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Historias que contamos

Algunas de las historias más tremendas, las más sorprendentes, suceden a un paso de nosotros

/ 2 de junio de 2013 / 04:00

Alguna vez ha dicho Víctor Erice que en el cine tiene que haber siempre una médula o un rastro de documental. El cine, que de todas las artes es la que más de cerca se parece a la vida, quizás no pueda ser del todo magistral si no juega a despojarse de sus artificios, de modo que logre lo imposible, que una cámara nos dé la impresión de ver algo en lo que no ha intervenido la mediación de una cámara, o que su presencia de algún modo se ha borrado para quienes estaban delante de ella. Cuando somos muy jóvenes y necesitamos afirmar nuestra cinefilia queremos que los ángulos inusitados o los movimientos de la cámara confirmen para nosotros la genialidad del director, igual que admiramos más a un novelista que hace exhibiciones de pirotecnia narrativa. Todo lo muy bien hecho tiene su valor, y uno pasa por etapas muy variables en su vida. Y aunque uno no suele saberlo o aceptarlo cuando es muy joven, la maestría se manifiesta de formas muy distintas, incluso incompatibles entre sí, al menos en apariencia.

Cuando yo era muy joven, o bastante joven, admiraba sobre todo los artificios y las trampas de Hitchcock, los arquetipos narrativos del cine clásico en blanco y negro. Pasaron los años y lo que antes me había gustado tanto se me volvió previsible y acartonado, los argumentos monótonos, los personajes, hombres y mujeres, tiesos maniquíes. Entonces, lo que me gustaba más era el gran cine naturalista italiano, el gran cine español de los 60 y los 70, el Martin Scorsese de Mean Streets y Taxi Driver, las raras joyas europeas y latinoamericanas que nos llegaban de vez en cuando, películas de gente común en lugares sin lustre añadido de mitología, en las que parecía confirmarse esa intuición de Erice, ficciones con algo de lo azaroso y no inacabado del cine documental, limpias de la impostura fatigosa de la interpretación, libres de los estereotipos y las inercias de los géneros.

Ahora me gusta todo. Me gusta Vértigo y me gusta Roma, città aperta. Me gusta el discurrir solemne de los grandes westerns de John Ford y el aire de improvisación festiva de los Días de radio de Woody Allen, o la liviana punzada de melancolía de Before Sunset y Before Sunrise, de Richard Linklater, y aguardo con impaciencia la tercera entrega, Before Midnight. Un hombre y una mujer se encuentran en el azar de un viaje, caminan, conversan, se desean, se atreven, se despiden, no saben si volverán a verse. Ethan Hawke y Julie Delpy actúan tan bien que no parecen estar actuando. A nosotros se nos conceden los dones complementarios de la omnisciencia y la invisibilidad.

MIRADA. Pero casi nada me satisface tanto como esos documentales que no por atenerse al relato de los hechos dejan de usar las sutilezas narrativas que tienden a asociarse a la ficción; los que se parecen a la literatura en la mirada solitaria y en el relato en primera persona; los que muestran no el resultado final de una búsqueda, sino el proceso del descubrimiento; los que ejercitan una libertad que parecería reservada al observador transeúnte, al que no lleva consigo más que una mochila ligera, un cuaderno, una cámara de fotos, no la compañía numerosa y el equipaje complicado de un equipo de producción. El cine tiene entonces la proximidad de voz que hay en un poema o en una narración confesional; una película sucede delante de nosotros como los viajes de exploración y sonambulismo de Bruce Chatwin, de Jan Morris, de Sebald, de Robert McFarlane.

Pienso en el breve documental de Víctor Erice sobre el antiguo Kursaal de San Sebastián, en el que se diluyen los límites entre lo recordado, lo imaginado y lo soñado, o en ese viaje de búsqueda y hallazgo que lleva a cabo Malik Bendjelloul en Searching for Sugar Man: ningún novelista podrá inventar una historia como esa. Y tampoco hay necesidad de ficción en las crónicas visuales de viajes a los confines del mundo que Werner Herzog ha ido convirtiendo en un género exclusivamente suyo, igual que es suya la voz narradora con sus tonos de recitado solemne y su acento alemán. Cada documental de Herzog es una expedición a las profundidades o a los confines de un mundo; un viaje verneano al fondo del mar o al centro de la Tierra: a los laboratorios de los científicos en la Antártida, a las pinturas prehistóricas en la cueva de Chauvet, al corredor de la muerte de una prisión americana donde un hombre muy joven, con granos en la cara, con palidez anticipada de muerto, cuenta los días que le faltan para ser ejecutado. Pero esos viajes siempre son interiores. Lo que más le importa a Werner Herzog no es lo que hay en esos lugares últimos, sino lo que sucede en las conciencias de las personas que los visitan, o las que se quedan atrapadas en ellos y ya no pueden o no quieren volver.

Pero no hace falta bucear bajo el hielo azul de la Antártida o adentrarse en una cueva no visitada por nadie en treinta mil años para encontrar lo inaudito, ni para descubrir en uno mismo y en quienes lo rodean abismos de extrañeza. Hay una poesía de lo desmesurado y lo remoto y otra de lo más próximo. Las latitudes de Baudelaire y Walt Whitman no contienen más misterio que el breve jardín de Emily Dickinson.

En Toronto, entre las personas de su familia y algunos amigos, casi siempre en los espacios de sus vidas domésticas, en las calles por las que se mueven, Sarah Polley ha filmado un documental asombroso, Stories We Tell. No hay nada que no parezca simple, o que no lo sea. Su padre, sus hermanos, gente próxima a la familia, responden a las preguntas que Polley les hace sobre su madre, que murió de cáncer cuando ella tenía once años. El pasado tiene la textura conocida de las películas en súper-ocho y las fotos en color pegadas en hojas de álbumes y protegidas por láminas de plástico adhesivo. Igual que los colores se degradan químicamente con el tiempo, o que las imágenes mal tomadas aparecen confusas, la memoria modifica las cosas, vuelve borrosos o inseguros pormenores que se tomaban por ciertos.

PERSONA. Y cada testimonio sobre una misma persona está teñido de sus propias inseguridades, de cambios ligeros o radicales de perspectiva, de modo que el resultado no es una figura completa y reconocible para todos, sino una sucesión rápida de imágenes que pueden superponerse o desmentirse las unas a las otras. Lo que cada cual ignora sobre la persona recordada es tan variable y tan significativo como lo que sabe de ella. Y quién puede medir cuánto calla cada testigo, cuánto de lo que recuerda ha sido modificado por el olvido o por la decisión de no saber, el privilegio del secreto.

Como Searching for Sugar Man, Stories We Tell esconde un proceso de descubrimiento demasiado valioso como para estropearle a quien no la ha visto la plena experiencia de cada quiebro en el relato. Contamos historias y queremos saberlas. Algunas de las más tremendas, las más sorprendentes, suceden a un paso de nosotros.

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La obra maestra escondida

Casiodoro de Reina tradujo la Biblia escapando de la Inquisición. En sus manos, el libro de Job o el Eclesiastés son dos de las obras máximas de la poesía en español

/ 24 de agosto de 2014 / 04:00

Imagino un idioma cuya literatura tiene un gran espacio en blanco en el centro: la obra maestra de la literatura en ese idioma permanece oculta durante siglos, olvidada o prohibida; el nombre de su autor no lo conocen más que dos o tres eruditos. El problema más grave no es la injusticia del desconocimiento, la falta de recompensa por un esfuerzo y un logro que fueron irrepetibles; más grave que la injusticia es la pérdida para ese idioma y para esa literatura, toda la fecundidad que no condujo a nada, todas las influencias que una obra así podía haber irradiado. Hay que pensar en qué habría sido la literatura en inglés, y hasta la misma lengua inglesa, sin la King James Bible, la traducción directa al inglés que se publicó en 1611. No habría habido Milton, ni William Blake, ni los suntuosos oratorios de Haendel, ni Moby Dick, ni Walt Whitman, ni una parte de James Joyce, ni Faulkner, ni los Negro Spirituals, ni los discursos arrebatadores de Martin Luther King.

Una de las cimas literarias de la lengua española, la Biblia traducida en el siglo XVI, ha sido invisible o ha permanecido en los márgenes de nuestra cultura desde el momento mismo en que se publicó, y no ha podido ejercer ninguna influencia vivificadora; uno de nuestros más grandes escritores, su traductor, fue perseguido hasta el extremo de que su nombre fue borrado por completo de nuestra memoria colectiva. Fue raído, habría escrito él mismo, Casiodoro de Reina, con su sentido visceral del idioma, su capacidad para combinar la inmediatez y la riqueza de la lengua popular con las tensiones máximas de la voluntad poética, con la necesidad de enriquecer y ensanchar el idioma español para que cupiera en él nada menos que toda la Biblia, el Antiguo Testamento y el Nuevo, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

TRADUCCIÓN. La Biblia King James se publicó en Inglaterra en 1611, con pleno apoyo de la Corona, y gracias al trabajo sostenido de un equipo de traductores. A la manera española, Casiodoro de Reina parece que hizo él solo la mayor parte de ese trabajo ingente, y además lo hizo no en la tranquilidad de un estudio, con tiempo y sosiego por delante y una biblioteca a mano, sino mientras huía de un sitio a otro, por la Europa de la Reforma, la Contrarreforma y las guerras de religión. Nuestra Biblia castellana se terminó de traducir 40 años antes que la inglesa, pero se publicó en Basilea, en 1569, y los pocos ejemplares que llegaron de contrabando a España cayeron en manos de la Inquisición y fueron quemados por ella, igual que fue quemado el hereje que los introdujo en el país, del que se sabe que se llamaba Juanillo y era jorobado.

Si a Casiodoro de Reina no lo quemó la Inquisición fue porque había escapado a Ginebra en 1559. Lo quemaron, desde luego, en efigie, en 1562, en Sevilla, en un auto de fe en el que ardió también el cadáver sacado de la sepultura de otro perseguido que había muerto antes de que lo atraparan. Quemaron cadáveres y muñecos de cartón, y quemaron a personas vivas, entre ellas una mujer que había albergado en su casa reuniones clandestinas de disidencia religiosa. Ordenaron derribar la casa de la mujer y sembraron de sal el solar para asegurarse de que no pudiera crecer ni la hierba.

Casiodoro de Reina estuvo en Ginebra, en Inglaterra, en Amberes, en Fráncfort, en Basilea, en Estrasburgo. Traducía la Biblia, ejercía como pastor de comunidades de españoles refugiados y vivía del comercio de la seda. Había sido monje jerónimo en Sevilla, muy cercano a los círculos erasmistas en los que abundaban los judíos y moriscos conversos. De Ginebra se marchó porque lo repugnaba que los calvinistas fueran tan aficionados como los católicos a quemar disidentes. Menéndez Pelayo, que no tuvo más remedio que admirar su talento literario, procura también desacreditarlo en su Historia de los heterodoxos españoles, dice que era un morisco granadino, y que cuando se marchó de Inglaterra fue huyendo de una acusación de sodomía.

Casiodoro de Reina escribe en un castellano prodigioso que está en el punto intermedio entre Fernando de Rojas y Cervantes, con una efervescencia expresiva que solo tiene comparación con Santa Teresa, San Juan de la Cruz y fray Luis de León. Es una lengua poseída por la misma capacidad de crudeza terrenal y altos vuelos literarios de La Celestina; un castellano mudéjar, empapado todavía de árabe y de hebreo, forzado en sus límites sintácticos para adaptarse a las cadencias y las repeticiones y las exageraciones de la lengua bíblica. Es una lengua de campesinos, de hortelanos, de trabajadores manuales, con una precisión magnífica en los nombres de las cosas naturales y los oficios; y también es una lengua todavía muy descarada, muy sensual, no sometida a la monotonía sofocante de la ortodoxia, a la esterilización dictada por el miedo, a la hipocresía de la conformidad. Es una lengua para ser recitada, entonada, cantada en voz alta; para expresar la furia tan desatadamente como el deseo erótico; y también las negruras de la pesadumbre y los extremos del dolor.

LIBROS. Traducidos por Casiodoro de Reina, el libro de Job o el Eclesiastés son, sin la menor duda, dos de las obras máximas de la poesía y de la sabiduría en español. Y el Cantar de los Cantares tiene una caudalosa alegría erótica para la que no creo que exista comparación en nuestro idioma: yo solo la he encontrado en la Bella del Señor de Albert Cohen, no por casualidad un descendiente de judeoespañoles: “Tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos. Yo dije: yo subiré a la palma, asiré sus racimos, y tus tetas serán ahora como racimos de vid, y el olor de tus narices como de manzanas. Y tu paladar como el buen vino, que se entra a mi amado suavemente, y hace hablar los labios de los viejos”.

Por cualquier página que se abra, la recompensa es deslumbradora. Las plagas con que el vengativo Jehová castiga a los egipcios son más terribles en el castellano de Casiodoro de Reina: “… Y a la mañana siguiente el viento oriental trajo la langosta. Y subió la langosta sobre la tierra de Egipto y asentóse en todos los términos de Egipto, y cubrió la haz de toda la tierra y la tierra se oscureció, y comió toda la yerba de la tierra y todo el fruto de los árboles, que había dejado el granizo, que no quedó cosa verde en árboles ni en la yerba del campo por toda la tierra de Egipto”.

Esta Biblia la publicó Alfaguara íntegra en su colección de clásicos en 2001. Modernizada y hasta cierto punto simplificada es la misma que leen ahora mismo los protestantes de habla española. Que sea desconocida para casi todo el mundo es una de las calamidades de nuestra literatura, y de nuestro idioma. Como tanto de lo mejor que ha dado nuestro país, la Biblia de Casiodoro de Reina es un fruto de la heterodoxia y el destierro.

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La obra maestra escondida

Casiodoro de Reina tradujo la Biblia escapando de la Inquisición. En sus manos, el libro de Job o el Eclesiastés son dos de las obras máximas de la poesía en español

/ 24 de agosto de 2014 / 04:00

Imagino un idioma cuya literatura tiene un gran espacio en blanco en el centro: la obra maestra de la literatura en ese idioma permanece oculta durante siglos, olvidada o prohibida; el nombre de su autor no lo conocen más que dos o tres eruditos. El problema más grave no es la injusticia del desconocimiento, la falta de recompensa por un esfuerzo y un logro que fueron irrepetibles; más grave que la injusticia es la pérdida para ese idioma y para esa literatura, toda la fecundidad que no condujo a nada, todas las influencias que una obra así podía haber irradiado. Hay que pensar en qué habría sido la literatura en inglés, y hasta la misma lengua inglesa, sin la King James Bible, la traducción directa al inglés que se publicó en 1611. No habría habido Milton, ni William Blake, ni los suntuosos oratorios de Haendel, ni Moby Dick, ni Walt Whitman, ni una parte de James Joyce, ni Faulkner, ni los Negro Spirituals, ni los discursos arrebatadores de Martin Luther King.

Una de las cimas literarias de la lengua española, la Biblia traducida en el siglo XVI, ha sido invisible o ha permanecido en los márgenes de nuestra cultura desde el momento mismo en que se publicó, y no ha podido ejercer ninguna influencia vivificadora; uno de nuestros más grandes escritores, su traductor, fue perseguido hasta el extremo de que su nombre fue borrado por completo de nuestra memoria colectiva. Fue raído, habría escrito él mismo, Casiodoro de Reina, con su sentido visceral del idioma, su capacidad para combinar la inmediatez y la riqueza de la lengua popular con las tensiones máximas de la voluntad poética, con la necesidad de enriquecer y ensanchar el idioma español para que cupiera en él nada menos que toda la Biblia, el Antiguo Testamento y el Nuevo, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

TRADUCCIÓN. La Biblia King James se publicó en Inglaterra en 1611, con pleno apoyo de la Corona, y gracias al trabajo sostenido de un equipo de traductores. A la manera española, Casiodoro de Reina parece que hizo él solo la mayor parte de ese trabajo ingente, y además lo hizo no en la tranquilidad de un estudio, con tiempo y sosiego por delante y una biblioteca a mano, sino mientras huía de un sitio a otro, por la Europa de la Reforma, la Contrarreforma y las guerras de religión. Nuestra Biblia castellana se terminó de traducir 40 años antes que la inglesa, pero se publicó en Basilea, en 1569, y los pocos ejemplares que llegaron de contrabando a España cayeron en manos de la Inquisición y fueron quemados por ella, igual que fue quemado el hereje que los introdujo en el país, del que se sabe que se llamaba Juanillo y era jorobado.

Si a Casiodoro de Reina no lo quemó la Inquisición fue porque había escapado a Ginebra en 1559. Lo quemaron, desde luego, en efigie, en 1562, en Sevilla, en un auto de fe en el que ardió también el cadáver sacado de la sepultura de otro perseguido que había muerto antes de que lo atraparan. Quemaron cadáveres y muñecos de cartón, y quemaron a personas vivas, entre ellas una mujer que había albergado en su casa reuniones clandestinas de disidencia religiosa. Ordenaron derribar la casa de la mujer y sembraron de sal el solar para asegurarse de que no pudiera crecer ni la hierba.

Casiodoro de Reina estuvo en Ginebra, en Inglaterra, en Amberes, en Fráncfort, en Basilea, en Estrasburgo. Traducía la Biblia, ejercía como pastor de comunidades de españoles refugiados y vivía del comercio de la seda. Había sido monje jerónimo en Sevilla, muy cercano a los círculos erasmistas en los que abundaban los judíos y moriscos conversos. De Ginebra se marchó porque lo repugnaba que los calvinistas fueran tan aficionados como los católicos a quemar disidentes. Menéndez Pelayo, que no tuvo más remedio que admirar su talento literario, procura también desacreditarlo en su Historia de los heterodoxos españoles, dice que era un morisco granadino, y que cuando se marchó de Inglaterra fue huyendo de una acusación de sodomía.

Casiodoro de Reina escribe en un castellano prodigioso que está en el punto intermedio entre Fernando de Rojas y Cervantes, con una efervescencia expresiva que solo tiene comparación con Santa Teresa, San Juan de la Cruz y fray Luis de León. Es una lengua poseída por la misma capacidad de crudeza terrenal y altos vuelos literarios de La Celestina; un castellano mudéjar, empapado todavía de árabe y de hebreo, forzado en sus límites sintácticos para adaptarse a las cadencias y las repeticiones y las exageraciones de la lengua bíblica. Es una lengua de campesinos, de hortelanos, de trabajadores manuales, con una precisión magnífica en los nombres de las cosas naturales y los oficios; y también es una lengua todavía muy descarada, muy sensual, no sometida a la monotonía sofocante de la ortodoxia, a la esterilización dictada por el miedo, a la hipocresía de la conformidad. Es una lengua para ser recitada, entonada, cantada en voz alta; para expresar la furia tan desatadamente como el deseo erótico; y también las negruras de la pesadumbre y los extremos del dolor.

LIBROS. Traducidos por Casiodoro de Reina, el libro de Job o el Eclesiastés son, sin la menor duda, dos de las obras máximas de la poesía y de la sabiduría en español. Y el Cantar de los Cantares tiene una caudalosa alegría erótica para la que no creo que exista comparación en nuestro idioma: yo solo la he encontrado en la Bella del Señor de Albert Cohen, no por casualidad un descendiente de judeoespañoles: “Tu estatura es semejante a la palma, y tus tetas a los racimos. Yo dije: yo subiré a la palma, asiré sus racimos, y tus tetas serán ahora como racimos de vid, y el olor de tus narices como de manzanas. Y tu paladar como el buen vino, que se entra a mi amado suavemente, y hace hablar los labios de los viejos”.

Por cualquier página que se abra, la recompensa es deslumbradora. Las plagas con que el vengativo Jehová castiga a los egipcios son más terribles en el castellano de Casiodoro de Reina: “… Y a la mañana siguiente el viento oriental trajo la langosta. Y subió la langosta sobre la tierra de Egipto y asentóse en todos los términos de Egipto, y cubrió la haz de toda la tierra y la tierra se oscureció, y comió toda la yerba de la tierra y todo el fruto de los árboles, que había dejado el granizo, que no quedó cosa verde en árboles ni en la yerba del campo por toda la tierra de Egipto”.

Esta Biblia la publicó Alfaguara íntegra en su colección de clásicos en 2001. Modernizada y hasta cierto punto simplificada es la misma que leen ahora mismo los protestantes de habla española. Que sea desconocida para casi todo el mundo es una de las calamidades de nuestra literatura, y de nuestro idioma. Como tanto de lo mejor que ha dado nuestro país, la Biblia de Casiodoro de Reina es un fruto de la heterodoxia y el destierro.

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Ensueños de Gauguin

No solo practicó la pintura sino también el dibujo, el grabado en madera, la escultura, los monotipos de acuarela, la ilustración...

/ 13 de abril de 2014 / 04:00

En Gauguin casi nada es lo que parece. Una leyenda desfigura su persona y su arte, pero él fue el primero que alimentó esa leyenda. Decía que su propensión hacia lo primitivo y lo que llamaba sin reparo lo salvaje le venía de su origen inca, pero en realidad era sobrino nieto del último virrey español en el Perú colonial. Atravesó más de medio mundo en busca del paraíso terrenal de Tahití, pero su fascinación por la isla y por Oceanía la descubrió visitando la gran exposición colonial de París en 1889, en la que los nativos de diversos dominios eran presentados casi como animales exóticos en un zoo, en el interior de chozas y vestidos con sus ropas tribales, ocupados en danzas y en tareas domésticas siempre pintorescas.

Había empezado a pintar justo en el momento en el que los impresionistas celebraban la inmediatez de las percepciones, la vida contemporánea, los paisajes próximos de la ciudad o del campo francés; pero él había preferido muy pronto representar lo escondido y no lo visible, los sueños y las leyendas que forman la raíz de la psique humana y no las impresiones accidentales y fugaces. Monet pintaba estaciones y puentes de ferrocarril, atmósferas contaminadas y afantasmadas por los humos industriales; Seurat o Degas o Toulouse-Lautrec se sumergían en los espectáculos nocturnos de París y en los cafés alumbrados por las luces de gas, en una especie de metódica ebriedad del presente. Gauguin buscaba la perduración del mundo arcaico en las provincias, y las mujeres francesas que le gustaba pintar no vestían a la última moda, sino con los pesados ropones y las cofias medievales de las aldeas de Bretaña.

ARCADIAS. Iba descartando arcadias sucesivas a la misma velocidad que las descubría: la Martinica, la Bretaña brumosa, la Provenza en la que su pobre amigo trastornado Vincent van Gogh quiso fundar con él una comunidad de artistas que trabajarían con una integridad de socialismo primitivo y pintarían jubilosamente al aire libre y al sol. Pero cuando finalmente lo abandonó todo y emprendió la travesía a Tahití —había abandonado previamente a su mujer y a sus hijos— no lo hizo con las manos vacías: llevaba consigo un gran baúl lleno de libros, de láminas y postales de arte, un catálogo visual de la cultura europea que dejaba atrás, y con la que no rompió por mucho que fingiera que abjuraba de ella igual que del orden burgués y de las ortodoxias del catolicismo.

El baúl de Paul Gauguin era quizás el primer catálogo universal de las artes, y él es el primer artista que se alimenta indiscriminadamente de ellas, con una ambición que va más allá del orientalismo de los románticos. La fotografía y los avances en la impresión hacían accesibles por primera vez las imágenes de cualquier obra de arte, de cualquier paisaje o cualquier edificio. Gauguin aprovechó esa innovación tecnológica con la misma desenvoltura con que se aplicaba él mismo a la artesanía obsoleta del grabado en madera. Gracias a las postales y a las reproducciones podía trabajar teniendo delante de sí un bajorrelieve egipcio o un friso de jinetes del Partenón o de esculturas de dioses hindúes o una estela budista o una momia indígena de Perú. Gracias a las formas en apariencia toscas o crudas de la xilografía podía haber grabados que poseían una fuerza primitiva de claridades y sombras, que invocaban los mundos de la mitología, del sueño, de las divinidades esculpidas en troncos o en grandes bloques de piedra.

Yo nunca había visto en qué medida Gauguin no es solo ni principalmente un pintor, y menos todavía la fluidez de las conexiones entre su pintura y las otras artes a las que se dedicaba con el mismo empeño: el dibujo, el grabado en madera, la escultura, los monotipos de acuarela, la ilustración, la escritura, o esa técnica inventada por él que está entre el grabado, la pintura y el dibujo, la transferencia de óleo.

Gauguin exploraba técnicas nuevas igual que buscaba nuevos escenarios o nuevas aventuras amorosas, y lo que descubría o le gustaba mucho en un medio lo trasladaba a otro, logrando simultaneidades inusitadas, resonancias y continuidades visuales que dan una unidad profunda a todo su trabajo. La plancha de un grabado puede ser también un bajorrelieve. La imagen de una mujer de Samoa que se inclina para beber agua en un arroyo de un bosque, con el torso desnudo, con un lienzo blanco atado a la cintura, aparece una y otra vez en los medios más variados, sin repetirse exactamente nunca: en un cuadro al óleo, en grabados, en una talla en madera, tan plana que de repente esa figura con su piel morena y su falda angulosa parece una silueta esculpida y policromada en un muro de un palacio egipcio. Pero a esa mujer del arroyo Gauguin no la había visto nunca en persona: estaba en una postal que le había llamado la atención en París antes de emprender su viaje.

TAHITÍ. Retirado en Tahití o en las Marquesas, Gauguin mantenía vínculos estrechos con París, porque quería ser o decía ser un salvaje, pero le importaba mucho, naturalmente, su carrera de pintor y su posición en el mundo del arte. Los paraísos de erotismo sin culpa y naturaleza intocada que le gusta pintar desmienten el puritanismo punitivo de la religión católica, pero al mismo tiempo se parecen mucho al paraíso bíblico de Adán y Eva, aunque esta Eva sea una muchacha tahitiana de sólida desnudez a la que le murmura al oído no una serpiente sino un lagarto, porque no hay serpientes en Tahití. Las grandes secuencias narrativas en formatos alargados y estrechos representan mitologías polinesias en gran parte inventadas por el propio Gauguin, y se parecen a los frescos del Quattrocento en Florencia y a los frisos de los templos budistas de Java. Unos jóvenes nativos corren a caballo entre los verdes y los rojos de la vegetación tropical, pero esas figuras y los cuellos arqueados de los caballos vienen del Partenón y de las ánforas griegas.

Casi toda la imaginería religiosa o pagana y las artes y los oficios están en la obra febril de los últimos años de Gauguin. También está una parte del porvenir que él ya no vio, porque murió en 1903: la sugestión de primitivismo y el espacio quebrado y anguloso de Les demoiselles d’Avignon tienen una deuda con Gauguin tan visible que no sé cómo no había caído hasta ahora en ella.

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Había empezado a pintar justo en el momento en el que los impresionistas celebraban la inmediatez de las percepciones, la vida contemporánea, los paisajes próximos de la ciudad o del campo francés; pero él había preferido muy pronto representar lo escondido y no lo visible, los sueños y las leyendas que forman la raíz de la psique humana y no las impresiones accidentales y fugaces. Monet pintaba estaciones y puentes de ferrocarril, atmósferas contaminadas y afantasmadas por los humos industriales; Seurat o Degas o Toulouse-Lautrec se sumergían en los espectáculos nocturnos de París y en los cafés alumbrados por las luces de gas, en una especie de metódica ebriedad del presente. Gauguin buscaba la perduración del mundo arcaico en las provincias, y las mujeres francesas que le gustaba pintar no vestían a la última moda, sino con los pesados ropones y las cofias medievales de las aldeas de Bretaña.

ARCADIAS. Iba descartando arcadias sucesivas a la misma velocidad que las descubría: la Martinica, la Bretaña brumosa, la Provenza en la que su pobre amigo trastornado Vincent van Gogh quiso fundar con él una comunidad de artistas que trabajarían con una integridad de socialismo primitivo y pintarían jubilosamente al aire libre y al sol. Pero cuando finalmente lo abandonó todo y emprendió la travesía a Tahití —había abandonado previamente a su mujer y a sus hijos— no lo hizo con las manos vacías: llevaba consigo un gran baúl lleno de libros, de láminas y postales de arte, un catálogo visual de la cultura europea que dejaba atrás, y con la que no rompió por mucho que fingiera que abjuraba de ella igual que del orden burgués y de las ortodoxias del catolicismo.

El baúl de Paul Gauguin era quizás el primer catálogo universal de las artes, y él es el primer artista que se alimenta indiscriminadamente de ellas, con una ambición que va más allá del orientalismo de los románticos. La fotografía y los avances en la impresión hacían accesibles por primera vez las imágenes de cualquier obra de arte, de cualquier paisaje o cualquier edificio. Gauguin aprovechó esa innovación tecnológica con la misma desenvoltura con que se aplicaba él mismo a la artesanía obsoleta del grabado en madera. Gracias a las postales y a las reproducciones podía trabajar teniendo delante de sí un bajorrelieve egipcio o un friso de jinetes del Partenón o de esculturas de dioses hindúes o una estela budista o una momia indígena de Perú. Gracias a las formas en apariencia toscas o crudas de la xilografía podía haber grabados que poseían una fuerza primitiva de claridades y sombras, que invocaban los mundos de la mitología, del sueño, de las divinidades esculpidas en troncos o en grandes bloques de piedra.

Yo nunca había visto en qué medida Gauguin no es solo ni principalmente un pintor, y menos todavía la fluidez de las conexiones entre su pintura y las otras artes a las que se dedicaba con el mismo empeño: el dibujo, el grabado en madera, la escultura, los monotipos de acuarela, la ilustración, la escritura, o esa técnica inventada por él que está entre el grabado, la pintura y el dibujo, la transferencia de óleo.

Gauguin exploraba técnicas nuevas igual que buscaba nuevos escenarios o nuevas aventuras amorosas, y lo que descubría o le gustaba mucho en un medio lo trasladaba a otro, logrando simultaneidades inusitadas, resonancias y continuidades visuales que dan una unidad profunda a todo su trabajo. La plancha de un grabado puede ser también un bajorrelieve. La imagen de una mujer de Samoa que se inclina para beber agua en un arroyo de un bosque, con el torso desnudo, con un lienzo blanco atado a la cintura, aparece una y otra vez en los medios más variados, sin repetirse exactamente nunca: en un cuadro al óleo, en grabados, en una talla en madera, tan plana que de repente esa figura con su piel morena y su falda angulosa parece una silueta esculpida y policromada en un muro de un palacio egipcio. Pero a esa mujer del arroyo Gauguin no la había visto nunca en persona: estaba en una postal que le había llamado la atención en París antes de emprender su viaje.

TAHITÍ. Retirado en Tahití o en las Marquesas, Gauguin mantenía vínculos estrechos con París, porque quería ser o decía ser un salvaje, pero le importaba mucho, naturalmente, su carrera de pintor y su posición en el mundo del arte. Los paraísos de erotismo sin culpa y naturaleza intocada que le gusta pintar desmienten el puritanismo punitivo de la religión católica, pero al mismo tiempo se parecen mucho al paraíso bíblico de Adán y Eva, aunque esta Eva sea una muchacha tahitiana de sólida desnudez a la que le murmura al oído no una serpiente sino un lagarto, porque no hay serpientes en Tahití. Las grandes secuencias narrativas en formatos alargados y estrechos representan mitologías polinesias en gran parte inventadas por el propio Gauguin, y se parecen a los frescos del Quattrocento en Florencia y a los frisos de los templos budistas de Java. Unos jóvenes nativos corren a caballo entre los verdes y los rojos de la vegetación tropical, pero esas figuras y los cuellos arqueados de los caballos vienen del Partenón y de las ánforas griegas.

Casi toda la imaginería religiosa o pagana y las artes y los oficios están en la obra febril de los últimos años de Gauguin. También está una parte del porvenir que él ya no vio, porque murió en 1903: la sugestión de primitivismo y el espacio quebrado y anguloso de Les demoiselles d’Avignon tienen una deuda con Gauguin tan visible que no sé cómo no había caído hasta ahora en ella.

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París tenía que ser parcialmente derruida para ser nuevamente inventada. A Marville lo contrató Haussmann para documentar  la ciudad lóbrega y obrera a punto de ser demolida

/ 6 de abril de 2014 / 04:00

París fue una ciudad en ruinas. En algunas fotos de Charles Marville las calles de París son senderos abiertos entre cordilleras de escombros y, como en las ciudades alemanas al final de la guerra, hay un horizonte gris de muros en pie horadados por los huecos de las ventanas. Fijándose bien, entre los escombros, al costado de fachadas solas en las que queda tal vez una maceta en un balcón y el letrero medio descolgado de una carnicería o de una tienda de vinos, se ven figuras humanas que van pululando de un lado a otro, cargando cascotes en carros tirados de burros o caballos flacos, o simplemente parados en lo alto de un montón de ruinas, estupefactos ante la escala de la destrucción.

Entre 1939 y 1945 París se salvó de los bombardeos primero alemanes y luego aliados que arrasaron tantas ciudades de Europa. En la primera guerra europea los habitantes de la ciudad experimentaron el limitado sobresalto de los zepelines y los pequeños aviones de casa, el estruendo de los cañoneos lejanos. Pero el peligro había sido tan escaso que las imágenes de los combates aéreos y los reflectores en el cielo, o de la ciudad entera con todas las luces apagadas y sin más claridad que la de la luna llena, le dieron a Proust la oportunidad de escribir algunas de sus mejores páginas, en ese último volumen de En busca del tiempo perdido en el que la guerra irrumpe con toda la fuerza de lo impremeditado en una novela que llevaba escribiéndose casi 20 años.

Las ruinas de París no las trajo la guerra, sino el proyecto formidable de renovación urbana que llevó a cabo, durante el segundo imperio, el barón Charles Haussmann, que hizo con la ciudad lo que hasta entonces no se había hecho nunca, lo que sería en el siglo siguiente el sueño de Le Corbusier y tantos de sus discípulos: tratar el tejido urbano, formado lentamente a lo largo de muchos siglos, como si fuera una pizarra en blanco; dibujar con regla y con tiralíneas, encima del laberinto capilar de las calles y los callejones y las revueltas y las plazoletas, avenidas anchas y plazas con monumentos en los que desemboquen obligatoriamente las perspectivas. Proyectos semejantes, aunque mucho más limitados, los emprendieron los papas en la Roma del siglo XVII. Y Washington había sido diseñada siguiendo el mismo modelo, y precisamente por un arquitecto francés. Pero Washington, como San Petersburgo, nacía de la nada en una marisma, horizontal y vacía como una gran lámina en blanco sobre un tablero de dibujo. Y el rigor geométrico de la Baixa en Lisboa es el resultado de un terremoto y de un incendio.

París tenía que ser parcialmente derruida para ser inventada, para convertirse de manera definitiva en París. La gran ciudad que nos parece ahora el fetiche máximo de una monumentalidad urbana tan sagrada que no admite la menor modificación resulta haber nacido de un empeño renovador y destructivo que ahora sería visto como un sacrilegio, un acto de barbarie que ningún Gobierno no despótico se podría permitir. A los que llegamos de países en los que da la impresión que todo está siempre a medio hacer y que nada es muy sólido y nada dura, y todo va saliendo siempre como manga por hombro, París nos abruma con la solemnidad de lo definitivo, de lo casi opresivamente invariable. No solo los edificios oficiales y los grandes teatros y los cafés han estado allí desde siempre: hasta los camareros tienen un severo aplomo de dignatarios, de funcionarios de por vida. Cuando veo uno de esos lycées de París, con sus sillares y dinteles imponentes, sus banderas tricolores y sus letreros de Republique française, y cuando los comparo con los escuálidos institutos españoles de secundaria, me da una melancolía rencorosa.

Pero ese París no es el fruto de la tradición, sino de todo lo contrario, de una iconoclastia radical. La historia la conocemos por los libros, pero yo solo me he dado cuenta del tamaño ingente de aquella destrucción viendo en el Metropolitan las fotografías de Charles Marville que la atestiguan. A Marville lo contrató Haussmann para que levantara el acta visual de la ciudad pintoresca y lóbrega y obrera que estaba a punto de ser demolida y de la que se iba levantando sobre los escombros. Marville era un hombre inquieto que desde muy joven se dedicó a las artes más asociadas con los cambios tecnológicos: a las ilustraciones en las revistas gráficas, a una invención tan reciente como la fotografía. Cuando uno ve sus autorretratos juveniles —la barba, la melena impetuosa, la mirada— se acuerda enseguida de los grandes contemporáneos con los que debió de encontrarse por París, los que estaban inventándola como capital literaria de la modernidad al mismo tiempo que el barón Haussmann la demolía para modernizarla. Marville era solo unos años mayor que Baudelaire, Flaubert o Gautier. Pero la ciudad condenada que se pasó tanto tiempo fotografiando es menos la de Baudelaire que la de Balzac o incluso la de las fantasías medievales de Victor Hugo, un París no de bulevares iluminados como ascuas por faroles de gas en los que se juega uno la vida cruzando de una acera a otra por culpa del tráfico, sino de callejones estrechos, portales oscuros, umbrales de patios de vecindad que darán siempre a otros pasajes más angostos, ventanas entreabiertas en las que se vislumbra tal vez la cara pálida del único huésped de un edificio deshabitado y condenado.
Haussmann era uno de esos modernizadores autoritarios que lo hacen todo en nombre de la línea recta, la salubridad, el progreso. El París de aguafuerte tenebrista de las fotos de Marville es también el de las viviendas angostas e inmundas y los arroyos de aguas fecales y orines corriendo por la mitad de las calles, el de las oscuridades nocturnas en las que se alojaban todas las amenazas. Pero era también una ciudad en la que los pobres y los trabajadores vivían mezclados más o menos con los ricos, y en la que, cuando estallaba una sublevación popular, los callejones estrechos ofrecían oportunidades magníficas para levantar barricadas. Dicen que la anchura de los bulevares del nuevo París estaba calculada para permitir el despliegue de batallones de caballería y baterías artilleras. El caso es que, al mismo tiempo que el alcantarillado, los parques, las farolas de gas, volvían más habitable el corazón de la ciudad, los trabajadores eran expulsados de él hacia periferias que desde entonces no han parado de volverse cada vez más lejanas. Inmediatamente después de ser renovada, la ciudad se inmoviliza, se monumentaliza, se osifica: también se convierte en el escenario de la apoteosis de la burguesía, y en él a los pobres no les queda más papel que el de servidores.

En una foto de Marville se ve un barrio de chabolas tan desordenado y superpoblado como una favela, y al fondo, a lo lejos, sobre los tejados de tablas o de chapas, aparece la silueta de torres y cúpulas. Desde esa distancia, en noches iluminadas si acaso por candiles de aceite, se vería relucir de noche la capital remota de los grandes bulevares y las farolas de gas.

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