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Contra los desahucios de la razón

La literatura es una realidad paralela; las ceremonias que la rodean, también. Así, en la entrega de un premio los poderosos celebran a los críticos con el poder, es decir, un ministro puede elogiar a un desobediente y un príncipe, a un infractor. El martes 23 en la mañana, las protestas de los afectados por los recortes en los colegios públicos Zulema y El Carrusel de Alcalá de Henares, España, no traspasaron los muros renacentistas del Colegio Mayor de San Ildefonso y los pitidos que ahogaban los aplausos en la plaza de San Diego al paso de las autoridades —los príncipes Felipe y Letizia, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy entre otros— contrastaban con la cordialidad y el silencio que presidió en el paraninfo de la universidad la entrega del premio Cervantes a José Manuel Caballero Bonald.

Si el silencio lo puso la solemnidad del acto, la cordialidad corrió a cargo de los muchos escritores que acompañaron en su gran día al poeta y narrador jerezano, de 86 años, un autor que cuenta con la admiración de sus colegas de generación y con la de los más jóvenes. “Un lúcido que no da lecciones”, como tal lo describió en su discurso el Príncipe después de destacar las raíces andaluzas de su obra y sus alas latinoamericanas.

Miembro de una generación literaria, la de los 50, que nunca distinguió entre literatura y amistad, lo primero que hizo el autor de Somos el tiempo que nos queda fue recordar a los amigos que le precedieron en el palmarés del Cervantes —Ana María Matute y Antonio Gamoneda le escuchaban entre el público— y a los que la muerte impidió entrar en él: Valente, Barral, Ángel González, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. Como dicen los manuales, niños de la guerra; como dijo uno de ellos, “partidarios de la felicidad”, escritores cuajados contra la dictadura franquista.

Llegó entonces el momento del Quijote, un libro que fue para él no “una lección” sino “una conmoción”. Siguiendo la regla no escrita de referirse en el discurso de recepción del premio más importante de las letras en español al autor que le da nombre, Caballero Bonald reivindicó al Cervantes menos trillado —el poeta—, algo que ha hecho por extenso en el ensayo que abre su libro más reciente, Oficio de lector (Seix Barral). “Quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta”, afirmó en Alcalá citando a Luis Cernuda.

Libertad fue una de las palabras más usadas por Caballero Bonald. La otra fue la palabra poesía, “ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó”. Corrección de las erratas de la historia, defensa contra sus “averías”, consuelo para sus trastornos y desánimos… todo eso es la poesía para un escritor que reivindicó la utopía —esa “esperanza consecutivamente aplazada”— y “los nobles aparejos de la inteligencia” para que el pensamiento crítico “prevalezca sobre todo lo que quiere neutralizarlo” en una sociedad “decepcionada, perpleja, zaherida”.

“Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla”, dijo el autor de Manual de infractores cuando su discurso se encaminaba hacia el final. “Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón”. Puede que algún día esa fórmula —desahucios de la razón— se lea como una simple metáfora, el 23 de abril de 2013, no. Y menos en la voz de alguien que suele repetir que busca que el poema ocupe más espacio que el texto propiamente dicho, que las palabras signifiquen dentro de la poesía más de lo que significan dentro del diccionario.

La literatura es una realidad paralela, es cierto, pero la otra, la cruda realidad, es tozuda, y a veces, aunque sea entre líneas, se cuela como la noche en un famoso poema de José Manuel Caballero Bonald, o sea, por las ventanas, por los ojos “de cerraduras y raíces”, por orificios y rendijas. Y por debajo de las puertas. También por aquellas cerradas al ruido de la calle.

Caballero: ‘La poesía te hace respetar la palabra’

Joaquín Pérez  – escritor

— Me gustaría que me contaras cuándo tuviste tu primera sensación de escritor.

— Son dos momentos y los tengo muy claros. Uno fue cuando descubrí a Espronceda, no al poeta, sino al hombre de acción que con 33 años ya había hecho de todo; incluso había estado preso por su republicanismo, además exiliado y hasta escapado con la mujer de otro. Supe que tenía que imitar su espíritu aventurero cuando supe que una noche vio unas luces en una ventana, se acercó y era un velatorio, y descubrió que era su amante. Supe que quería ser como él. El otro momento fue con la segunda antología poética de Juan Ramón Jiménez. Me mostraba un camino desconocido y eso me emocionaba como lector.

— He releído Las adivinaciones, tu primer poemario, después de Entreguerras, tu último libro: veo temas continuos. ¿Cómo te llevas con ese primer libro?

— Me siento bastante distante. Ahora, releído, noto que psicológicamente estaba envarado, con voz impostada, y eso me incomoda un poco. Defiendo la adjetivación, la forma de penetrar en la realidad y en Las adivinaciones eso está insinuado pero el desarrollo del poema era ingenuo, no había perdido la inocencia (se ríe Caballero Bonald).

— Otra constante es que en tu obra configuras la realidad para luego desconfigurarla.

—  Me viene del simbolismo, de Góngora, de Machado… Ellos fueron importantes, al igual que Mallarmé y Rimbaud. Trabajo ese concepto. La palabra más que suplantar la realidad, la recrea. El realismo, la copia, es desfigurar la literatura. La literatura es una interpretación.

— Me llama la atención cuando dices que El Quijote sólo lo pudo escribir un gran poeta.

— Y no se puede llegar más lejos. Ágata ojos de gato es un poema alegórico dantesco; es mi libro predilecto. Conseguí ese injerto de la prosa y la poesía. Yo fui primero poeta, la poesía es una escuela inimitable. El ejercicio de la poesía te hace respetar la palabra, hacer que su búsqueda sea casi como crear un mundo. Y eso lo hace el poeta y no lo olvida cuando se es novelista.

— Juan Ramón Jiménez decía que todo era poesía. Y tú has sido valiente en difuminar las fronteras de los géneros.

— Eso Juan Ramón lo vio muy claro. Él mismo escribía el poema como si fuera prosa; y rompiendo el verso, el espacio, yo he hecho lo mismo. Yo hice el prólogo a un libro de Onetti que es mi máximo maestro: me conmueve, cuenta el revés de la vida.

— ¿Y el compromiso del poeta con la sociedad?

—La temática es circunstancial. Yo puedo hablar de desahucios ahora pero a través de un lenguaje que se esté desarrollando de una manera poética. La poesía social se empobreció, y pecó de superficial en el sentido de no preocuparse por la forma.

— Somos autores pero antes que nada lectores…

—La lectura es fundamentalmente un placer.