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Ingmar Bergman el maestro sueco

Ingmar Bergman es una referencia ineludible en el panorama cinematográfico del siglo XX. Un estimable número de sus películas, premiadas en los festivales de Cannes, Venecia y Berlín, son obras maestras indiscutibles. Mi memoria de cinéfilo está indisolublemente ligada a los films de su primera etapa, rodados “en glorioso blanco y negro”, como decía el crítico José Luis Guarner, de los cuales mencionaré unos cuantos en esta breve reseña (lo que no implica, en absoluto, subestimar ninguno de los realizados a partir de 1970).

En términos de cronología histórica, digamos que Bergman tomó el relevo de la que podría denominarse “generación fundacional” del cine nórdico: Arne Mattson, Gustav Molander y, en especial, Alf Sjöberg y Viktor Sjöstrom, de quienes fue discípulo, manteniendo luego un estrecho vínculo profesional con ambos, durante más de una década. De hecho, el primer guión original de Bergman (Tortura) sería llevado a la pantalla por el citado Alf Sjöberg; el venerable Viktor Sjöstrom, por su parte, ya muy entrado en años, asumió el rol protagónico de escéptico y malhumorado académico que rememora sus días de juventud, en Fresas silvestres, una de las joyas de la filmografía bergmaniana.

LOS PASOS. Sus primeras películas datan de la década 1940-50, realizadas siempre a partir de guiones propios. Algo más tarde, Bergman compaginó su labor cinematográfica con la de director del Centro Dramático Nacional, con sede en Estocolmo. De esa manera, las primeras figuras de esa prestigiosa compañía —su familia teatral, diríamos—, se convertirían, poco a poco, en los “rostros Bergman” de su filmografía, y adquirirían fama mundial a medida que el gran público se familiarizaba con ellos. Un sello de calidad añadido al interés intrínseco de las historias que rodaba.

Quién no ha admirado, en alguna ocasión, la imponente gravedad de Max von Sydow, por ejemplo (álter ego del autor, rol asumido más tarde por Erland Josephson), el cinismo y la impenetrabilidad de los personajes encarnados por Gunnar Bjöstrand, o la fría arrogancia de Jarl Kulle… Nada menos puede decirse de sus actrices (Bergman fue el director que mejor entendió el universo femenino, según los estudiosos de su obra): basta con evocar a Maj-Britt Nilsson en Juegos de verano, a Harriet Andersson, una de sus musas más versátiles (los personajes a los que da vida en Noche de circo, Un verano con Mónica o Como en un espejo, no tienen nada en común, excepto un cineasta excepcional detrás de la cámara). Liv Ullman y Bibi Andersson, presencias recurrentes en el universo fílmico del maestro de Uppsala, protagonizan un intenso duelo interpretativo en Persona, cinta de inequívoca vocación psicoanalítica; Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, a su vez, aparecen juntas en El silencio, tal vez la película más claustrofóbica y desasosegante de la filmografía de Bergman.

La fe religiosa fue uno de sus temas capitales (recordemos que su padre era clérigo); buscarla con denuedo, conservarla o perderla definitivamente, representaron otros tantos hitos dolorosos en su trayectoria espiritual, reflejados en su trilogía El séptimo sello, Como en un espejo y Los comulgantes. Las relaciones de pareja —en las que profundizó con admirable lucidez y no menos indisimulado escepticismo— es otra de las constantes de su cine, honesto y despojado.

Preocupaciones que no enturbiaron su perspectiva en lo relativo a las inquietudes y preocupaciones de un hombre de su tiempo, que afronta con valor la época que le tocó vivir. La obra de Bergman, en este aspecto, representa el correlato fílmico de cuanto los intelectuales contemporáneos (Jean Paul Sartre o Albert Camus, por ejemplo) abordaban por medio del ensayo (El ser y la nada y El hombre rebelde, respectivamente), la novela (La náusea, La peste) o el teatro (A puerta cerrada, El malentendido).

Una existencia sin sentido, abocada a un final inesperado, la impotencia de la razón frente a la apabullante “gratuidad” de la vida. En la secuencia final de El silencio, a través del cristal empañado de un vagón de tren, en plena noche, se vislumbra el desfile letal y parsimonioso de abundante material bélico, con rumbo desconocido; Vergüenza, más explícita en este aspecto, muestra un escenario devastado, en el que dos supervivientes reman trabajosamente, sorteando los cadáveres que arrastran las aguas.

LO HUMANO. Ingmar Bergman fue, a todos los efectos, un hombre de su siglo, un artista de la imagen, que trasciende plenamente el marco convencional de su nacimiento y de su muerte (Uppsala, 1918-Isla de Farö, 2007), pues trabajó en todo momento con el material del que están hechos los sueños, es decir, la naturaleza humana, su miseria, sus contradicciones y también su dignidad.

Su legado cinematográfico permanece vivo en inolvidables líneas de diálogo, en numerosas secuencias magistrales, en voces que escuchamos, en rostros que nos miran con angustia o esperanza, y que avalan, por sí mismos,  la indiscutible permanencia de su obra.

* Raúl Teixido es ensayista boliviano radicado en España.
Artículo exclusivo para La Razón