A guisa de preámbulo, que me valga esta anécdota: hará cosa de treinta años viajé de La Paz al Chaco boliviano acompañado de Marcos, lingüista y sociólogo aficionado a pasar por el cedazo de la ciencia cualquier suceso, por nimio que fuese. Pues bien, este buen amigo quería conocer a los matacos que, como todas las tribus de mi llanura natal, hablan con fluidez el castellano. Con tal motivo llegamos hasta Crevaux y aparecimos caminando por la orilla del Pilcomayo. De pronto nos topamos con ellos en un recodo. Tras el azoro, evitamos el ridículo de permanecer mucho tiempo con el pico cerrado.  
—Dile al más despabilado de todos que hable en mataco —me dijo   Marcos—. Dile que quiero escuchar su idioma.

Entonces yo le dije al viejo Irineo: —Dice mi amigo Marcos que quiere conocer su idioma, ¿podría hablar en mataco?
Entonces el viejo Irineo me dijo: —Dile a tu amigo Marcos si quiere escuchar el mataco o el idioma invisible del mataco.
Entonces yo le dije a mi amigo Marcos: —Dice el viejo Irineo si quieres escuchar el mataco, o el idioma invisible del mataco.
Entonces mi amigo Marcos, tan mestizo como yo, supo que estábamos entrampados en la lengua profana. Que la zona sagrada del idioma mataco nos estaría vedada mientras oficiáramos de intermediarios entre una realidad desconocida y sus membretes a la moda: identidad, costumbrismo, nacionalismo, socialismo, neoliberalismo, universalismo, etc.

ADÁN. En 1888 se publicó en La Paz La lengua de Adán, libro escrito en Río de Janeiro por el filólogo boliviano Emeterio Villamil de Rada con el propósito de sustentar una teoría científica y difundir una buena nueva: el paraíso bíblico fue fundado en Sorata, un valle alto a 200 kilómetros de la hoyada andina; en consecuencia, el idioma edénico, si lo hubo, no es otro que el aymara.

Un siglo después, el Ing. Iván Guzmán de Rojas, autor de Atamiri, afirmó que, en materia de traducción, la lengua aymara es el recipiente mayor: en él cabe cualquier idioma del mundo, por complejo que sea; mientras que ningún idioma del mundo tiene la suficiente amplitud y elasticidad como para acoger al aymara sin traicionarlo.

Villamil de Rada y Guzmán de Rojas parten de premisas parecidas para hablarnos del aymara con propósitos distintos. Sea como fuese, de sus proposiciones se desprende que la lengua andina es la matriz de todas las voces; en consecuencia, en ella encuentran eco invenciones y certezas aparentemente indóciles a cualquier traducción. Cabe añadir que tales propiedades guardan correspondencia con los atributos de la poesía: remitirnos al origen y trasladar las palabras de una órbita conocida a otra insólita.

Si consideramos que el aymara es lo que los otros idiomas nativos son en su espacio concreto: un modo de ver y de sentir, de pensar y de recordar, en suma, de vivir y de morir, apreciaremos mejor el proceso a que fue sometido el castellano: tallar formas acordes con los novedosos contenidos que surgían de un escenario inicialmente ajeno.

Desafío y estímulo que, según algunos, ocasionó estragos y según otros morigeró las prerrogativas de los peninsulares, a la vista de tantos “pueblos bárbaros y naciones de peregrinas lenguas”, al decir de Hernando de Talavera, obispo de Avila y amigo de Antonio Nebrija.

¿Cómo me las arreglo en un país donde, además del castellano, se habla más de cincuenta idiomas y hay una buena cantidad de iletrados, amén de los analfabetos funcionales, peligrosos por donde se los mire?

Se me dirá que, en cualquier circunstancia, el escritor se las arregla escribiendo. Respuesta irreprochable pero demasiado escueta y quizás ajena al tamaño de las dificultades del hombre que, al asumir su mestizaje, reconoce como suyas vertientes culturales que chocan y ventilan sus diferencias precisamente en los ámbitos del idioma.

Ha dicho Martínez Estrada que el español dejó de ser lo que era en cuanto puso el pie en América. Algo parecido le sucedió al indio. Completando la idea del ensayista argentino, el siquiatra boliviano Julio Alvarado declaró que los españoles desembarcados en estas tierras ganaron mucho, pero el primero en perder los estribos fue aquel que vio orinar detrás de una pirca a una india de pelo largo. Del amor y de su sinónimo, la demencia incurable, salió el hombre que conoce las dos caras del paraíso, o sea el mestizo.

FRONTERA. Vine al mundo en la zona sur de Bolivia, vale decir, en una provincia lindante con el Paraguay y la Argentina. Mi lengua materna, el  castellano, no fue óbice para que voces de diversa índole se cruzaran por mi camino con sus cadencias nómadas, reanimando así el hemisferio en sombra de tobas, chulupis, chorotis, tapietes y algunos más que no se perdieron del todo porque estamparon su silencio en mi memoria.   

En un escenario privado de diccionarios y sin mayor contacto con los libros, el asombro del niño convive con la audacia de los mayores en el ejercicio de nombrar lo visible y lo invisible. Sin este aprendizaje orientarse en la geografía natal es cosa difícil.

En aquellos tiempos, hablar castellano daba un prestigio incierto, porque entre ágrafos se recela por igual del que escribe su nombre y del que no sabe deletrearlo. Dicho de otro modo, neófitos y cristianos compartían la realidad, pero diferían en el modo de usarla; así, aglutinados por una idea pero con palabras entreveradas, decían de una manera y sentían de otra.  

Se sabe que hacer visible la realidad mediante la comparación de cosas disímiles, es prodigio de la metáfora. En el caso del lenguaje popular, hablar en sentido figurado supone conocer la realidad y compartir hechos colectivos; quizás en ese detalle nada trivial estriba su mayor complejidad, al menos con relación al lenguaje culto. Las pruebas de este proceso están al alcance de todos:

—Se habla  tal como se anda o camina.

—Los sinónimos proponen parecidos o similitudes mediante términos que a la larga significan cosas distintas.

—Ni siquiera los muertos, aún menos los vivos, tienen la exclusividad del pasado.

—Estar callado es una anomalía cuando el idioma no restituye al silencio su remota jerarquía.  

HOYADA. Para descender hacia La Paz, el viajero deberá atravesar primero otra gran ciudad, El Alto, que es una prolongación humana y física del altiplano, lo que en buenas cuentas significa que está habitada por campesinos aymaras que desde allí observan el silencioso diálogo de la cultura nativa con los sonidos que trae el mundo occidental.

Si el visitante es madrugador y habla español, escuchará en las primeras horas de la mañana programas radiales en idioma aymara, con lo cual quedará en ayunas. Sabrá, finalmente, que Chuquiago Marka es el nombre secreto de la urbe andina.

La ciudad de La Paz es aindiada, de una belleza difícil de descifrar. La circundan grandiosas montañas que tienen en el Illimani su punta de lanza nevada. El silencio pesa mucho en esta tierra. Tanto que de allí no salen palabras estériles sino las que llevan el aliento de un mundo trágico, luminoso y también exultante, que apenas cabe en los tiempos que corren. Por ellas sabemos que la piedra, como los hombres que la trabajan, es una escritura cifrada. Lo es también la coca, que alborota el presente y llega, como el futuro, con los pasos inaudibles de la vicuña.

Aruskipasipsañanakasakipunirakispawa es la palabra central del idioma aymara. Y es quizás la más larga de todas las que componen las diversas lenguas de los hombres. Quiere decir: “Estamos obligados a comunicarnos”. A 3.600 metros de altura, ese reclamo luminoso viene de las comunidades andinas y cruza como una advertencia las calles de La Paz, ciudad donde la vida y la muerte caminan sin estorbarse.

La cara bienhechora de la ciudad de La Paz tiene que ver con la poesía, no con la que proclama bellezas profanas para uso inmediato, sino con la otra, la que emerge de la oscuridad e interviene en el enjambre cotidiano, remozándolo con su esplendor.

Es difícil pasar de largo ante esa poesía que pretende ser una memorable continuidad de la vida: un aparapita —o sea, un cargador— comiendo de espaldas a la calle y contra la pared; un callawaya —o sea, un médico andino— recorriendo la ciudad como quien vigila el cumplimiento del sueño premonitorio de sus antepasados; la khoa con su aroma a menta en los extramuros, bordeando siempre los cementerios campesinos; el viento y las piedras en los cañones de las montañas que rodean a la ciudad; el abstemio que se hace matar durante las dictaduras y resucita, completamente borracho, en una cantina; el recién llegado, que no sabe nada de sí mismo cuando mira llover; el saludable difunto que evita el desmoronamiento de la ciudad; el loco que decidió velar el sueño de los muertos; la multitud perdiéndose en el espejo de la noche. (…)

En este escenario es frecuente terminar cualquier frase con el adverbio negativo no. Como buen paceño, Fernando le dirá a Joaquín: Iremos a Miraflores, no, giro que contrasta con el habla de la región oriental del país, donde se dirá: Roger, Percy y Ninfa se bañarán en el Piraí, sí.  También se suele apelar al verbo agarrar, sin razón notoria, secuela quizás de un íntimo e indemostrable desasimiento: Timoteo agarró y se fue. En la mera realidad, el aludido se marchó sin agarrar nada. Ni qué decir de la continua intromisión del aymara en la sintaxis castellana. Ejemplos: “De la Asunta su marido,”  “A Roboré presidente Faustino Gironda ayer llegó”, etc. Y otros “deslices” que sacan de quicio a los puristas: Se está nomás, ¿no tiene perejil?, al Justino lo han blanqueado, habrá agua potable hasta enero.

Entiendo que, en lugar de concertar un sirwiñacu (tradicional matrimonio a prueba en las comunidades andinas), el castellano y el aymara se unieron a la fuerza, sabiendo que el suyo sería un casamiento mal avenido. Producto de ello es la inseguridad del hispanohablante frente a su propio idioma, en contraste con la fluidez del que se expresa en lenguas nativa.

IDIOMA. Canoa es la primera voz americana incluida en el Diccionario de Nebrija. Ni pensar en la última. Sería la señal del fin. El idioma llevado al límite, tal como sucede en nuestro país, abona el terreno para la gran poesía. Si damos por sentado que el castellano transitó por esas tierras baldías, es natural que resuene en su interioridad la música de la infancia y que en esa lejanía haya atisbos de una arquitectura verbal persuasiva. Es que lo que cabe imaginar, en lugar de amilanarse frente a otras maneras de ver y de tocar, de nombrar y de recordar casi orillando la religiosa sensualidad del llanto.   

Sabemos que no alcanza la vida para meter en la memoria todas las palabras del idioma castellano. Sin embargo, están ahí, al alcance de la mano o de la voz, con la levedad del amoroso talismán, expuestas también a la arbitrariedad. A pesar de las restricciones impuestas por el tiempo, tengo para mí que con una sola voz —quizás glauco, tal vez zarco— podría presentir a las demás, incluidas las que desaparecieron sin ser usadas. Convencido como estoy de lo que digo, las dificultades idiomáticas siempre me parecieron indicios indubitables del gran estilo cernido por el silencio.

El castellano, como todo idioma que se precie de estar vivo, no sirve para estar enojado todo el tiempo sino para bromear de rato en rato o de vez en cuando.

Mi amigo Jesús Urzagasti

Julio Ortega – crítico

A Norma Klahn, Guillermo Delgado, Silvia Rivera, Ana Rebeca Prada, Eduardo Mitre

Casi todos los buenos escritores bolivianos son fatalmente secretos pero el más secreto de todos es Jesús Urzagasti. No digo que fue, aunque haya muerto hace unos días, porque los mejores escritores nacen y viven para siempre en el lenguaje. La lengua española es un buen país para morir, como había previsto Jesús, porque está encendida por las lenguas originarias, y el español de la mezcla es bueno para hablar pero también para callar.

Había nacido en  1941. Trabajó en el diario Presencia de 1972 a 1998. Fue jefe de la sección cultural, jefe de redacción y director de Presencia Literaria. En 1969 obtuvo una beca de la Fundación Guggenheim. Es autor de las novelas Tirinea (1969), En el país del silencio (1987), escrita desde tres heterónimos, traducida al inglés y celebrada por Gregory Rabassa como una de las mejores novelas latinoamericanas después del “boom”; De la ventana al parque (reeditada por la UNAM, México) y Los tejedores de la noche. Sus libros de poesía son: Yerubia , La colina que da al mar azul y Frondas nocturnas, con Sulma Montero.

Tenía la intensidad reposada de quien viene de lejos. Había nacido en Campo Pajoso, en el Gran Chaco, hijo de agricultores, y era ducho en mitos y agonías de la frontera. Escribía con sobriedad y fluidez, en cláusulas de idas y vueltas, sumando y precisando. Su prosa, como su poesía, es de inmediato reconocible por la autoridad de su dicción, esa objetividad de lo vivo que transcurre con plena suficiencia. Siempre pensé que su escritura era clásica: la forjó una idea de lo imaginario como lo más cierto. Pertenece a la poética de la veracidad, a esa poesía de lo vivo durando en el lenguaje.

La última vez que lo vi fue en el Congreso de la lengua española en Rosario. Me pidieron hacer una sesión sobre la literatura hispánica en contacto con otras lenguas, y pude invitarlo para hablar de su frontera. Fue feliz en esa sesión donde el quechua, el yucateco y el aymara navegaron en español desplegado.

He conservado su ponencia, El plurilingüismo boliviano y el imaginario multinacional. Pocas voces más fraternas.