En este tomo II de su Obra completa, reunimos los libros y ensayos de René Zavaleta Mercado (Oruro, 3-VI-1937; México, 23-XII-1984) escritos o publicados en el periodo 1975-1984. Son textos que, grosso modo, configuran su contribución a una teoría e historia marxistas de las relaciones entre Estado y sociedad en Bolivia y, también, América Latina. A diferencia de los textos publicados entre 1957 y 1974 —reunidos en el Tomo i de esta Obra completa—, los que aquí presentamos se caracterizan menos por su voluntad polémico-periodística y más por su origen y destino académicos. En otras palabras, son ensayos que, sin dejar de ser intervenciones políticas, lo son en un campo disciplinario e institucional específico: las ciencias sociales.

 Coincide este desplazamiento hacia lo académico con motivos acaso biográficos: luego de algunas exploraciones tentativas, y puesto que ya ni la Bolivia de Banzer (desde 1971) ni el Chile de Pinochet (desde 1973) eran lugares de residencia posibles, Zavaleta Mercado y su familia establecen su exilio en México. Allí, nuestro ensayista continúa y define la que será una breve pero productiva vida universitaria: enseña en varias instituciones (entre ellas, la UNAM) y deviene fundador y director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Este periodo será interrumpido por la enfermedad y la muerte.

PERIODIZACIÓN. Si bien pueden ser leídos como intervenciones en una coyuntura política —la de las dictaduras y postdictaduras latinoamericanas—, los textos aquí reunidos son parte de un debate un tanto más amplio: el de la construcción histórica de algunos objetos teóricos (Estado, formación social, clase, hegemonía, crisis) en el seno de la tradición marxista. Durante estos años, Zavaleta volverá a estos objetos una y otra vez, aunque lo hará —fiel a sus inclinaciones gramscianas— desde un principio historizante. Es así que nunca pierde de vista —incluso en sus pasajes de mayor abstracción— el hecho de que las categorías que discute sólo interesan en tanto estén marcadas o sirvan para leer un horizonte histórico: el abierto por el ciclo estatal de la revolución nacionalista de 1952 en Bolivia. Es también claro, por otra parte, que la periodización de ese ciclo conduce a una comprensión de varias coyunturas políticas concretas como episodios de una narrativa: desde este punto de vista, por ejemplo, tanto la dictadura de Hugo Banzer (1971-1978) como la crisis social de noviembre de 1979 son “capítulos” en la historia del 52.

Hay en esta periodización de Zavaleta dos narrativas: la corta y la larga (nos prestamos estos adjetivos de Silvia Rivera Cusicanqui). En la corta, la Revolución de 1952 es, dice, “quizá el acontecimiento más extraordinario de toda la historia de la República”, un intenso momento de autodeterminación popular descrito como “profundo, pero de poca extensión”.

Este núcleo histórico-político —la Revolución— exige a su vez, para su comprensión, los hechos que lo preparan (la Guerra del Chaco, el gobierno de Villarroel, etc.) y aquellos que devienen su historia, en absoluto extraordinaria si la pensamos en términos estatales: “La historia del Estado del 52 es la historia de las mutilaciones a la autodeterminación popular”, escribe en Las masas en noviembre, un proceso que, añade, es el de una progresiva “atrofia hegemónica”. En esta historia corta —que está muy lejos de insinuar una glorificación de “lo popular”—, Zavaleta parece indicar además que cada triunfo autodeterminativo alberga en su seno —y desde las contradicciones de los sujetos clasistas en juego— el germen de su propio fracaso. La historia corta del 52 sería también, entonces, una historia del error clasista.

En su reconstrucción analítica de la historia larga del 52, Zavaleta convoca una serie de determinaciones históricas que corresponden a otros ciclos estatales o a la irradiación o perseverancia de otros momentos constitutivos. Los tres capítulos de la inconclusa investigación Lo nacional-popular en Bolivia se ocupan, de hecho, del ciclo estatal liberal (1879-1935) en cuanto “explicación causal” —dice— o prolegómeno del periodo 1952-1980. Y es que desde el punto de vista de esa narrativa larga, historizar el 52 demanda definir la función actual de determinaciones arcaicas, coloniales o decimonónicas, esas que constituyen la “genealogía profunda” de la sociedad boliviana. Algo así como si el sintagma producido por la Revolución de 1952 —y su deriva posterior— fuera incomprensible si es que no tomáramos en cuenta, al leerlo, los traumas, recuerdos y perseverancias paradigmáticos de una historia mucho más larga.

Es por eso que, por ejemplo y sólo para mencionar uno de los muchos ejes paradigmáticos en esta narrativa, lo señorial —que nos remite a la Conquista y, también, al mito de El Dorado— cruza en Bolivia etapas históricas y modos de producción, en una especie de perseverancia espectral. Es esta capacidad de supervivencia la que Zavaleta identifica como una “paradoja”, paradoja que también forma parte de su historización del ciclo estatal del 52 y que alude al fuerte “espíritu conservador de la historia del país”. Lo señorial, entonces, en esa historia larga, es un tipo de lógica hegemónica “universal” (el adjetivo es de Zavaleta), un principio de “solidaridad desdichada” que califica o sobredetermina diversos momentos históricos, a diversos sujetos (pues se refiere también a “un cierto sentimiento plebeyo” ) y que conduce a sucesivas reconstrucciones señoriales en Bolivia, incluyendo la que produce el 52. Ésta es sólo una de las muchas perseverancias “largas” en la historia boliviana, perseverancias que califican la historia corta, sea ésta última pensada en términos de sus ciclos estatales (liberal, del 52) o de episodios dentro de esos ciclos (como la Asamblea Popular de 1971 o la crisis de noviembre de 1979).

Acercamiento a Marx: ni piedra filosofal ni ‘summa feliz’

Texto de una conferencia conmemorativa ofrecida por Zavaleta en 1983 en México

René Zavaleta Mercado – (1937 – 1984)

Es siempre peligroso opinar sobre Carlos Marx, que fue una suerte de síntesis superior de la especie humana. Su personalidad misma y no sólo su pensamiento siguen produciendo pasiones de una gran intensidad. De otro lado, la densidad de sus ideas y el tipo de exposición de ellas permiten varias lecturas que no se prestan a una visión unívoca de ello. Por último, si de lo que se trata —por el lugar y los hombres ante los que hablamos— es de una conmemoración militante, no sacralizante, hemos de ver también algunos de los resultados políticos de Marx como hombre y como pensador; porque se trató, en efecto, del modo más paradigmático, de un pensamiento con consecuencias.

No intentamos, pues, hacer un resumen y ni siquiera una acotación general de un cuerpo de ideas que es relativamente bien conocido. Pero es a la vez un pensamiento con el cual se cometen algunas injusticias, en general por la vía de su retorcimiento o abuso vulgar, que es casi lo mismo que su desperdicio por la vía de una glorificación planfletaria. Si tomamos, por ejemplo, la cuestión del valor, petitio principii del marxismo, está claro cuán remoto está Marx a las mismas horas en que grandes masas del mundo lo aclaman.

Pues bien, sin el principio del valor no se habría obtenido jamás la noción de sustancia social, o al menos no en términos verificables, y por consiguiente no podríamos conocer las raíces materiales de la intersubjetividad que es propia de este tiempo. Sin eso, tampoco se podría avanzar hacia el análisis de las grandes totalizaciones de lo actual, lo cual va desde la clase social en su contenido presente a la nación.

SUPUESTOS. Es también injusto tratar de trasladar nuestras propias imposibilidades a supuestos vacíos en la exposición de Marx. Uno podría preguntarse, por ejemplo, siguiendo lo anterior, si un análisis cualquiera sobre la democracia —tema palpitante, si los hay— es posible sin arrancar del concepto de hombre libre u hombre en estado de desprendimiento como unidad de medida de todos los acontecimientos sociales de la época. Es, pues, con Marx que se sabe que lo que tiene nuestra época de cognoscible es lo que tiene de democrática y que las sociedades no verificables son las sociedades no democráticas. Está a la vista que es insolvente la aseveración de que Marx habría pensado poco en la cuestión democrática.

Lo mismo podría decirse de otros núcleos en este planteamiento. Se ha dicho, por ejemplo, que Marx escribió muy poco acerca del Estado y de las clases sociales. Resulta en verdad asombroso que puedan sostenerse tales cosas, aunque es cierto que sus puntos de vista sobre una cosa y la otra no pueden entenderse con una lectura meramente literal de sus obras. Marx, es cierto, fue muy lejos y a veces de un modo un tanto contradictorio a propósito de lo que se llama el trabajo productivo. Sin embargo, la noción misma de trabajo productivo resulta incompleta si no se la asocia a otro supuesto teórico del propio Marx que es el concepto de fuerza de masa. Aquí radica, por cierto, el principio de constitución de la multitud o medio compuesto, sin lo cual no se puede comprender, prácticamente, nada de la historia moderna. Es lógico que esto no será entendido por aquéllos que so pretexto de Marx niegan en cuanto se les ocurre lo que se ha llamado la centralidad proletaria sin esbozar la menor interpretación marxista de los textos de Marx.

Otro tanto se podría afirmar de muchos otros aspectos que circulan como por rutina en una órbita demasiado abrumada por las últimas noticias teóricas. En todo caso, si al análisis del Estado moderno no se lo remite al desdoblamiento de la plusvalía, o la formulación del capitalista total a la totalización hegemónica, si la cuestión nacional misma no gira en torno al equivalente general entendido en términos no meramente económicos, y si no se conecta con la uniformación de la tasa de ganancia y el ritmo de rotación, entonces será verdad que las clases y las naciones están ausentes. Con todo, ni piedra filosofal ni summa feliz en medio de esta interminable oferta de núcleos de razonamiento, ¿acaso no es verdad que la propia noción de la autonomía relativa del Estado, enunciada primero por Marx antes de cualquiera, es el fundamento de análisis de todo el “capitalismo organizado”, es decir del carácter central del capitalismo en gran parte del mundo actual? Esto para no mencionar sino algunos aspectos resaltantes en los que no se hace justicia a Marx, a veces desde el propio terreno del marxismo.

ANTROPOCENTRISMO. Nosotros quisiéramos aprovechar estos minutos para hacer hincapié en un aspecto específico de las ideas de Marx, en el concepto de apropiación del mundo o antropocentrismo. Una idea que está como subyacente a lo largo de toda su obra es el concepto de la concentración del tiempo histórico, es decir, la revelación del nuevo tiempo humano. La concentración del tiempo es a la vez un resultado de la concentración espacial que está en la lógica de la fábrica y la abolición de la distancia, así como de la aplicación de la fuerza de masa al acto productivo. En realidad es como si se nos diera el privilegio de vivir varias vidas allá donde los hombres del pasado no podían vivir sino una sola. La ruptura del tiempo clásico o tiempo agrícola es lo que permite la expropiación del tiempo por el hombre, o, si se quiere, la humanización del tiempo. Es la concentración, por tanto, la que asigna preeminencia al horizonte de la clase obrera porque la lógica de la fábrica favorece el acontecimiento de la testificación y por consiguiente la transformación de la materia se convierte en un acto racional.

Tenemos entonces que la testificación organizada es el fundamento de la cognoscibilidad de la época; pero conocer el mundo es ya casi transformarlo.
Es aquí donde radica lo que podemos llamar el optimismo cósmico de Marx acerca del destino del hombre. Toda teoría revolucionaria, en consecuencia, no es otra cosa que el desarrollo de esta visión de la apropiación del mundo por el hombre, llevada a los términos del poder y la autotransformación de la masa.

Nos parece entonces que en el razonamiento de Marx son decisivos los conceptos de colocación u origen, por un lado, y de selección o finalidad, por el otro. En otros términos, no se conocen sin causa y se conoce hacia algo. Se conoce por tanto desde una determinada época (el privilegio epocal) y desde un determinado horizonte de visibilidad o cosmovisión (aquí se privilegia el de la clase obrera). El fordismo, en efecto, puede haber alterado la presencia demográfica o cuantitativa de la clase obrera, lo cual es parte de un proceso más amplio de control del mercado político por el Estado moderno, pero no reemplaza este papel constitutivo en la formulación actual de conocimiento.

Esto, que no debe absolutizarse, no dice sino que la implantación obrera es la que está más próxima como inserción estructural a una visión racionalista, materialista y antropocéntrica del mundo, o sea, que la clase obrera tiene el carácter que Bacon asignaba a la época entera.

VERDAD. Nos parece que en estos términos Marx indicó del modo más explícito que no toda época produce un conocimiento antropocéntrico, es decir, del hombre para sí mismo, y también, de otro lado, que es una falacia o ensoñación suponer que el pueblo considerado en su generalidad es portador por sí mismo de la verdad como historia. En otros términos, lo que sostenía es que la historia avanza a su propio costo y que la verdad no es un hecho espontáneo que surge como revelación en el pecho del pueblo, sino que es una selección práctica en el seno del pueblo y por consiguiente la constitución de un tipo de masa o de otro en torno a una selección o finalidad.

También Hitler constituyó a una masa. El pueblo mismo, entonces, es portador de herencias contradictorias y contiene a la vez memoria de sus incorporaciones democráticas y de su carga servil; en el fondo, es el que transporta la memoria de su propia servidumbre. Por consiguiente, la selección de la herencia popular desde un punto de vista proletario antropocéntrico es por fuerza algo que debe realizarse en cada circunstancia y en cada escenario. La selección de otro lado no existe si la práctica social no la adquiere como un carácter de la masa. La consecuencia es que sería una contradicción en la sustancia suponer que el problema estuviera resuelto a partir del marco general, si bien admirable, que nos entregaba Marx.

Nos parece, camaradas, que de aquí proviene el carácter polémico y se diría necesariamente cruento en lo ideológico de la herencia de Carlos Marx. Es poco serio entonces hablar de la crisis de algo que ha elegido no existir sino críticamente. Es como si supusiéramos que alguna vez no estuvo en crisis. Y esto que vale para el mundo del pensamiento ocurre de un modo mucho más drástico en la práctica social, por ejemplo, con las revoluciones mismas. Ellas, se sabe, son algo que puede prepararse pero sólo en cierta medida. La revolución es quizá el acontecimiento más profundo que pueda ocurrir a los hombres, por cuanto supone un relevo general de lealtades y creencias, pero es a la vez algo que sucede con hombres de carne y hueso. Por eso dijo Marx una vez que la historia avanza por su lado malo: se podría decir mejor que el lado malo de la historia envuelve a su lado bueno. Pero ningún acontecimiento puede significar la llegada última de los hombres a una suerte de Ciudad de Dios.

FRACASO. Sí, la historia avanza fracasando y de algún modo el fracaso de los hombres con relación a su utopía es la única manera que han inventado de apoderarse del mundo. Para dar otro ejemplo, la propia opción entre selección democrática o lucha factual de masas o aun de la violencia revolucionaria como episodio de constitución de la masa no es sino una elección posible de un modo limitado, porque por lo general la existencia de una fase dictatorial o de una fase democrática está determinada en gran medida por causas estructurales. Uno puede elegir una cosa o la otra, pero en realidad lo que debería hacer es leer lo que está en la realidad. Se podría, por ejemplo —no está prohibido hacerlo—, preferir una solución gradualista y democrático-representativa para la crisis nacional general que se vive en El Salvador (1983) de hoy, pero la guerra estaba ya escrita en la historia de esa sociedad y a ella se llega con lo que se ha acumulado, democrático o no.

Por eso, camaradas, están equivocados los que creyeron que con el marxismo se había encontrado una suerte de piedra filosofal, o que cada revolución significa el fin de la historia, su summa feliz, y los que juzgan que con ambas cosas habíamos llegado a una conclusión. Marx, hay que decirlo, no habría deseado esta suerte de mesianismo practicado en su nombre. Marx demostró que el mundo podía ser conocido dentro de ciertas condiciones y que el hombre podía apropiarse del mundo. Pero para hacerlo, se necesita reducir cada realidad a su significación material-racional y a su sentido histórico.

Marx, con el fuego de su pensamiento poderoso, ha iluminado después de él todas las revoluciones. Pero el marxismo como tal no ha producido nunca una revolución. Ello ha ocurrido, en cambio, cuando el marxismo ha leído en la historia nacional la formación subterránea de la revolución. Estos son hechos que todos conocemos. Yo he querido recordarlos porque nos hace bien a los marxistas cuando recordamos a este espíritu que es el más alto que ha producido nuestro tiempo.