Thursday 28 Mar 2024 | Actualizado a 07:40 AM

Ingmar Bergman el maestro sueco

/ 23 de junio de 2013 / 05:59

Ingmar Bergman es una referencia ineludible en el panorama cinematográfico del siglo XX. Un estimable número de sus películas, premiadas en los festivales de Cannes, Venecia y Berlín, son obras maestras indiscutibles. Mi memoria de cinéfilo está indisolublemente ligada a los films de su primera etapa, rodados “en glorioso blanco y negro”, como decía el crítico José Luis Guarner, de los cuales mencionaré unos cuantos en esta breve reseña (lo que no implica, en absoluto, subestimar ninguno de los realizados a partir de 1970).

En términos de cronología histórica, digamos que Bergman tomó el relevo de la que podría denominarse “generación fundacional” del cine nórdico: Arne Mattson, Gustav Molander y, en especial, Alf Sjöberg y Viktor Sjöstrom, de quienes fue discípulo, manteniendo luego un estrecho vínculo profesional con ambos, durante más de una década. De hecho, el primer guión original de Bergman (Tortura) sería llevado a la pantalla por el citado Alf Sjöberg; el venerable Viktor Sjöstrom, por su parte, ya muy entrado en años, asumió el rol protagónico de escéptico y malhumorado académico que rememora sus días de juventud, en Fresas silvestres, una de las joyas de la filmografía bergmaniana.

LOS PASOS. Sus primeras películas datan de la década 1940-50, realizadas siempre a partir de guiones propios. Algo más tarde, Bergman compaginó su labor cinematográfica con la de director del Centro Dramático Nacional, con sede en Estocolmo. De esa manera, las primeras figuras de esa prestigiosa compañía —su familia teatral, diríamos—, se convertirían, poco a poco, en los “rostros Bergman” de su filmografía, y adquirirían fama mundial a medida que el gran público se familiarizaba con ellos. Un sello de calidad añadido al interés intrínseco de las historias que rodaba.

Quién no ha admirado, en alguna ocasión, la imponente gravedad de Max von Sydow, por ejemplo (álter ego del autor, rol asumido más tarde por Erland Josephson), el cinismo y la impenetrabilidad de los personajes encarnados por Gunnar Bjöstrand, o la fría arrogancia de Jarl Kulle… Nada menos puede decirse de sus actrices (Bergman fue el director que mejor entendió el universo femenino, según los estudiosos de su obra): basta con evocar a Maj-Britt Nilsson en Juegos de verano, a Harriet Andersson, una de sus musas más versátiles (los personajes a los que da vida en Noche de circo, Un verano con Mónica o Como en un espejo, no tienen nada en común, excepto un cineasta excepcional detrás de la cámara). Liv Ullman y Bibi Andersson, presencias recurrentes en el universo fílmico del maestro de Uppsala, protagonizan un intenso duelo interpretativo en Persona, cinta de inequívoca vocación psicoanalítica; Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, a su vez, aparecen juntas en El silencio, tal vez la película más claustrofóbica y desasosegante de la filmografía de Bergman.

La fe religiosa fue uno de sus temas capitales (recordemos que su padre era clérigo); buscarla con denuedo, conservarla o perderla definitivamente, representaron otros tantos hitos dolorosos en su trayectoria espiritual, reflejados en su trilogía El séptimo sello, Como en un espejo y Los comulgantes. Las relaciones de pareja —en las que profundizó con admirable lucidez y no menos indisimulado escepticismo— es otra de las constantes de su cine, honesto y despojado.

Preocupaciones que no enturbiaron su perspectiva en lo relativo a las inquietudes y preocupaciones de un hombre de su tiempo, que afronta con valor la época que le tocó vivir. La obra de Bergman, en este aspecto, representa el correlato fílmico de cuanto los intelectuales contemporáneos (Jean Paul Sartre o Albert Camus, por ejemplo) abordaban por medio del ensayo (El ser y la nada y El hombre rebelde, respectivamente), la novela (La náusea, La peste) o el teatro (A puerta cerrada, El malentendido).

Una existencia sin sentido, abocada a un final inesperado, la impotencia de la razón frente a la apabullante “gratuidad” de la vida. En la secuencia final de El silencio, a través del cristal empañado de un vagón de tren, en plena noche, se vislumbra el desfile letal y parsimonioso de abundante material bélico, con rumbo desconocido; Vergüenza, más explícita en este aspecto, muestra un escenario devastado, en el que dos supervivientes reman trabajosamente, sorteando los cadáveres que arrastran las aguas.

LO HUMANO. Ingmar Bergman fue, a todos los efectos, un hombre de su siglo, un artista de la imagen, que trasciende plenamente el marco convencional de su nacimiento y de su muerte (Uppsala, 1918-Isla de Farö, 2007), pues trabajó en todo momento con el material del que están hechos los sueños, es decir, la naturaleza humana, su miseria, sus contradicciones y también su dignidad.

Su legado cinematográfico permanece vivo en inolvidables líneas de diálogo, en numerosas secuencias magistrales, en voces que escuchamos, en rostros que nos miran con angustia o esperanza, y que avalan, por sí mismos,  la indiscutible permanencia de su obra.

* Raúl Teixido es ensayista boliviano radicado en España.
Artículo exclusivo para La Razón

Comparte y opina:

Tiempo y aventura de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)

El célebre autor de ‘El Principito’ —que este 2013 celebra los 70 años de su publicación— fue, sobre todo, un aviador, un enamorado del aire

/ 26 de mayo de 2013 / 04:00

En la década de 1920, la compañía aérea Laté-coère (posteriormente conocida como Aeropostal) asumió el cometido de abrir nuevas rutas que conectaran la metrópoli con Sudamérica y el norte de África, con objeto de ampliar los horizontes de la incipiente aviación comercial.

La figura de Saint-Exupéry (Saint-Ex, como le llamaban sus camaradas) y otros legendarios aviadores (Jean Mermoz, por ejemplo), está indisolublemente vinculada a aquella época heroica, en la que el pan cotidiano eran el riesgo y la temeridad.

Saint-Ex  nunca abrigó dudas respecto a su auténtica vocación, ni a todo lo que implicaba el largo y esforzado aprendizaje del oficio, comparable al de un artista que se familiariza con el instrumento que le permitirá hacer realidad sus sueños. “Hará usted como los demás. Seguirá la fila” —dictaminó Didier Daurat, el grand patron de la compañía, mirando a un joven y entusiasta Saint-Ex que, a partir de ese momento, se enfundó el mono de trabajo, igual que el resto de los mecánicos que, en hangares mugrosos y fríos, se dedicaban a recomponer motores averiados, a fin de que todos los aparatos que se les confiaban pudiesen volver a remontar el vuelo. Tenacidad, disciplina y sacrificio era el denominador común de aquellos tempranos compañeros de labor; junto a ellos, Saint-Ex iniciaría su personal aprendizaje del verdadero significado del trabajo en equipo, y de la camaradería.

PILOTO. Su primer vuelo oficial como piloto de línea (sin duda, mucho más valioso que un título nobiliario, que ya poseía por nacimiento), tuvo lugar una mañana de noviembre de 1926. No se trató de un “bautizo de fuego”, según la expresión usual, sino de lluvia y niebla, que extendían un velo grisáceo sobre las luces del pequeño aeródromo de Montaudran, cerca de Toulousse.

Al mando de aquellos aparatos falibles e inestables, que ni siquiera disponían de contacto radial con la base y se encontraban, además,  por completo a merced de los elementos, Saint-Ex disfrutó de la libertad del aventurero, de la responsabilidad del soldado en el campo de batalla y del orgullo del trabajo bien hecho. Y corroboró aquello que, para él, desde el principio, había sido una certeza inapelable: sentíase más a gusto en el aire que en tierra firme, sobrevolando durante interminables horas la serena y letal amplitud de mares y desiertos, que detrás de un escritorio.

Se ha dicho que Saint-Ex descubrió su vocación literaria gracias al avión y al desierto, que llegó a serle un ámbito casi tan familiar como su propia casa. Resulta incuestionable que volar y escribir fueron, en su caso, actividades perfectamente compatibles, que parecían retroalimentarse, por así decirlo, en beneficio de su creatividad. Acumular vivencias, pasarlas por el filtro de su sensibilidad y darles luego forma literaria: un símil al de la siembra y la cosecha, que el propio Saint-Ex  hubiera aprobado.

Su primer destino oficial fue Cap Juby (Marruecos), un punto perdido en el mapa del Sahara occidental y, a la vez, un regalo inesperado: noches estrelladas, silencio y soledad, que le embriagarían, como una bebida espirituosa. Correo del Sur sería su primer libro, que data de 1928, y pone ya de manifiesto algunas señas de identidad de su futura narrativa: situaciones cotidianas en la azarosa vida de un piloto de línea, digresiones filosóficas y un lenguaje rico en metáforas poéticas.

ARGENTINA. El cargo de director de la Aeropostal para América del Sur, con sede en Buenos Aires, le permitió seguir volando, pero le impuso también tareas burocráticas que Saint-Ex aborrecía. De este período vino a dar cuenta su segunda novela, Vuelo nocturno, galardonada con el Premio Fémina 1931, que contribuyó a reforzar su emergente prestigio literario, si bien, muy oportunamente, Saint-Ex se apresuró en matizar: “No soy un escritor profesional. Sólo puedo hablar de lo que he vivido”. En otras palabras, nunca sería un autor de ficción,  le bastaba con la realidad.

Tras su estancia en Argentina, retornó a París, al norte de África, a la noche, a la aventura. Durante ocho largos años, su silencio literario fue total. Largo paréntesis que, no obstante, daría un fruto en sazón, comparable al del árbol más generoso: Tierra de hombres (1939), un libro lleno de belleza y sabiduría, merecidamente premiado por la Academia Francesa, fiel testimonio de lo vivido a lo largo de la última década por aquel hombre íntegro, temerario y soñador: la reseña de su vuelo inaugural, ya mencionado, una deliciosa anécdota que tuvo lugar cierta noche en una chacra de Concordia (Argentina), la increíble odisea de su camarada Henri Guillaumet (a quien dedica el libro), en las cumbres heladas de los Andes, de la que sobrevivió casi milagrosamente, o la suya propia, en compañía del mecánico Prévot, en el desierto de Libia, donde realizó un  aterrizaje forzoso, en 1935, durante un raid París-Saigón. William Rees (traductor de la obra al inglés), considera a Tierra de hombres “un poema en prosa, soberbiamente elaborado, el trabajo de un maestro de la metáfora, que emplea con pericia y profundidad” y, sobre todo, “una celebración de la vida y del potencial de sacrificio y realización del espíritu humano”.

Cuando los ejércitos del III Reich ocuparon Francia, Saint-Ex, igual que otros muchos intelectuales y artistas, emprendió el camino del exilio. No obstante, desde el punto de vista creativo, su permanencia en los Estados Unidos fue muy fructífera, especialmente en cuanto a calidad se refiere. Publicó Piloto de guerra, Carta a un rehén, dejó escritas centenares de páginas que vieron la luz, con carácter póstumo, bajo el título de Ciudadela, una inmensa parábola de resonancias bíblicas sobre el sentido de la vida y la existencia del hombre… Y, por encima de todo, escribió el pequeño libro que le reportaría fama universal, El principito (1943), publicado simultáneamente en inglés y en su versión original francesa, y traducido después a más de 160 idiomas, de acuerdo con la información que proporcionan los organizadores de la muestra internacional que tendrá lugar el presente año, en homenaje al 70 aniversario de la obra.

Un texto hermoso y sencillo, a la vez que trascendental, de extraordinaria sutileza, susceptible de diferentes niveles de lectura;  en palabras de William Rees, “un libro sobre las relaciones humanas, la creatividad, la supremacía del corazón sobre la inteligencia (…). Un libro sobre la infancia, la madurez y la pérdida de la inocencia…” En definitiva, un cuento para adultos que también pueden leer los niños, y no lo contrario, como tantas veces se ha dicho, trivializando la complejidad de su trasfondo filosófico.

RETORNO. A finales de 1942, Saint-Ex, que sentíase vivo únicamente en la acción, retorna a Europa y se incorpora a un escuadrón de reconocimiento con base en Borgo (Córcega). El Lightning P-38, fabricado en los Estados Unidos, era el avión más rápido de la época para afrontar con garantía el riesgo implícito en un vuelo de reconocimiento, cuya misión era fotografiar objetivos en los territorios ocupados. La edad límite para pilotarlo era de 35 años; sin embargo, ignorando un informe médico que le desaconsejaba asumir ese cometido, cumplidos ya los 44, Saint-Ex consiguió salirse con la suya, y llevar a cabo, exitosamente, un total de ocho misiones. En la novena, acudiría a su  ineludible cita con la Historia.

La mañana del 31 de julio de 1944, de retorno a la base, sobrevoló Lyon, su ciudad natal, y Saint Maurice de Remes, la mansión familiar en la que transcurrió su infancia, sin imaginar que lo hacía por última vez. Al aproximarse a la base, redujo la velocidad e inició una lenta y parsimoniosa maniobra de descenso, como la de un ave que planeara suavemente entre el cielo y la tierra. Su ensimismamiento (y probablemente, el sol que caía de pleno sobre la carlinga) le impidieron advertir la proximidad de un caza alemán, que se situó en posición de tiro y, sin perder un segundo, le lanzó una ráfaga mortal (¿cumplimiento del deber o despreciable acto de cobardía ante un enemigo indefenso y distraído?). El Lightning de Saint-Ex cayó en picado al mar.

Sus restos mortales nunca fueron recuperados. En el Panteón de los Héroes, en París,  donde están enterrados Napoleón y Víctor Hugo, entre otros franceses ilustres, una placa conmemorativa inmortaliza su memoria.

Saint-Ex poseía la Legión de Honor y la Cruz de Guerra y pertenecía, además, por derecho de nacimiento, a una clase social privilegiada; sin embargo, ejerció durante su vida la verdadera aristocracia —la del espíritu—, que se decanta por lo esencial y desprecia las apariencias. Albert Camus  aseguraba reconocer únicamente la aristocracia del talento y del trabajo: hombres como Saint-Ex permiten aseverar que su apuesta era correcta.

ESCRITOR. Por otra parte (y en referencia al que debería ser el estilo de un auténtico escritor), Jules Renard lo comparaba a “un traje hecho rigurosamente a medida del pensamiento”: del mismo modo que en el ejemplo anterior, el caso de Saint-Ex lo ilustra de manera ejemplar, a través de su prosa pulida, como un canto rodado, y precisa, como un instrumento de navegación. Si era posible describir un hecho en diez palabras, nunca deberían emplearse 20, aconsejaba; en cuanto a la “perfección” —en términos formales—no radicaba en la abundancia, sino en la sobriedad conceptual, o sea, no tanto en añadir como en eliminar lo superfluo, hasta que la palabra tocase el hueso de la verdad, que es siempre simple y directa, como un rayo de luz o una nota musical.

Desde el silencio y la distancia, en la serenidad de su mesa de trabajo o en las alturas, bajo un sol canicular o envuelto en el manto de la noche, acertó a interpretar, en todo momento, el mensaje del mundo y sus habitantes. Detrás de las pequeñas luces, distantes y solitarias, que tantas veces divisó, sobrevolando remotas llanuras, había alguien que sufría, amaba o esperaba, lo que le despertaba un poderoso deseo de aproximarlas, de fortalecerlas, en la esperanza y en la derrota. Una frase suya resume el lema de la Fundación que lleva su nombre: “Es necesario crear vínculos entre los hombres”.

Su obra superó, con creces, la gloria efímera, el éxito restringido a unos pocos años y, sobre todo, los límites estrictamente cronológicos de su breve existencia. Narrativa, ensayo, meditación filosófica, encuentran en ella su lugar preciso, como los distintos movimientos de una sinfonía, inspirada en un humanismo militante, en la honestidad y el coraje. Bien podíamos considerarla un mensaje de solidaridad entre razas y credos, individuos y épocas, detrás del que se intuye, poderosamente,  la presencia amiga de su espíritu, como la de un centinela.

Comparte y opina:

Últimas Noticias