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El gran Gatsby

Era previsible. Al igual que las cinco adaptaciones previas de la novela de Francis Scott Fitzgerald, la sexta volvió a instalar en el ámbito de la crítica el viejo contencioso a propósito del carácter presuntamente “infilmable” de algunas obras de la literatura, ya sea por su extensión o por su modo narrativo.

El asunto tuvo incluso algunas derivaciones curiosas, como el parecer de un crítico literario local, algo quedado en el tiempo y el prejuicio, para quien la presunta limitación del cine en tanto “arte menor” dejaba saber de antemano que una vez más estaría en entredicho la “fidelidad” de la versión cinematográfica respecto al texto. Este no es el tema de fondo, a menos que uno achate el alcance de esa fidelidad a una sumisión miope a la letra muerta. El asunto pasa por otro lado: por la aprehensión del sentido de lo escrito para encontrar en lo filmado los recursos idóneos a fin de traducir aquello de manera adecuada.

En el presente caso, venía de arrastre la patente inadecuación de los intentos previos. Desde la versión silente de 1926, un año después de la publicación de la novela, pasando por la de 1949 con Alan Ladd en el rol protagónico, hasta la más reciente (Jack Clayton, 1974) con Robert Redford, destripada por Vincent Canby en el New York Times como un resultado “tan inerte como un cadáver que parece llevar demasiado tiempo en el fondo de una pileta”.

La duda implícita en todos los rechazos anteriores, con eco en los presentes, es cuánto tienen que ver con el análisis de la película en sí o en qué medida revolotea alrededor una suerte de preconcepto fundado en la idea de un texto no tanto “infilmable” cuanto intocable. Esto último convierte en una herejía instantánea cualquier intento, sean cuales fueran sus resultados. Hay que recordar, además, la pálida recepción en su momento de la novela de Scott Fitzgerald, recién valorada varias décadas más tarde.

Lejos está de mi pretensión anticipar con lo apuntado un juicio de valor a priori sobre la propuesta del australiano Baz Luhrman, suficientemente conocido por las piruetas que suele ensayar en sus películas, relegando siempre a segundo plano la consistencia dramática y narrativa, según dejaron plena constancia su cuestionada Romeo y Julieta (1996) o la atrabiliaria  Moulin Rouge (2001).

NOVELA. ¿De qué trata la venerada obra de Scott Fitzgerald, malentendida en su tiempo y también después? ¿Es la historia de una pasión sin horizonte? ¿La airada descripción de una Norteamérica de entre guerras que danza frenética para aventar las oscuras premoniciones de los tiempos por venir agitándose en la fingida suposición de un bienestar sin límites para el derroche? ¿El incisivo retrato de una clase de nuevos ricos arribistas prontos a tirar la casa por la ventana financiando el suntuoso mal gusto de mansiones, automóviles, ropajes diseñados acorde a la voz de mando: “bigger than life”? ¿Es, finalmente, la airada pintura de un mundo narcotizado por ese simulacro neurótico de las fiestas para escapar del tedio, la soledad y el sin sentido?

Es todo eso, entretejido en un fresco magistral de época que, tal la virtud de las grandes creaciones, deja abierta a la perspicacia del lector la decisión de encontrar aquello que resulte más acorde a su propia sensibilidad.

Todo ello, y unas cuantas cosas más, están en la versión de Luhrman. Su momento más significativo, en cuanto define la apuesta del director, es la apoteósica fiesta llena de ruido, de locura, de jazz, en medio de la cual se corporiza el misterioso Jay Gatsby. Es un abrumador despliegue de sonido, colorido y movimiento que reincide en la estética ornamental propia de su filmografía marcada por las mescolanzas —aquí, en la banda sonora, Gershwin convive con Beyoncé y el hip hop—, así como por un romanticismo deliberadamente cursi que pulsa sin ningún rubor la cuerda emotiva a partir de una sensiblería desbocada.

Así, el exceso decorativo convierte el melancólico amor de Gatsby —cuya acumulación de fortuna y poder es una calculada e inútil estrategia para reconquistar el amor de Daisy sintiendo que el tiempo se escapa— en un pretexto para el lucimiento del sobrecargado diseño de producción. Al que el director agrega por puro exhibicionismo el recurso al 3D y a las imágenes generadas por computadora que poco o nada contribuyen a la densificación de la atmósfera narrativa.

A pesar de su frenético atiborramiento, la primera hora y media de la película coquetea en varios tramos con el tedio. Levanta algo la puntería en los 30 minutos restantes. No se sustrae del todo a esas estridencias, pero consigue concentrarse al menos durante algunas secuencias en el drama de romances extraviados y acomodos de conveniencia que acaban desencadenando la tragedia final. Sin embargo, el hastío, la desilusión, que preanuncian el desmoronamiento final, quedan igualmente descafeinados en la espectacularizada ampulosidad de la puesta en imagen.

Aquel jovenzuelo carilindo reclutado, daba la impresión, entre los candidatos a Mr. Melcocha para instalarse a morir de amor sobre la proa del Titanic, contra el fondo de un oportuno crepúsculo, pocos minutos antes que todo se fuera a las pirañas, a estas alturas destaca sin duda alguna entre los actores de mayor carácter en el cine norteamericano.

En esta película, Leonardo DiCaprio se las apaña casi solo en una memorable composición del personaje central, con el acompañamiento en tono menor del resto del elenco. Tobey Maguire en el papel de Nick Carraway pareciera no haberse repuesto del todo de alguno de los sobresaltos del Hombre araña, componiendo un narrador más sumido en la perplejidad que admirado por la obstinación de Gatsby, mientras Carey Mulligan hace una Daisy bella pero deslavada.

REVISIÓN. Más allá de la sospecha de oportunismo, a primera vista no parecía tan desencaminada la idea de ensayar una revisión de aquel relato con clima de fin de fiesta justo ahora cuando de nuevo el capitalismo global atraviesa otra de sus cíclicas encrucijadas financieras. Pero ésta no parece ser la motivación de Luhrman para servir su nuevo teatro pirotécnico, agregando la sexta versión cinematográfica fallida a las cinco anteriores de esta novela definitivamente con poca suerte en el cine.

No porque el cine se halle impedido por alguna minusvalía artística o porque el texto totémico de Scott Fitzgerald le resulte infranqueable. La cuestión pasa por el modo de abordarlo. La escéptica descripción del despilfarro y la sin razón de un universo en la antesala de la crisis de 1929 y de los horrores que sobrevendrían en la década siguiente resulta indescifrable para un director cuyas demasías contradicen justamente el espíritu tanto como el sentido moral del texto. La novela, más que servirle de inspiración, es apenas la excusa para su ambicioso despliegue figurativo, todo un símbolo involuntario de las limitaciones de la producción de esta otra época extraviada en el desconcierto de la nada.

Ficha técnica

Título original: The Great Gatsby. Dirección: Baz Luhrmann. Guion: Baz Luhrmann, Craig Pearce. Novela: F. Scott Fitzgerald. Fotografía: Simon Duggan. Montaje: Jason Ballantine, Jonathan Redmond, Matt Villa. Diseño: Catherine Martin. Arte: Damien Drew, Ian Gracie, Michael Turner. Vestuario: Catherine Martin. Maquillaje: Catherine Biggs. Efectos: Dan Oliver, Jabin Dickins, Mark Breakspear, Daniel James Cox, Tony Cole. Música: Craig Armstrong. Producción: Bruce Berman, Lucy Fisher, Jay-Z, Catherine Knapman, Baz Luhrmann, Catherine Martin. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Tobey Maguire, Elizabeth Debicki, Carey Mulligan, Joel Edgerton,  Amitabh Bachchan, Steve Bisley, Richard Carter, Jason Clarke, Adelaide Clemens, Vince Colosimo.