Thursday 25 Apr 2024 | Actualizado a 20:16 PM

La invención del amor

Alfaguara acaba de publicar la obra ganadora de su Premio Internacional de Novela: ‘La invención del amor’, del español José Ovejero. La obra estará próximamente en La Paz. Este es un adelanto

/ 9 de junio de 2013 / 04:00

Y ahora subo las escaleras, salgo a la terraza y siento el aire seco de la madrugada que limpia mi cara del entresueño producido por el alcohol y la hora tardía. Un murciélago zigzaguea por encima de las cabezas de mis amigos, como si los inspeccionase inquieto desde lo alto, y vuelve a desaparecer en las sombras. Es de noche, en Madrid, en mi terraza, estamos bebidos, en ese momento que tanto me gusta en el que la gente discute sin mucho tino, en el que todos están más alegres o más tristes de lo que se permiten a diario, sin llegar a ser violentos ni a romper a llorar ni a cantar.

La noche (más bien el amanecer, porque hay un filo rosado que bordea el cielo allí, al otro lado de Madrid, más allá de la estación de Atocha, de Vallecas, de los paralelepípedos alineados sobre lo que, desde aquí, parecen los confines de la ciudad) se ha vuelto lenta, como nuestras lenguas, como nuestros párpados, todos los movimientos ligeramente ralentizados; la mano de Fran atusando sus propios cabellos mientras dice: “No sé, tío, no sé”, probablemente porque ya incluso se le ha olvidado de qué estaban hablando y sólo le queda esa pesadumbre que arrastra de un día al siguiente, y que se le escapa en cada broma o que a veces, cuando se pone melancólico, pretende que es pesar por el estado del mundo y no el luto por sí mismo, por las propias ilusiones difuntas, que lleva desde hace tanto tiempo.

— No, otra vez no —Javier arroja la servilleta sobre la mesa, empuja la silla y su propio cuerpo hacia atrás, hace ademán de levantarse, pero aguarda, porque los discursos de Fran le exasperan y al mismo tiempo le permiten responder con su propia rabia; la suya, al contrario que la de Fran, no es una rabia dirigida contra el mundo, sino individual, contra cada una de las personas que lo componen. Por eso, mientras que Fran suele expresarlo lentamente, sin aspavientos, casi volviéndola hacia sí mismo, porque el mundo no está allí para recibirla, Javier, que vive su malestar como una afrenta personal, da voces, resopla, insulta, ataca al contrincante; para él cada discusión es un combate de boxeo—. Otra vez no, ya nos lo sabemos.

— Es que todo es una mierda, puro capitalismo. Tenemos un rey fascista, un Gobierno fascista…

—Así no se puede discutir. Si empiezas con esas gilipolleces mejor no seguir.

— Nuestra economía es fascista.

— Y lo dices tú que trabajas para el Banco de Santander.

— Por eso, conozco el sistema desde dentro. Todos delincuentes.

— Pues salte, nadie te obliga a trabajar para el Santander.

— Ya…

— Y no me vengas con el colegio de tus niños o la universidad. Porque eso ya lo oigo desde que te conozco. Viva la revolución, pero colegio privado para los chicos, y el inglés en Londres y el máster en…

— El inglés en Nueva York, prefieren la capital del imperio. Mis hijos saben lo que quieren.

— Pues Nueva York. Mejor me lo pones. Vete a la mierda. Y cuando puedas decir algo coherente, vuelve. Fran se asoma con una media sonrisa al fondo del vaso. ¿Qué haría si dejase su empleo en el banco? ¿Cuál sería su estrategia para continuar siendo pasivamente infeliz?

Me encantan nuestras discusiones inútiles, el gusto por la repetición, que nos recuerda quiénes somos. No conversamos para llegar a una conclusión, sino para escuchar al otro rebatir cualquier argumento nuestro, saber que podemos contar con él, que no nos va a dejar solos con nuestras contradicciones.

Hemos superado los cuarenta, los seis, asomados ya a ese caer, hundirse desde lo alto si es que alguno llegó a lo alto, asomados también a las posibilidades, a una promesa de cambio. Cuarenta, bien mirado, no es tanto; a veces aún levantamos la cabeza y nos preguntamos “¿por qué no?, todavía estoy a tiempo”, y husmeamos como perdigueros un rastro entre los matojos que han ido creciendo en los caminos abandonados, porque hace años que transitamos la misma carretera, sin atrevernos a meternos en un desvío. Y después de atisbar esa posibilidad continuamos rumiando con placidez nuestras vidas, ni muy felices ni muy infelices: moderadamente satisfechos, hacemos la digestión de nuestros sueños.

Cuarenta es la edad maldita, no la adolescencia, como se supone, tampoco la vejez. En la adolescencia sientes una rabia creativa que no te ata a la silla ni al recuerdo de tiempos supuestamente mejores e incluso el miedo que sientes es un combustible que te mantiene vivo, que te hace buscar la puerta de salida o de entrada, y si te deprimes piensas que no eres tú el responsable de ese desaguisado que es el mundo: cuando eres adolescente son siempre otros los culpables. Mientras que un anciano ha tenido el tiempo de irse cargando de culpas y de ir asumiéndolas, de conformarse con las propias limitaciones… Ahora, justo cuando estaba pensando esto, Javier ha insultado a Fran porque lo que dice no tiene sentido, y no hay nadie más convencido del sentido de las cosas que Javier, y le echa en cara que es tan radical porque así no tiene que actuar: “Como todo es una mierda, ¿para qué vas a mover un dedo?”, le dice, y horada el aire con el suyo. Me dan ganas de abrazarlos a todos, de consolarlos, de quererlos por encontrarse tan perdidos. A esta hora las luces de los edificios cercanos se han apagado, también el campanario de San Cayetano, y la única luz cercana es la que emana de mi terraza: somos la balsa de la Medusa en el oscuro océano de nuestra embriaguez.

Me acerco a Alicia por la espalda. Ella no suele intervenir en las discusiones salvo para decir que le recordamos a su familia, que da igual el tiempo que transcurra, parecen haberse quedado estancados en la misma pelea. Fuma demasiado, se mordisquea los padrastros, chasquea a veces la lengua. Es una mujer que parece siempre a punto de marcharse a algún lugar, como si la esperasen en otro sitio donde en realidad se sentiría más a gusto. Pero suele ser la última en irse, apura la noche, la compañía, el sonido de nuestras voces. Le pongo una mano en el hombro y me inclino para poder susurrarle al oído: “¿Te quedas esta noche?”. Y ella, sin volverse y levantando el vaso como para brindar, responde en voz alta: “Ni loca”.

Qué pena. Me gustaría que Alicia se quedase esta noche, abrazada a mí junto al antepecho de la terraza que, como el palco de un teatro, nos permite asomarnos a un decorado que se despliega para que proyectemos en él nuestras fantasías. Siempre me ha gustado vivir en áticos y buhardillas, porque desde sus ventanas o terrazas se ve un mundo que, sin pertenecerte, te permite disfrutar de él. No es necesario que lo cuides, nadie te pide que repares las tejas o reorientes la antena. Está ahí, para que lo mires, y cuando te asomas a ese vasto espacio te sientes como un terrateniente que va el domingo al campo y fuma recorriendo con la vista esas posesiones que no tiene que regar, ni labrar, ni cosechar.

Y también me han gustado siempre las mujeres que me permiten disfrutar su compañía sin obligarme a realizar el trabajo arduo, constante, ingrato a veces, que exige cualquier larga convivencia, una relación que se supone debe crecer y prosperar, pero para que lo haga también es necesario regar y labrar, e incluso la cosecha puede resultar agotadora aunque sea abundante. Soy uno de esos hombres de los que algunas mujeres dirían que tienen miedo al compromiso. No digo que no experimente miedo, la sana reacción de cualquier ser vivo ante el peligro. El miedo nos protege y nos salva. Lo que no tiene miedo se extingue estúpidamente. El arrojo es alabado cuando quien lo posee se sacrifica por nosotros. Pero yo no tengo vocación de mártir ni de héroe. A mí tan sólo me gusta ver las ciudades desde lo alto y abrazar a mujeres que no pronuncian la palabra siempre. O que lo hicieron una vez y se arrepienten de ello: me gustan mucho las mujeres casadas. (…)

Ya es tarde. Ya es temprano. Fran se levanta, se gira en derredor con movimientos lentos, saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, contempla su interior como quien constata una desgracia largamente sabida, la estruja y la vuelve a guardar en el bolsillo. “Vamos a irnos yendo”, dice, convirtiendo con enorme habilidad la indecisión en sintaxis, y consulta a su mujer mirándola por encima de las gafas. Es la de Javier la que se incorpora y lo toma del brazo en un gesto protector; suele ser afectuosa con él, como para consolarlo de los ataques de Javier, o porque sabe que Fran necesita las invectivas de Javier como castigo, como penitencia por llevar una vida inconsecuente, y lo acaricia y mima como haría con un animal herido.

Los abrazos, algo más largos que a la llegada, cuando aún los movimientos eran rápidos y las frases ligeras; el abrazo de Alicia igualmente largo, dos besos cuyo impreciso detenerse en mis mejillas no significa nada, ese aliento que no promete, ese pecho que se aproxima asexuado, insensible.
Dentro de un rato no recordaré quién ha sido el último en irse ni qué palabras hemos intercambiado. Mi cerebro es de algodón. Iba a decir de estropajo, pero sería una imagen demasiado áspera; y yo sí estoy bien. Me encuentro bien. Subo a la terraza, ya solitaria, particularmente silenciosa, como si la marcha de mis amigos no sólo se hubiese llevado sus voces sino que también hubiera absorbido otros sonidos, como si el vacío que dejan a sus espaldas hubiera succionado la consistencia de las cosas. Me tambaleo sin la impresión de estar completamente borracho. Las copas, los platos, las botellas, los ceniceros, servilletas arrugadas, restos de gambas y de pan y pieles de embutidos, los residuos que ahora parecen míseros, viejos, y que anuncian un despertar de resaca y mal sabor de boca. Me apoyo contra el antepecho y vuelvo la vista hacia el sur de la ciudad, al otro lado del río, allí donde en la luz mate del amanecer se adivina el fin de los edificios y el inicio del páramo.

Suena el teléfono fijo. Ya nadie me llama al fijo. Decido no hacerle caso, pero el hecho de no hacer caso es un fastidio, porque en ese momento la mañana, en lugar de anunciarse, revienta, una explosión anaranjada que incendia las nubes como si fuesen el telón en llamas de un teatro. (…)
Bajo a buscar el teléfono. Alguno de mis amigos habrá olvidado cualquier cosa, un bolso o quizá las llaves del coche, y ahora regresará a buscarlas, quienquiera que sea, y se sentará a lo mejor un rato y tomará un último vaso de bourbon, o quizá es Alicia, que se lo ha pensado y viene a compartir mi cama y a quitarme este escalofrío que provoca el relente matinal, y no es que tenga ganas de sexo a estas horas y con la cabeza esponjosa, pero me resulta agradable la idea de dormir abrazado a ella…

Subo otra vez sin prisa la escalera, con el inalámbrico aún en la mano, convencido de que dejará de sonar antes de que llegue a la terraza y no tendré que contestar. Y así es, pero tras una breve pausa se reanuda el timbrazo que allí arriba, al aire libre, en el silencio general del amanecer, suena aún más estridente e inoportuno.

— Sí.

— ¿Samuel?

— Sí, soy yo.

— Soy Luis.

Se hace un silencio en el que me da tiempo a pensar que no es uno de mis amigos y una alarma se abre paso en mi cerebro, como cuando oyes una sirena de policía o de ambulancia acercándose en medio de la noche y te das cuenta de que podría ser un repentino aviso de que el orden de las cosas se va a trastocar en cualquier momento. (…) Antes todo era como siempre, estaba acoplado a la humilde monotonía de los días en los que todos los desayunos son iguales y se va uno a acostar sin que haya ocurrido nada reseñable, pero la llamada de un desconocido a las cinco o las seis de la mañana sólo puede anunciar un cambio importante, una transformación que quizá haga que todo lo que era deje de ser, y que el libro que estábamos leyendo se convierta de repente en una historia totalmente distinta de lo que habíamos esperado.

— ¿Qué sucede?

— Lo siento, lo siento mucho, Samuel.

— Me parece que se ha equivocado —digo, pero me falla la convicción al darme cuenta de que me está llamando por mi nombre.

— Clara. Esta tarde. Hace un rato. Joder, no sabes cómo lo siento.

— Clara —digo, y escarbo en la memoria pensando que no quiero que cuelgue aún. Antes de irme a dormir necesitaría escuchar esa historia que no es la mía, precisamente para que también sea la mía, igual que leemos una novela para añadir historias a nuestra vida, historias que por dramáticas que sean resultan inocuas, pensamos, porque no pueden afectarnos en la realidad. Quiero saber quién es Clara, y qué ha hecho, qué relación me unía con ella y por qué voy a sentirlo.

— No nos hemos encontrado nunca, pero Clara me habló un montón de veces de ti. Un montón. Joder. Y ahora, mira.

— Sí, Clara. ¿Y?

— Llegando a Madrid, en la carretera de La Coruña. Por sortear a un peatón al que no se le había ocurrido cosa mejor, la gente está loca, que cruzar la carretera de La Coruña, y ella lo quiso esquivar, perdió el control.

— ¿Está bien?

— Que se ha matado, te digo. Que está muerta. Es acojonante. No me lo puedo creer. Clara muerta.

Ahora callamos los dos. No sé si mi interlocutor se ha quedado en silencio porque está llorando o porque lucha por contener el llanto, pero no se oyen ni sollozos ni respiración entrecortada. (…)

Dejo el teléfono sobre la mesa, entre vasos y platos sucios. En apenas unos minutos el cielo ha cambiado. Ahora es una extensión de rescoldos mortecinos ocultos tras nubarrones de ceniza. Vuelvo a hacer memoria, a pasar revista a los rostros que han ido desapareciendo de mi vida: la amiga de siempre que se mudó primero a otra ciudad y luego a otro país; aquella que se casó con un hombre al que yo no soportaba; la que se enfadó estúpidamente conmigo por un mero plantón y no volvió a dirigirme la palabra. Repaso las caras y los nombres de amigas y amantes, ese álbum de fotografías algo amarillentas que me hace sentir más viejo de lo que soy. Busco también las páginas arrancadas, aquellas de las que estoy seguro de que contenían alguna imagen que he olvidado; hubo otras mujeres, episodios que no dejaron huella ni cicatriz, breves aventuras o amistades, ¿cómo se llamaban?, ¿cómo era su voz?, ¿cómo su risa? Pero aunque me demoro en el pasatiempo de intentar reconstruir mi historia sentimental, ese rompecabezas desordenado, hecho de piezas que no encajan, sé que el esfuerzo es inútil: estoy seguro de no haber conocido nunca a ninguna Clara.

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/ 9 de junio de 2013 / 04:00

Y ahora subo las escaleras, salgo a la terraza y siento el aire seco de la madrugada que limpia mi cara del entresueño producido por el alcohol y la hora tardía. Un murciélago zigzaguea por encima de las cabezas de mis amigos, como si los inspeccionase inquieto desde lo alto, y vuelve a desaparecer en las sombras. Es de noche, en Madrid, en mi terraza, estamos bebidos, en ese momento que tanto me gusta en el que la gente discute sin mucho tino, en el que todos están más alegres o más tristes de lo que se permiten a diario, sin llegar a ser violentos ni a romper a llorar ni a cantar.

La noche (más bien el amanecer, porque hay un filo rosado que bordea el cielo allí, al otro lado de Madrid, más allá de la estación de Atocha, de Vallecas, de los paralelepípedos alineados sobre lo que, desde aquí, parecen los confines de la ciudad) se ha vuelto lenta, como nuestras lenguas, como nuestros párpados, todos los movimientos ligeramente ralentizados; la mano de Fran atusando sus propios cabellos mientras dice: “No sé, tío, no sé”, probablemente porque ya incluso se le ha olvidado de qué estaban hablando y sólo le queda esa pesadumbre que arrastra de un día al siguiente, y que se le escapa en cada broma o que a veces, cuando se pone melancólico, pretende que es pesar por el estado del mundo y no el luto por sí mismo, por las propias ilusiones difuntas, que lleva desde hace tanto tiempo.

— No, otra vez no —Javier arroja la servilleta sobre la mesa, empuja la silla y su propio cuerpo hacia atrás, hace ademán de levantarse, pero aguarda, porque los discursos de Fran le exasperan y al mismo tiempo le permiten responder con su propia rabia; la suya, al contrario que la de Fran, no es una rabia dirigida contra el mundo, sino individual, contra cada una de las personas que lo componen. Por eso, mientras que Fran suele expresarlo lentamente, sin aspavientos, casi volviéndola hacia sí mismo, porque el mundo no está allí para recibirla, Javier, que vive su malestar como una afrenta personal, da voces, resopla, insulta, ataca al contrincante; para él cada discusión es un combate de boxeo—. Otra vez no, ya nos lo sabemos.

— Es que todo es una mierda, puro capitalismo. Tenemos un rey fascista, un Gobierno fascista…

—Así no se puede discutir. Si empiezas con esas gilipolleces mejor no seguir.

— Nuestra economía es fascista.

— Y lo dices tú que trabajas para el Banco de Santander.

— Por eso, conozco el sistema desde dentro. Todos delincuentes.

— Pues salte, nadie te obliga a trabajar para el Santander.

— Ya…

— Y no me vengas con el colegio de tus niños o la universidad. Porque eso ya lo oigo desde que te conozco. Viva la revolución, pero colegio privado para los chicos, y el inglés en Londres y el máster en…

— El inglés en Nueva York, prefieren la capital del imperio. Mis hijos saben lo que quieren.

— Pues Nueva York. Mejor me lo pones. Vete a la mierda. Y cuando puedas decir algo coherente, vuelve. Fran se asoma con una media sonrisa al fondo del vaso. ¿Qué haría si dejase su empleo en el banco? ¿Cuál sería su estrategia para continuar siendo pasivamente infeliz?

Me encantan nuestras discusiones inútiles, el gusto por la repetición, que nos recuerda quiénes somos. No conversamos para llegar a una conclusión, sino para escuchar al otro rebatir cualquier argumento nuestro, saber que podemos contar con él, que no nos va a dejar solos con nuestras contradicciones.

Hemos superado los cuarenta, los seis, asomados ya a ese caer, hundirse desde lo alto si es que alguno llegó a lo alto, asomados también a las posibilidades, a una promesa de cambio. Cuarenta, bien mirado, no es tanto; a veces aún levantamos la cabeza y nos preguntamos “¿por qué no?, todavía estoy a tiempo”, y husmeamos como perdigueros un rastro entre los matojos que han ido creciendo en los caminos abandonados, porque hace años que transitamos la misma carretera, sin atrevernos a meternos en un desvío. Y después de atisbar esa posibilidad continuamos rumiando con placidez nuestras vidas, ni muy felices ni muy infelices: moderadamente satisfechos, hacemos la digestión de nuestros sueños.

Cuarenta es la edad maldita, no la adolescencia, como se supone, tampoco la vejez. En la adolescencia sientes una rabia creativa que no te ata a la silla ni al recuerdo de tiempos supuestamente mejores e incluso el miedo que sientes es un combustible que te mantiene vivo, que te hace buscar la puerta de salida o de entrada, y si te deprimes piensas que no eres tú el responsable de ese desaguisado que es el mundo: cuando eres adolescente son siempre otros los culpables. Mientras que un anciano ha tenido el tiempo de irse cargando de culpas y de ir asumiéndolas, de conformarse con las propias limitaciones… Ahora, justo cuando estaba pensando esto, Javier ha insultado a Fran porque lo que dice no tiene sentido, y no hay nadie más convencido del sentido de las cosas que Javier, y le echa en cara que es tan radical porque así no tiene que actuar: “Como todo es una mierda, ¿para qué vas a mover un dedo?”, le dice, y horada el aire con el suyo. Me dan ganas de abrazarlos a todos, de consolarlos, de quererlos por encontrarse tan perdidos. A esta hora las luces de los edificios cercanos se han apagado, también el campanario de San Cayetano, y la única luz cercana es la que emana de mi terraza: somos la balsa de la Medusa en el oscuro océano de nuestra embriaguez.

Me acerco a Alicia por la espalda. Ella no suele intervenir en las discusiones salvo para decir que le recordamos a su familia, que da igual el tiempo que transcurra, parecen haberse quedado estancados en la misma pelea. Fuma demasiado, se mordisquea los padrastros, chasquea a veces la lengua. Es una mujer que parece siempre a punto de marcharse a algún lugar, como si la esperasen en otro sitio donde en realidad se sentiría más a gusto. Pero suele ser la última en irse, apura la noche, la compañía, el sonido de nuestras voces. Le pongo una mano en el hombro y me inclino para poder susurrarle al oído: “¿Te quedas esta noche?”. Y ella, sin volverse y levantando el vaso como para brindar, responde en voz alta: “Ni loca”.

Qué pena. Me gustaría que Alicia se quedase esta noche, abrazada a mí junto al antepecho de la terraza que, como el palco de un teatro, nos permite asomarnos a un decorado que se despliega para que proyectemos en él nuestras fantasías. Siempre me ha gustado vivir en áticos y buhardillas, porque desde sus ventanas o terrazas se ve un mundo que, sin pertenecerte, te permite disfrutar de él. No es necesario que lo cuides, nadie te pide que repares las tejas o reorientes la antena. Está ahí, para que lo mires, y cuando te asomas a ese vasto espacio te sientes como un terrateniente que va el domingo al campo y fuma recorriendo con la vista esas posesiones que no tiene que regar, ni labrar, ni cosechar.

Y también me han gustado siempre las mujeres que me permiten disfrutar su compañía sin obligarme a realizar el trabajo arduo, constante, ingrato a veces, que exige cualquier larga convivencia, una relación que se supone debe crecer y prosperar, pero para que lo haga también es necesario regar y labrar, e incluso la cosecha puede resultar agotadora aunque sea abundante. Soy uno de esos hombres de los que algunas mujeres dirían que tienen miedo al compromiso. No digo que no experimente miedo, la sana reacción de cualquier ser vivo ante el peligro. El miedo nos protege y nos salva. Lo que no tiene miedo se extingue estúpidamente. El arrojo es alabado cuando quien lo posee se sacrifica por nosotros. Pero yo no tengo vocación de mártir ni de héroe. A mí tan sólo me gusta ver las ciudades desde lo alto y abrazar a mujeres que no pronuncian la palabra siempre. O que lo hicieron una vez y se arrepienten de ello: me gustan mucho las mujeres casadas. (…)

Ya es tarde. Ya es temprano. Fran se levanta, se gira en derredor con movimientos lentos, saca un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, contempla su interior como quien constata una desgracia largamente sabida, la estruja y la vuelve a guardar en el bolsillo. “Vamos a irnos yendo”, dice, convirtiendo con enorme habilidad la indecisión en sintaxis, y consulta a su mujer mirándola por encima de las gafas. Es la de Javier la que se incorpora y lo toma del brazo en un gesto protector; suele ser afectuosa con él, como para consolarlo de los ataques de Javier, o porque sabe que Fran necesita las invectivas de Javier como castigo, como penitencia por llevar una vida inconsecuente, y lo acaricia y mima como haría con un animal herido.

Los abrazos, algo más largos que a la llegada, cuando aún los movimientos eran rápidos y las frases ligeras; el abrazo de Alicia igualmente largo, dos besos cuyo impreciso detenerse en mis mejillas no significa nada, ese aliento que no promete, ese pecho que se aproxima asexuado, insensible.
Dentro de un rato no recordaré quién ha sido el último en irse ni qué palabras hemos intercambiado. Mi cerebro es de algodón. Iba a decir de estropajo, pero sería una imagen demasiado áspera; y yo sí estoy bien. Me encuentro bien. Subo a la terraza, ya solitaria, particularmente silenciosa, como si la marcha de mis amigos no sólo se hubiese llevado sus voces sino que también hubiera absorbido otros sonidos, como si el vacío que dejan a sus espaldas hubiera succionado la consistencia de las cosas. Me tambaleo sin la impresión de estar completamente borracho. Las copas, los platos, las botellas, los ceniceros, servilletas arrugadas, restos de gambas y de pan y pieles de embutidos, los residuos que ahora parecen míseros, viejos, y que anuncian un despertar de resaca y mal sabor de boca. Me apoyo contra el antepecho y vuelvo la vista hacia el sur de la ciudad, al otro lado del río, allí donde en la luz mate del amanecer se adivina el fin de los edificios y el inicio del páramo.

Suena el teléfono fijo. Ya nadie me llama al fijo. Decido no hacerle caso, pero el hecho de no hacer caso es un fastidio, porque en ese momento la mañana, en lugar de anunciarse, revienta, una explosión anaranjada que incendia las nubes como si fuesen el telón en llamas de un teatro. (…)
Bajo a buscar el teléfono. Alguno de mis amigos habrá olvidado cualquier cosa, un bolso o quizá las llaves del coche, y ahora regresará a buscarlas, quienquiera que sea, y se sentará a lo mejor un rato y tomará un último vaso de bourbon, o quizá es Alicia, que se lo ha pensado y viene a compartir mi cama y a quitarme este escalofrío que provoca el relente matinal, y no es que tenga ganas de sexo a estas horas y con la cabeza esponjosa, pero me resulta agradable la idea de dormir abrazado a ella…

Subo otra vez sin prisa la escalera, con el inalámbrico aún en la mano, convencido de que dejará de sonar antes de que llegue a la terraza y no tendré que contestar. Y así es, pero tras una breve pausa se reanuda el timbrazo que allí arriba, al aire libre, en el silencio general del amanecer, suena aún más estridente e inoportuno.

— Sí.

— ¿Samuel?

— Sí, soy yo.

— Soy Luis.

Se hace un silencio en el que me da tiempo a pensar que no es uno de mis amigos y una alarma se abre paso en mi cerebro, como cuando oyes una sirena de policía o de ambulancia acercándose en medio de la noche y te das cuenta de que podría ser un repentino aviso de que el orden de las cosas se va a trastocar en cualquier momento. (…) Antes todo era como siempre, estaba acoplado a la humilde monotonía de los días en los que todos los desayunos son iguales y se va uno a acostar sin que haya ocurrido nada reseñable, pero la llamada de un desconocido a las cinco o las seis de la mañana sólo puede anunciar un cambio importante, una transformación que quizá haga que todo lo que era deje de ser, y que el libro que estábamos leyendo se convierta de repente en una historia totalmente distinta de lo que habíamos esperado.

— ¿Qué sucede?

— Lo siento, lo siento mucho, Samuel.

— Me parece que se ha equivocado —digo, pero me falla la convicción al darme cuenta de que me está llamando por mi nombre.

— Clara. Esta tarde. Hace un rato. Joder, no sabes cómo lo siento.

— Clara —digo, y escarbo en la memoria pensando que no quiero que cuelgue aún. Antes de irme a dormir necesitaría escuchar esa historia que no es la mía, precisamente para que también sea la mía, igual que leemos una novela para añadir historias a nuestra vida, historias que por dramáticas que sean resultan inocuas, pensamos, porque no pueden afectarnos en la realidad. Quiero saber quién es Clara, y qué ha hecho, qué relación me unía con ella y por qué voy a sentirlo.

— No nos hemos encontrado nunca, pero Clara me habló un montón de veces de ti. Un montón. Joder. Y ahora, mira.

— Sí, Clara. ¿Y?

— Llegando a Madrid, en la carretera de La Coruña. Por sortear a un peatón al que no se le había ocurrido cosa mejor, la gente está loca, que cruzar la carretera de La Coruña, y ella lo quiso esquivar, perdió el control.

— ¿Está bien?

— Que se ha matado, te digo. Que está muerta. Es acojonante. No me lo puedo creer. Clara muerta.

Ahora callamos los dos. No sé si mi interlocutor se ha quedado en silencio porque está llorando o porque lucha por contener el llanto, pero no se oyen ni sollozos ni respiración entrecortada. (…)

Dejo el teléfono sobre la mesa, entre vasos y platos sucios. En apenas unos minutos el cielo ha cambiado. Ahora es una extensión de rescoldos mortecinos ocultos tras nubarrones de ceniza. Vuelvo a hacer memoria, a pasar revista a los rostros que han ido desapareciendo de mi vida: la amiga de siempre que se mudó primero a otra ciudad y luego a otro país; aquella que se casó con un hombre al que yo no soportaba; la que se enfadó estúpidamente conmigo por un mero plantón y no volvió a dirigirme la palabra. Repaso las caras y los nombres de amigas y amantes, ese álbum de fotografías algo amarillentas que me hace sentir más viejo de lo que soy. Busco también las páginas arrancadas, aquellas de las que estoy seguro de que contenían alguna imagen que he olvidado; hubo otras mujeres, episodios que no dejaron huella ni cicatriz, breves aventuras o amistades, ¿cómo se llamaban?, ¿cómo era su voz?, ¿cómo su risa? Pero aunque me demoro en el pasatiempo de intentar reconstruir mi historia sentimental, ese rompecabezas desordenado, hecho de piezas que no encajan, sé que el esfuerzo es inútil: estoy seguro de no haber conocido nunca a ninguna Clara.

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