Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 08:08 AM

Mis divas: Joan Crawford

Cuando la muerte lo sorprendió, hace un año, Carlos Fuentes escribía sobre sus actrices favoritas. Ésta es una muestra de ese libro de despedida 

/ 19 de mayo de 2013 / 04:00

El posible amor de Clark Gable fue Joan Crawford. Se conocieron y se reconocieron. Los orígenes de ella eran más humildes que los de él. “Joan Crawford” era su falso nombre de marquesina y se lo otorgó una señora anciana y apresada en silla de ruedas, tras el concurso que organizó la MGM para bautizar popularmente a la muy bella muchacha texana que había sido —o es, o era, primero Lucille Le Sueur y enseguida Billie Cassin. Pasar de Le Sueur y Cassin a Crawford significó también pasar por matrimonios con Douglas Fairbanks Jr. y Franchot Tone.

Pickford y Fairbanks formaban con Chaplin la compañía United Artists y como no eran reconocibles en su aspecto cotidiano debieron posar los tres juntos, ella como la nena de los ricitos de oro, Fairbanks como el Zorro y Chaplin como el vagabundo. Este divorcio entre la vida real, el origen, el nombre de familia y la vida diaria, debía causar graves conflictos de personalidad. Creo que Chaplin nunca se preparó para el vagabundo fuera del set. En su vida privada fue promiscuo, pero en su vida pública cada vez más izquierdista. Hasta que ambas vidas se confundieron y Chaplin, acusado de violación de una muchacha adolescente al mismo tiempo fue acusado de comunista y obligado a exiliarse. Pickford y Fairbanks, en cambio, nunca cambiaron de “persona”: sólo elevaron las suyas a la riqueza millonaria y a la conquista social. Su mansión, Pickfair, se convirtió en una mezcla de catedral, salón de fiestas y picnic eterno. Era Pickfair corte y sancto-sanctorum al cual sólo los elegidos tenían acceso para estar cerca de Mary and Doug en su segunda actuación como anfitriones de Hollywood.

HOLLYWOOD. Con Douglas Jr., Joan entró a la aristocracia de Hollywood. Fairbanks era hijo del astro del mismo nombre, casado ahora con Mary Pickford, la primera estrella de Hollywood, cuyo debut databa de principios de siglo y cuyo éxito lo estableció The New York Hat en 1912 y a partir de entonces, convertida en “la novia del mundo”, en The Paris Hat (1913), The Little Princess (1917), Polyanna (1920), Tess of the Storm Country (1922), como hombrecito en Little Lord Fauntleroy (1921), española en Rosita (1923) y ganadora del Oscar en 1929. Pudo ser, igualmente, la Cenicienta, Heidi y Alicia en el país de las maravillas. En tanto que papá Fairbanks, después de un deslucido debut como galán un tanto gordinflón e incipiente en sus primeras películas, pasó a ser —ejercicio, pérdida de kilos, disfraces— el prototipo del héroe de aventuras. Fairbanks lo mismo disparaba las flechas de Robin Hood que se enfrentaba como D’Artagnan a los espadachines del Cardenal y, sobre todo, mostraba una doble cara como el lánguido aristócrata de la California colonial que, enmascarado, se transforma en el Zorro, vengador y justiciero, capaz de escribir con la espada su Zeta inicial en el muro de un convento o en la frente de un villano.

HUMILDE. Digo con esto que Joan Crawford entró con Fairbanks Junior a un mundo vedado para la muchacha texana de origen muy humilde, abandonada por su padre y dejada con una madre a la que, según la actriz, “no le importaba si yo estaba viva o muerta”. El siguiente marido de su madre también abandonó a la familia y la jovencita se inventó una suerte de recompensa mirando actuar, desde la sombra, a las cómicas de vodevil y en la pantalla a Mary Pickford: “allá arriba, la vida era perfecta y la infelicidad no existía”. Se murmuraba que había filmado películas pornográficas, pero que sin duda era una gran bailarina, la reina del Charleston y en consecuencia de la liberación femenina en películas como Dance, fools, dance (1931) donde se mostraba en ropa interior antes de echarse de cabeza al agua desde un yate anclado cerca de la isla de Catalina, refugio de estrellas en traje de baño, pero también acuario disfrazado para películas de piratas.

Joan Crawford ascendió interpretándose, en cierto modo, a sí misma, lo cual le da un aire de veracidad apócrifa a sus sucesivas apariciones en la misma película con títulos distintos: Sadie McKee (1934), Manequin (1938), The Women (1939), Daisy Kenyon (1948), etcétera.

En Gran Hotel, película que ganó el Oscar del año 1932, Joan Crawford es la presencia más interesante en medio del gran conflicto de la ballerina neurótica (Greta Garbo), el ladrón enamorado de su víctima (John Barrymore) el magnate sin escrúpulos (Wallace Beery) y el empleado moribundo (Lionel Barrymore) que se gasta sus ahorros finales en el Gran Hotel. Crawford llega al palacio berlinés como simple empleada a tomarle dictado al magnate. Es pobre. Es digna. Está dañada. Es seducible. Es lo más moderno de una película antigua. Tolera los más despiadados close-ups con una mirada enorme, líquida y melancólica encima de los labios que habían de ser su sello de fábrica. Enormes, tan grandes como las hombreras que el modisto Adrián le diseñó para ocultar el hecho de que Joan tenía cabeza grande y cuerpo pequeño.

Boca y hombros. Mis amigos, editores de la revista Look, me invitaron a conocer el apartamento de la Crawford en Nueva York. La actriz frisaba el medio siglo y era, en efecto, baja de estatura y ancha de hombros. El rostro me extrañó. Lo conocía por las películas, pero no me esperaba una línea facial tan dura y tan insegura, como si la necesidad de cierta frialdad profesional fuera el requisito para disfrazar una profunda herida social. No tardó en revelar la tensión entre lo que era y lo que es. Explicó que ese día no tenía servidumbre, de manera que comeríamos en la cocina, sobre una mesa y con sándwiches extraídos de la nevera.

Semejante simplicidad contrastaba con la decoración del resto del apartamento —los salones de estar con muebles forrados de plástico como si jamás se usaran o acabaran de llegar de la tienda. Las ventanas cerradas a plomo. “El aire de Manhattan está lleno de polución”, lamentó antes de conducirme a un altar personal al cual la actriz penetró con una suerte de devoción hacia sí misma, pero sobre todo hacia su carrera, hacia el gran número de papeles que había interpretado a lo largo de la vida.

El clóset de Joan Crawford tenía dos pisos. La actriz prendió la luz e inició la vasta exhibición de su ropa. Sólo que no era la ropa de vestir diario, que sin duda se escondía en otros espacios más íntimos. Éste era un clóset de exhibición, cosa que ella me demostró manipulando unas correas y haciendo que los vestidos de arriba bajasen y los de abajo subieran.

—Up goes Winter, down comes Summer (el invierno sube, el verano baja) —murmuró casi como quien pronuncia una oración al pie del altar.
—Flaemschen —le digo recordando el personaje de la taquígrafa en Gran Hotel—. El vestido de Flaemschen, era negro, con cuello blanco.
—Era azul —me dice ella con cierta dureza profesional que era casi un reproche—. Azul oscuro.

Lo cual quedó demostrado cuando, con una ligereza muy cercana al amor, Joan Crawford hizo aparecer el vestido, conservado desde 1933, de la secretaria enviada al Gran Hotel para tomar el dictado del magnate, que se enamora del ladrón, y acaba yéndose con el moribundo que se gasta con ella los marcos ahorrados a lo largo de la vida, transformando la melancolía del rostro obrero en una carcajada de triunfo alegre contra la muerte que se avecina. Mientras tanto, Lewis Stone (el futuro y benévolo juez Hardy) se pasea por el vestíbulo del Gran Hotel, preguntándoles a los conserjes si no hay un mensaje para él. Tiene media cara quemada por el combate en la Primera Guerra Mundial —que habría tenido lugar tan sólo quince años antes…

—Más tarde me pondré el vestido. Si quieres verlo.

ASCENSO. “Joan Crawford”, apelativo duradero en las marquesinas. De allí en adelante, Lucille —Billie— fue Joan y Joan le dio, con calor, vida a su propia vida en películas en las que ella es la mujer de clase baja que asciende por las buenas y por las malas. Sus matrimonios en el cine fueron reflejo pasivo de sus casamientos en la vida real. Douglas Fairbanks hijo le dio el nombre y la entrada a Pickfair, la mansión exclusiva de Fairbanks padre y Mary Pickford. Su matrimonio final con el empresario Alfred Steele, presidente de la Pepsi Cola, la llevó a la cima del mundo de los negocios.

En medio, se casó con hombres menores que le permitieron brillar. Y brilló. A partir de Mildred Pierce (1945, Oscar) y enseguida con Humoresque (1946), Possessed (1947) y Autumn Leaves (1956), Crawford creó una personalidad de mujer fuerte, pero vulnerable; amante extrañamente fría aunque abierta al placer, incluso al de la muerte (Humoresque). Acaso este deseo de la muerte la condujo, finalmente, al escalofrío gótico de Whatever Happened to Baby Jane (1962) y ya, imparable, al horror grotesco de Strait Jacket (1964) y Berserk (1968). La joven bailarina de Charleston, la seductora prostituta de Rain (1932), la ama de casa puntillosa de Harriet Craig (1950), la mujer independiente y mandona de Autumn Leaves, la madre cruel torturadora que ataca a su propia hija a golpe de gancho en la vida revelada (¿cierto, ficción?) por la propia hija, era una reina destronada con un apetito de atención y fama que nada podía saciar.

—Las actrices de hoy se creen reinas de Hollywood —dijo mientras cenábamos en su cocina—. No saben de lo que hablan. Las reinas éramos nosotras.

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/ 19 de mayo de 2013 / 04:00

El posible amor de Clark Gable fue Joan Crawford. Se conocieron y se reconocieron. Los orígenes de ella eran más humildes que los de él. “Joan Crawford” era su falso nombre de marquesina y se lo otorgó una señora anciana y apresada en silla de ruedas, tras el concurso que organizó la MGM para bautizar popularmente a la muy bella muchacha texana que había sido —o es, o era, primero Lucille Le Sueur y enseguida Billie Cassin. Pasar de Le Sueur y Cassin a Crawford significó también pasar por matrimonios con Douglas Fairbanks Jr. y Franchot Tone.

Pickford y Fairbanks formaban con Chaplin la compañía United Artists y como no eran reconocibles en su aspecto cotidiano debieron posar los tres juntos, ella como la nena de los ricitos de oro, Fairbanks como el Zorro y Chaplin como el vagabundo. Este divorcio entre la vida real, el origen, el nombre de familia y la vida diaria, debía causar graves conflictos de personalidad. Creo que Chaplin nunca se preparó para el vagabundo fuera del set. En su vida privada fue promiscuo, pero en su vida pública cada vez más izquierdista. Hasta que ambas vidas se confundieron y Chaplin, acusado de violación de una muchacha adolescente al mismo tiempo fue acusado de comunista y obligado a exiliarse. Pickford y Fairbanks, en cambio, nunca cambiaron de “persona”: sólo elevaron las suyas a la riqueza millonaria y a la conquista social. Su mansión, Pickfair, se convirtió en una mezcla de catedral, salón de fiestas y picnic eterno. Era Pickfair corte y sancto-sanctorum al cual sólo los elegidos tenían acceso para estar cerca de Mary and Doug en su segunda actuación como anfitriones de Hollywood.

HOLLYWOOD. Con Douglas Jr., Joan entró a la aristocracia de Hollywood. Fairbanks era hijo del astro del mismo nombre, casado ahora con Mary Pickford, la primera estrella de Hollywood, cuyo debut databa de principios de siglo y cuyo éxito lo estableció The New York Hat en 1912 y a partir de entonces, convertida en “la novia del mundo”, en The Paris Hat (1913), The Little Princess (1917), Polyanna (1920), Tess of the Storm Country (1922), como hombrecito en Little Lord Fauntleroy (1921), española en Rosita (1923) y ganadora del Oscar en 1929. Pudo ser, igualmente, la Cenicienta, Heidi y Alicia en el país de las maravillas. En tanto que papá Fairbanks, después de un deslucido debut como galán un tanto gordinflón e incipiente en sus primeras películas, pasó a ser —ejercicio, pérdida de kilos, disfraces— el prototipo del héroe de aventuras. Fairbanks lo mismo disparaba las flechas de Robin Hood que se enfrentaba como D’Artagnan a los espadachines del Cardenal y, sobre todo, mostraba una doble cara como el lánguido aristócrata de la California colonial que, enmascarado, se transforma en el Zorro, vengador y justiciero, capaz de escribir con la espada su Zeta inicial en el muro de un convento o en la frente de un villano.

HUMILDE. Digo con esto que Joan Crawford entró con Fairbanks Junior a un mundo vedado para la muchacha texana de origen muy humilde, abandonada por su padre y dejada con una madre a la que, según la actriz, “no le importaba si yo estaba viva o muerta”. El siguiente marido de su madre también abandonó a la familia y la jovencita se inventó una suerte de recompensa mirando actuar, desde la sombra, a las cómicas de vodevil y en la pantalla a Mary Pickford: “allá arriba, la vida era perfecta y la infelicidad no existía”. Se murmuraba que había filmado películas pornográficas, pero que sin duda era una gran bailarina, la reina del Charleston y en consecuencia de la liberación femenina en películas como Dance, fools, dance (1931) donde se mostraba en ropa interior antes de echarse de cabeza al agua desde un yate anclado cerca de la isla de Catalina, refugio de estrellas en traje de baño, pero también acuario disfrazado para películas de piratas.

Joan Crawford ascendió interpretándose, en cierto modo, a sí misma, lo cual le da un aire de veracidad apócrifa a sus sucesivas apariciones en la misma película con títulos distintos: Sadie McKee (1934), Manequin (1938), The Women (1939), Daisy Kenyon (1948), etcétera.

En Gran Hotel, película que ganó el Oscar del año 1932, Joan Crawford es la presencia más interesante en medio del gran conflicto de la ballerina neurótica (Greta Garbo), el ladrón enamorado de su víctima (John Barrymore) el magnate sin escrúpulos (Wallace Beery) y el empleado moribundo (Lionel Barrymore) que se gasta sus ahorros finales en el Gran Hotel. Crawford llega al palacio berlinés como simple empleada a tomarle dictado al magnate. Es pobre. Es digna. Está dañada. Es seducible. Es lo más moderno de una película antigua. Tolera los más despiadados close-ups con una mirada enorme, líquida y melancólica encima de los labios que habían de ser su sello de fábrica. Enormes, tan grandes como las hombreras que el modisto Adrián le diseñó para ocultar el hecho de que Joan tenía cabeza grande y cuerpo pequeño.

Boca y hombros. Mis amigos, editores de la revista Look, me invitaron a conocer el apartamento de la Crawford en Nueva York. La actriz frisaba el medio siglo y era, en efecto, baja de estatura y ancha de hombros. El rostro me extrañó. Lo conocía por las películas, pero no me esperaba una línea facial tan dura y tan insegura, como si la necesidad de cierta frialdad profesional fuera el requisito para disfrazar una profunda herida social. No tardó en revelar la tensión entre lo que era y lo que es. Explicó que ese día no tenía servidumbre, de manera que comeríamos en la cocina, sobre una mesa y con sándwiches extraídos de la nevera.

Semejante simplicidad contrastaba con la decoración del resto del apartamento —los salones de estar con muebles forrados de plástico como si jamás se usaran o acabaran de llegar de la tienda. Las ventanas cerradas a plomo. “El aire de Manhattan está lleno de polución”, lamentó antes de conducirme a un altar personal al cual la actriz penetró con una suerte de devoción hacia sí misma, pero sobre todo hacia su carrera, hacia el gran número de papeles que había interpretado a lo largo de la vida.

El clóset de Joan Crawford tenía dos pisos. La actriz prendió la luz e inició la vasta exhibición de su ropa. Sólo que no era la ropa de vestir diario, que sin duda se escondía en otros espacios más íntimos. Éste era un clóset de exhibición, cosa que ella me demostró manipulando unas correas y haciendo que los vestidos de arriba bajasen y los de abajo subieran.

—Up goes Winter, down comes Summer (el invierno sube, el verano baja) —murmuró casi como quien pronuncia una oración al pie del altar.
—Flaemschen —le digo recordando el personaje de la taquígrafa en Gran Hotel—. El vestido de Flaemschen, era negro, con cuello blanco.
—Era azul —me dice ella con cierta dureza profesional que era casi un reproche—. Azul oscuro.

Lo cual quedó demostrado cuando, con una ligereza muy cercana al amor, Joan Crawford hizo aparecer el vestido, conservado desde 1933, de la secretaria enviada al Gran Hotel para tomar el dictado del magnate, que se enamora del ladrón, y acaba yéndose con el moribundo que se gasta con ella los marcos ahorrados a lo largo de la vida, transformando la melancolía del rostro obrero en una carcajada de triunfo alegre contra la muerte que se avecina. Mientras tanto, Lewis Stone (el futuro y benévolo juez Hardy) se pasea por el vestíbulo del Gran Hotel, preguntándoles a los conserjes si no hay un mensaje para él. Tiene media cara quemada por el combate en la Primera Guerra Mundial —que habría tenido lugar tan sólo quince años antes…

—Más tarde me pondré el vestido. Si quieres verlo.

ASCENSO. “Joan Crawford”, apelativo duradero en las marquesinas. De allí en adelante, Lucille —Billie— fue Joan y Joan le dio, con calor, vida a su propia vida en películas en las que ella es la mujer de clase baja que asciende por las buenas y por las malas. Sus matrimonios en el cine fueron reflejo pasivo de sus casamientos en la vida real. Douglas Fairbanks hijo le dio el nombre y la entrada a Pickfair, la mansión exclusiva de Fairbanks padre y Mary Pickford. Su matrimonio final con el empresario Alfred Steele, presidente de la Pepsi Cola, la llevó a la cima del mundo de los negocios.

En medio, se casó con hombres menores que le permitieron brillar. Y brilló. A partir de Mildred Pierce (1945, Oscar) y enseguida con Humoresque (1946), Possessed (1947) y Autumn Leaves (1956), Crawford creó una personalidad de mujer fuerte, pero vulnerable; amante extrañamente fría aunque abierta al placer, incluso al de la muerte (Humoresque). Acaso este deseo de la muerte la condujo, finalmente, al escalofrío gótico de Whatever Happened to Baby Jane (1962) y ya, imparable, al horror grotesco de Strait Jacket (1964) y Berserk (1968). La joven bailarina de Charleston, la seductora prostituta de Rain (1932), la ama de casa puntillosa de Harriet Craig (1950), la mujer independiente y mandona de Autumn Leaves, la madre cruel torturadora que ataca a su propia hija a golpe de gancho en la vida revelada (¿cierto, ficción?) por la propia hija, era una reina destronada con un apetito de atención y fama que nada podía saciar.

—Las actrices de hoy se creen reinas de Hollywood —dijo mientras cenábamos en su cocina—. No saben de lo que hablan. Las reinas éramos nosotras.

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