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Historias que contamos

Alguna vez ha dicho Víctor Erice que en el cine tiene que haber siempre una médula o un rastro de documental. El cine, que de todas las artes es la que más de cerca se parece a la vida, quizás no pueda ser del todo magistral si no juega a despojarse de sus artificios, de modo que logre lo imposible, que una cámara nos dé la impresión de ver algo en lo que no ha intervenido la mediación de una cámara, o que su presencia de algún modo se ha borrado para quienes estaban delante de ella. Cuando somos muy jóvenes y necesitamos afirmar nuestra cinefilia queremos que los ángulos inusitados o los movimientos de la cámara confirmen para nosotros la genialidad del director, igual que admiramos más a un novelista que hace exhibiciones de pirotecnia narrativa. Todo lo muy bien hecho tiene su valor, y uno pasa por etapas muy variables en su vida. Y aunque uno no suele saberlo o aceptarlo cuando es muy joven, la maestría se manifiesta de formas muy distintas, incluso incompatibles entre sí, al menos en apariencia.

Cuando yo era muy joven, o bastante joven, admiraba sobre todo los artificios y las trampas de Hitchcock, los arquetipos narrativos del cine clásico en blanco y negro. Pasaron los años y lo que antes me había gustado tanto se me volvió previsible y acartonado, los argumentos monótonos, los personajes, hombres y mujeres, tiesos maniquíes. Entonces, lo que me gustaba más era el gran cine naturalista italiano, el gran cine español de los 60 y los 70, el Martin Scorsese de Mean Streets y Taxi Driver, las raras joyas europeas y latinoamericanas que nos llegaban de vez en cuando, películas de gente común en lugares sin lustre añadido de mitología, en las que parecía confirmarse esa intuición de Erice, ficciones con algo de lo azaroso y no inacabado del cine documental, limpias de la impostura fatigosa de la interpretación, libres de los estereotipos y las inercias de los géneros.

Ahora me gusta todo. Me gusta Vértigo y me gusta Roma, città aperta. Me gusta el discurrir solemne de los grandes westerns de John Ford y el aire de improvisación festiva de los Días de radio de Woody Allen, o la liviana punzada de melancolía de Before Sunset y Before Sunrise, de Richard Linklater, y aguardo con impaciencia la tercera entrega, Before Midnight. Un hombre y una mujer se encuentran en el azar de un viaje, caminan, conversan, se desean, se atreven, se despiden, no saben si volverán a verse. Ethan Hawke y Julie Delpy actúan tan bien que no parecen estar actuando. A nosotros se nos conceden los dones complementarios de la omnisciencia y la invisibilidad.

MIRADA. Pero casi nada me satisface tanto como esos documentales que no por atenerse al relato de los hechos dejan de usar las sutilezas narrativas que tienden a asociarse a la ficción; los que se parecen a la literatura en la mirada solitaria y en el relato en primera persona; los que muestran no el resultado final de una búsqueda, sino el proceso del descubrimiento; los que ejercitan una libertad que parecería reservada al observador transeúnte, al que no lleva consigo más que una mochila ligera, un cuaderno, una cámara de fotos, no la compañía numerosa y el equipaje complicado de un equipo de producción. El cine tiene entonces la proximidad de voz que hay en un poema o en una narración confesional; una película sucede delante de nosotros como los viajes de exploración y sonambulismo de Bruce Chatwin, de Jan Morris, de Sebald, de Robert McFarlane.

Pienso en el breve documental de Víctor Erice sobre el antiguo Kursaal de San Sebastián, en el que se diluyen los límites entre lo recordado, lo imaginado y lo soñado, o en ese viaje de búsqueda y hallazgo que lleva a cabo Malik Bendjelloul en Searching for Sugar Man: ningún novelista podrá inventar una historia como esa. Y tampoco hay necesidad de ficción en las crónicas visuales de viajes a los confines del mundo que Werner Herzog ha ido convirtiendo en un género exclusivamente suyo, igual que es suya la voz narradora con sus tonos de recitado solemne y su acento alemán. Cada documental de Herzog es una expedición a las profundidades o a los confines de un mundo; un viaje verneano al fondo del mar o al centro de la Tierra: a los laboratorios de los científicos en la Antártida, a las pinturas prehistóricas en la cueva de Chauvet, al corredor de la muerte de una prisión americana donde un hombre muy joven, con granos en la cara, con palidez anticipada de muerto, cuenta los días que le faltan para ser ejecutado. Pero esos viajes siempre son interiores. Lo que más le importa a Werner Herzog no es lo que hay en esos lugares últimos, sino lo que sucede en las conciencias de las personas que los visitan, o las que se quedan atrapadas en ellos y ya no pueden o no quieren volver.

Pero no hace falta bucear bajo el hielo azul de la Antártida o adentrarse en una cueva no visitada por nadie en treinta mil años para encontrar lo inaudito, ni para descubrir en uno mismo y en quienes lo rodean abismos de extrañeza. Hay una poesía de lo desmesurado y lo remoto y otra de lo más próximo. Las latitudes de Baudelaire y Walt Whitman no contienen más misterio que el breve jardín de Emily Dickinson.

En Toronto, entre las personas de su familia y algunos amigos, casi siempre en los espacios de sus vidas domésticas, en las calles por las que se mueven, Sarah Polley ha filmado un documental asombroso, Stories We Tell. No hay nada que no parezca simple, o que no lo sea. Su padre, sus hermanos, gente próxima a la familia, responden a las preguntas que Polley les hace sobre su madre, que murió de cáncer cuando ella tenía once años. El pasado tiene la textura conocida de las películas en súper-ocho y las fotos en color pegadas en hojas de álbumes y protegidas por láminas de plástico adhesivo. Igual que los colores se degradan químicamente con el tiempo, o que las imágenes mal tomadas aparecen confusas, la memoria modifica las cosas, vuelve borrosos o inseguros pormenores que se tomaban por ciertos.

PERSONA. Y cada testimonio sobre una misma persona está teñido de sus propias inseguridades, de cambios ligeros o radicales de perspectiva, de modo que el resultado no es una figura completa y reconocible para todos, sino una sucesión rápida de imágenes que pueden superponerse o desmentirse las unas a las otras. Lo que cada cual ignora sobre la persona recordada es tan variable y tan significativo como lo que sabe de ella. Y quién puede medir cuánto calla cada testigo, cuánto de lo que recuerda ha sido modificado por el olvido o por la decisión de no saber, el privilegio del secreto.

Como Searching for Sugar Man, Stories We Tell esconde un proceso de descubrimiento demasiado valioso como para estropearle a quien no la ha visto la plena experiencia de cada quiebro en el relato. Contamos historias y queremos saberlas. Algunas de las más tremendas, las más sorprendentes, suceden a un paso de nosotros.