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Pensamiento inalámbrico

En cierta ocasión, cambiando canales en la televisión, me encontré con un reportaje que hizo un periodista para saber cuál era la cortesía que se podía observar día a día en las calles de La Paz; para ello entrevistó a transeúntes y pasajeros, les preguntó si tenían la costumbre de saludar cuando se subían a un vehículo del transporte público. La mayoría contestó que no, y casi todos dijeron que era porque rara vez les respondían el saludo. Se trata de un ejemplo rudimentario, pero es para mostrar que incluso en estas ocasiones se puede plantear las utilidades de un planteamiento inalámbrico (pensamiento, actitud, modo de ser). Inalámbrico es no depender exclusivamente, ni de la respuesta de otras personas, ni de las circunstancias, ni los vientos que soplan, ni del clima o la época, para tomar la decisión de hacer algo (o de no hacer nada) —otra cosa es saber tomarlas como parte de las condiciones de la situación. En el caso del ejemplo citado, un ser inalámbrico saluda al subirse a un transporte público no porque espera que le respondan, sino porque elige portarse así, porque le gusta comportarse así o le da la gana, porque ha decidido dentro de su propio código de conducta que la amabilidad y el buen trato deben ser parte de su normal proceder.

Ésta es una determinación similar a la que toma el maestro Rajnesh Osho, cuando dice en una de sus charlas en Uruguay: “yo no confío en ciertas personas porque sean confiables, sino porque me gusta confiar, porque quiero confiar, me gusta vivir confiando. Después es posible que me traicionen o que me lastimen, pero eso no cambiará nada, la decisión de confiar proviene de mí”. De aquí se puede extraer la diferencia entre los seres reactivos y los seres inalámbricos: mientras los reactivos se limitan a reaccionar al influjo de las fuerzas externas que los afectan, los inalámbricos tienen la frialdad y la comprensión suficientes como para usar una percepción panorámica, entender los pormenores de una situación, y pensar incluso desde fuera de sí mismos, porque no están amarrados a su ego ni a un grupo de respuestas elegido que se perpetúa gracias a un “yo”.

Los inalámbricos saben pensar en tercera persona, se interesan por resolver una situación a conformidad de todos los envueltos en un conflicto —cuando es posible—, pues se han deshecho de las taras de la educación formal, que le enseña a cada uno a cuidar sólo de lo suyo, a valorar las cosas sólo desde su perspectiva, y velar exclusivamente por sus intereses. Más aún, la habilidad de pensar inalámbricamente en la vida cotidiana consiste en llegar a comprender que no adelanta juzgar a nadie, pues en el fondo todos somos la misma cosa, reaccionamos todos a las condiciones particulares de nuestra vida. (…)

Los seres inalámbricos siempre trata de manejar un abanico de maneras de abordar una situación. Esta comprensión más integral de una situación o de una disputa la adquiere gracias a la serenidad que ha adquirido, su sentido de confianza, su percepción refinada, a su intelecto, a su tranquilidad para ver con calma, pero sobre todo gracias a las experiencias que reúne compartiendo con gentes de todos los estratos sociales; él es libre, lo que es decir inalámbrico significa que ni siquiera hace amigos según patrones, es completamente abierto, porque se sabe seguro de sí mismo, y las oportunidades lo encuentran a él. No busca fusionarse con todos, ni alterar su esencia al relacionarse (no es maleable pero sí fluido), sino extraer aquello que le pueda ser útil de la manera de ver el mundo que tienen las otras personas, todas ellas provenientes de distintos pasados y posibilidades, mientras comparte con ellas porciones de su visión que pueden ser de ayuda. En definitiva, los seres inalámbricos se distinguen de los reactivos, no por una cuestión de que tiendan a pensar positivamente o sean propositivos casi siempre (estos serían los “proactivos”, según la definición de Stephen Covey), ni siquiera esto es una regla, pues saben que en ocasiones vale más cerrar el pico, esperar con bajo perfil y dejar que las cosas se acomoden por sí solas. (“En las antípodas del mundo, alguien espera que tú hagas lo que tienes que hacer para conocerte. Así aprendí a esperar a que alguien hiciera lo que debía hacer para conocerlo”. Jesús Urzagasti).

Por ello, en cuanto a lo que depende solamente de ellos para realizarse son muy disciplinados; si algo los distingue es que no son negligentes respecto de las disciplinas que deben seguir día a día para estar en condiciones de afrontar cualquier tipo de situación difícil en cualquier momento. Los seres inalámbricos están siempre listos para asumir cualquier tipo de batalla o desafío que se les presente, y esto no quiere decir solamente confrontarse físicamente con un agresor que insulte su honor o el de su familia, pues el estar listo se aplica a todas las áreas de la vida, sea tomar un examen en la escuela, asistir al cierre de una importante presentación de negocios, atravesar una época de desempleo, saber afrontar una situación difícil con los hijos, o estar dispuestos a perdonar a los seres queridos que los han lastimado. Imagina por un minuto que estás de vuelta en el colegio,  y una de esas mañanas soñolientas la profesora pide a todos que guarden sus libros porque está a punto de tomar un “examen sorpresa”; sólo aquellos que no han estado haciendo sus tareas en casa y no han estado estudiando por su cuenta entrarán en pánico. Los demás, que siguieron sus disciplinas por su cuenta, se mantendrán calmos y cambiarán su chip inmediatamente.

Usamos este ejemplo para recordar una sensación que nos invade desde niños, y es la de no estar listos. Ser inalámbrico es disciplinarse a uno mismo en el cultivo de ciertas prácticas diarias que le permitirán estar listo siempre para lo que sea que se avecine el año o día próximo, o la misma hora venidera. Estas disciplinas configuran con el tiempo una especie de código interno, con el que cada uno se rige, e incluye la preparación que todos los seres humanos deberíamos hacer para recibir a la muerte, el mayor desafío de todos. Antaño en Japón los samuráis tenían su propio código de conducta donde el centro era el honor y la lealtad a su señor, éste código se conocía como Bushido (“el camino del guerrero”), y el seguimiento que hacían de él era lo que les permitía poner su vida en la línea con tal soltura y entrega, sin importar quién fuera el enemigo ni cuál la circunstancia.