FRANCIA/2012.