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Invisible

Este cuento obtuvo una mención en el Premio Franz Tamayo que otorga la Alcaldía de La Paz.

/ 30 de junio de 2013 / 04:00

a Ángela Mendoza Lemus,

compañera

Jaque mate—. El reloj del comedor timbró seis veces. Esteban Cossío no pudo contener una sonrisilla victoriosa que pugnaba por salir de sus labios.
—Jaque mate —repitió con soltura.

—Ya te oí, no hagas escándalo, viejo loco —contestó Danilo Sáenz refunfuñando.

Hace dos semanas exactas, con sus horas y minutos, que Esteban Cossío no lograba ganarle una partida de ajedrez a Danilo Sáenz. Usualmente perdía la reina a manos de algún alfil o de una torre estratégicamente colocados y toda la estantería de ideas y jugadas magistrales en las que había meditado hasta el cansancio se le venía abajo. Escuchó un respirar longevo, destartalado por el uso, quebrar sus pensamientos.

—Es una pena que ya no anochezca como en nuestros tiempos —dijo Danilo Sáenz por decir algo —antes, la noche tardaba en llegar; ahora, llega muy pronto, se apresura demasiado en oscurecernos.

Esteban Cossío se levantó del sofá, pasó su mano derecha por su cabellera nevada y le regaló un vistazo cansado a un añejo daguerrotipo en el que aparecían Danilo Sáenz y su esposa ya muerta. Sin querer, se dejó invadir por el silencio profundo que reinaba en aquella casa y le pesó en la conciencia tener que dejar a su amigo solo, a merced de nostalgias carnívoras, vulnerable.

—Tienes toda la razón, mi buen Danilo, es una pena.

Vistió su abrigo para salir al frío de la calle. Luego, con desgano, la chalina y el sombrero.

—Esther me espera en casa —dijo con el tono avergonzado de quien masculla una disculpa falsa.

—Volverás mañana al atardecer —preguntó Danilo Sáenz afirmando, mientras movía positivamente la cabeza.

—Como todas las tardes —respondió él dándole un ligero abrazo de despedida.

Escuchó la puerta cerrarse tras de sí. Trastabilló unos pasos lentos con el afán de acostumbrar su cuerpo de a poco al ambiente de la intemperie. No se podía ver el celeste del cielo, tan sólo una niebla plomiza lo cubría todo. Estornudó hasta arrancarse minúsculas lágrimas de los párpados. El oxígeno congelado se endurecía resistiéndose a ser respirado. Esperó a que el semáforo se pusiera en rojo para avanzar sin apuros y con tranquilidad. El frío y la humedad conformaban un violento aliado que amenazaba reventarle las rodillas con su furor. El semáforo cambió su luz a verde y él continuaba pasando la calle. Alguien tronó la bocina de un automóvil como endemoniado y gritó un improperio. Esteban Cossío detuvo su caminar frente a él, se quitó el sombrero ceremoniosamente, dijo buenas noches, le hizo una venia y prosiguió caminando sin acelerar sus pasos. El conductor, molesto, volvió a desgañitar su bocina y lo insultó de nuevo.

—Ya nada es como en los viejos tiempos —murmuró él.

No muy lejos estaba su hogar. Abrió la puerta y lo recibió el mismo silencio agobiador que le penetró los sentidos en la casa de Danilo Sáenz. Un escalofrío travieso lo hizo tiritar. Tosió una tos seca sin necesidad, obligándose. Era su manera de intentar espantar a los fantasmas de la incertidumbre. El no conocer las respuestas a todas las preguntas que se cosechan a lo largo de la vida lo llenaban de una desconfianza implícita hacia casi todo lo desconocido. Y, en ese momento, ese silencio tan raro, tan excesivamente hueco, significaba tener la presencia de todo lo desconocido ante sí.
Subió las gradas una a una, con sumo cuidado, como si con un paso mal dado se pudiera derrumbar el universo entero.

Ingresó a la alcoba matrimonial que compartía con Esther desde hacía cuatro décadas. La observó dormir. Su serenidad completa lo conmovió y le dio un beso en la frente cuidando de no ser aparatoso y despertarla. Pero ella ni se movió. Esteban Cossío le sonrió en medio de la penumbra y comenzó a desvestirse para ponerse el pijama.

—La ciudad crece y crece, no hace más que crecer —le dijo a Esther con palabras leves —creo que, dentro de poco, todo nuestro planeta se convertirá en una ciudad uniforme.

Esteban Cossío volvió a sonreír con suavidad y se tendió al lado de Esther. La noche descendida acrecentó su espesor y los grillos se encargaron de ponerle la música adecuada. Durmió a ojos entrecerrados. Roncó. Despertó atragantado por su propia saliva y volvió a dormir. Ésa era la rutina circular de cada noche.

Cuando despertó, casi de madrugada, se sorprendió abrazando a Esther como varias veces en las que despertaba abrazándola. Pero, existía algo inexplicable en el espacio, aquel silencio pesado que se resistía a desaparecer, que no se marchaba. La claridad tan tenue que parecía nacida de la propia penumbra y no de un astro superior.

—Esther —llamó a media voz —Esther.

Con la palma de su mano extendida palpó el cuello de Esther con intenciones de despertarla de un letargo nocturno que sobrepasaba lo normal. Lo descubrió rígido y helado. Vio el rostro de Esther y percibió tonos lilas y azules que se entremezclaban en su piel. La cabeza empezó a darle vueltas y vueltas y, de un salto de pavor vertiginoso, salió de la cama.

—Esther —replicó, con la voz apagada y sin convicción.

Esther había muerto. Esteban Cossío, presa de un hipnotismo desconcertante, se quedó mirándola con impavidez. Sus ojos no daban crédito a lo que veían y su mente tejía telarañas de dudas oscuras que lo mareaban. Siempre supo que algo así habría de suceder, pero, jamás lo quiso creer. Se arrodilló ante el cuerpo de Esther. No lloró, pese a que pensó que lloraría.

—Esther —dijo una vez más, con ansias impotentes de despertarla —no, Esther, no seas cruel conmigo.

Esteban Cossío agachó la cabeza y ahí estaba, otra vez, ese silencio atosigante, acusativo, compañero y enemigo al mismo tiempo. No pudo soportar la presencia de tanta ausencia repentina y salió de su hogar sin rumbo fijo.

Volvió a cruzar el umbral de la puerta de su casa ya entrada la noche. Y pese a sus furibundos deseos de que alguien o algo le dijera que todo lo que vio no era más que una broma de mal gusto o una pesadilla asquerosa, no sucedió nada extraordinario. El cadáver de Esther se mantuvo en la misma posición que estaba cuando él salió. No habían espíritus que le hablaran desde las paredes, ni se oían los tortuosos graznidos de ningún cuervo. Nada. Tan sólo ese silencio total, letal.

Prendió una vela sobre la mesita de noche y se olvidó por completo del frío que lo circundaba. Puso una orquídea en flor al lado de la cabeza cada vez más congelada de Esther. Una orquídea carísima, que compró con lo último que le quedaba en la billetera de su pensión de jubilado. Recitó un poema melancólico que se sabía de memoria. Luego guardó un corto silencio y  le habló a la muerta:

—¿Recuerdas todo lo que hicimos estos cuarenta años? —carraspeó, tosió sin necesidad. —Yo no. Recuerdo lo que no hicimos. Los hijos que no pudimos tener. Los besos y abrazos que no nos pudimos regalar tras una discusión. Los viajes que no pudimos hacer. El tiempo que desperdiciamos durmiendo por las noches. Eso.

Durante el resto de la noche, Esteban Cossío se entregó al vacío y se dejó invadir por ese silencio indiscreto que terminó por acorralarlo sin compasión. Se dejó llevar por una totalidad que cada vez era más inmensa. Hasta el punto de sentirse invisible. Invisible, parte orgánica del silencio. Observó la impasible quietud de Esther sin parpadear. Leyó en cada arruga de su rostro líneas de una biografía que también era la suya. La vela terminó de consumirse y él seguía allí, sentado frente a Esther, hasta que arribó el amanecer impetuoso, acompañado de un gozoso trinar de pájaros que inauguraban el nacimiento de una nueva primavera. Un rayo de sol se filtró por la ventana e iluminó el rostro de Esteban Cossío. Él, ya parte de un todo inerte que era el silencio, ese silencio, no hizo nada por apartarse.

Hacia el atardecer, a pasos cansinos e inerme de alma, fue a casa de Danilo Sáenz para jugar una última partida de ajedrez.

—Ayer no viniste —dijo Danilo Sáenz en un tono de voz teñido de neutro, sin recriminación ni excesiva curiosidad.

—Ayer no vine —contestó él casi en un murmullo lo suficientemente decidido como para evitar cualquier respuesta.

Esteban Cossío movió la reina de manera transversal en el tablero, de izquierda a derecha, entregándola a un peón, sin darse cuenta de que esa jugada era terminal, fatal, un error infantil.

—Me dispongo a hacer un viaje largo —dijo, cuando el juego de la guerra duraba ya más de dos horas.

—¿Con Esther? —preguntó incrédulo, Danilo Sáenz.

—Ella ya partió.

—¿A dónde?

—Al sur —contestó Esteban Cossío, con la voz dubitativa, pretendiendo no sonar demasiado falsa.

—Jaque mate —dijo Danilo Sáenz después de una jugada corta.

—Bien. Volviste a ganar —contestó Esteban Cossío.

—¿Cuándo retornarán del sur?

—Cuando Esther lo decida.

—No te olvides de escribirme.

—No lo olvidaré.    

El reloj del comedor dio seis campanadas como cada día y Esteban Cossío se encaminó rumbo a su hogar.

Al llegar, saludó al silencio con un suspiro y subió las gradas. Se vistió parsimoniosamente con las ropas más elegantes de las que disponía y vistió también a Esther. Se tendió junto a ella y, decidido a morir, cerró los ojos con la fuerza más inmensa jurándose no tener que volver a abrirlos nunca. Nunca más.

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La pasión por el vinilo no morirá

Coleccionistas de discos se reúnen una vez al mes en El Alto para compartir su pasión por la música.

/ 13 de junio de 2018 / 05:32

Edwin Hidalgo, el dueño de casa, el mayor fan de Kiss del grupo que se ha reunido en su hogar, dibuja una gran sonrisa y sostiene dos ediciones del preciado y rarísimo álbum El Inca, de Wara, valorado por encima de los 1.500 dólares, mientras otro coleccionista de vinilos le toma una foto. “Algún día tendré esta joya”, comenta, sin perder la alegría ni por un segundo. “Es tu oportunidad”, dice otro de los melómanos, “agarrá el disco y corré hasta el fin del mundo”. Se escuchan varias risas y, por supuesto, música: el elegido de este instante es el gran Astor Piazzolla. “Igual nomás te alcanzaría”, dice el dueño de El Inca, arrebatándole la joya a Edwin y, una vez de nuevo en su poder, abrazándola. La hermandad festeja.

Hubo un momento en la vida de Edwin en el que hizo un pacto íntimo con Dios, ya que él es creyente: iba a quemar los objetos que más amaba en el mundo, sus discos de vinilo, a cambio del retorno de la persona más amada, su esposa. Ambas partes cumplieron. “Ella volvió, pero se fue, no resultó”, cuenta, con tristeza, pero luego añade, con la sonrisa volviéndole al rostro, “pero mi colección se multiplicó, se triplicó”. Para Edwin, como para todos quienes están reunidos en su hogar, ser coleccionista no es solo una cuestión de moda, es algo que en realidad tiene que ver con el amor, con el profundo cariño y devoción al arte musical que te salva de la soledad. Entre los mayores tesoros de Edwin, integrante de la Kiss Army Fans, sin lugar a dudas, está el disco de Kiss Alive! autografiado por el bajista Gene Simmons, uno de los fundadores de la famosa banda estadounidense.

“La pregunta clave es ¿cuál es el primer disco de música boliviana?”, cuestiona, por su parte, el antropólogo Fernando Hurtado, también parte de este grupo de coleccionistas, quien, junto a Isaac Rivera, mantiene un proyecto que digitaliza música antigua nacional y la sube a YouTube y comparte por Facebook a través de la página “Ajayus de antaño”.

La historia

Una investigación encabezada por él y realizada en hemerotecas y consultando diversas bibliografías llegó a la conclusión de que el primer disco nacional fue grabado por Aerophoné en Francia y que tenía el himno boliviano por un lado y el himno chileno por el otro. Llama la atención este dato pues todavía, cuando salió al público, en noviembre de 1910, estaba fresco el recuerdo de la Guerra del Pacífico, que había finalizado con el Tratado de 1904. Una posible explicación quizás pueda encontrarse en el hecho de que quien encargó hacer este disco, Gerardo Argote, empresario que ya vendía los antiguos discos de cera, predecesores de los vinilos, e hijo de Ismael, ideólogo de los tradicionales y aún vigentes almanaques Argote, importaba estos discos de Chile, en negocio con Efraín Van. El Himno Nacional de Bolivia está interpretado por la banda republicana de París y el famoso tenor Diego Zegarra es quien lo canta, con un evidente acento francés.

“Pronto sacaremos un libro con cinco décadas de investigación”, promete Fernando, “desde 1900 hasta 1950”. Ante otra gran pregunta, la de cuál es el segundo disco de música boliviana, el investigador refiere que todavía no se sabe. “Solo los catálogos podrían darnos alguna clave”, explica. “Los catálogos de la Universidad de Santa Bárbara de California aseguran que los registros más antiguos datan de 1912. ¿Habrá sucedido algo entre 1910 y 1912 en Bolivia?”, se pregunta, “hay que averiguar”.

Si bien un chileno y un boliviano dieron origen al primer disco nacional, más de un siglo después, otro chileno, Johnny McGregor, ha conseguido reunir a este grupo variopinto de coleccionistas de vinilos. Una vez al mes, desde Arica, Johnny viaja las ocho o diez horas de distancia que existen con La Paz trayendo los encargos de sus mejores clientes. Él también tiene una colección propia, pequeña, de algo así como 100 discos, cuyo álbum favorito es Aún es tiempo de soñar, de Banana. Cuenta que vale la pena correr el riesgo de perder los discos en Aduana o de tener que pagar impuestos por la emoción con que lo reciben los coleccionistas. Aunque a ellos les duela en el corazón, él tiene que abrir los discos que vienen sellados.

Quien, por supuesto, siempre le compra alguno, es el autodenominado “promiscuo musical” del grupo, Rafael Chipana. Su “promiscuidad” lo ha llevado a nutrirse de todos los géneros posibles, desde el más apreciado rock hasta las vilipendiadas cumbias. Asegura que en los vinilos la experiencia del sonido es muy distinta a la que sucede en los formatos digitales. “Tengo un disco de Sinatra”, relata, “y, si lo escuchas con atención, se percibe el sonido de su cigarrillo que se está quemando”, cierra los ojos, como si recordara más ese cigarrillo en manos de un imaginario Sinatra, y prosigue: “en lo insospechado se puede encontrar belleza”.

“Yo diferencio a los coleccionistas entre coleccionistas por género o acumuladores”, dice, por su parte, en comunicación desde Ciudad de México, donde reside desde 2009, Mauricio Torres, quien fuera vocalista de una de las bandas más representativas de la escena nacional, Lapsus, cuyo reggae, rock pop y ska todavía suena con nostalgia entre los conocedores. “Las colecciones son el reflejo personal de un individuo. Las que son curadas por un músico son las más apreciadas”, explica. Su colección llega a los 650 LP (“long plays”, o discos de larga duración), sin embargo, cuenta que ha conocido a personas con más de 10.000 discos en su haber. “Con el revival del vinilo me he hecho más selectivo”, dice, refiriéndose a la tendencia de comprar discos de vinilo en la era digital, “si es que un disco me encanta, recién lo compro en vinil”.

Umar Mash, el disco emblemático de Lapsus, que llegó a ser ‘disco de oro’ gracias a sus 10.000 copias vendidas y cuyas canciones Amarastabrillar o Mi Love son consideradas clásicas de la música boliviana, salió a finales de 1996, cuando el disco compacto irrumpía en el mercado y parecía condenar al disco de vinilo al lugar del olvido en el que se encuentran todavía el VHS y el casete. Estuvo a poco de salir en vinilo, como lo hubiera hecho hace poco el álbum Akasa, de Loukass. Y es por eso, sobre todo como un producto para coleccionistas, que se está manejando la posibilidad de sacar pronto una reedición en plástico. El músico también espera sacar a la luz, en 2019, un proyecto personal en la línea del reggae.

Entre las joyas que atesora Mauricio, se hallan cuatro EP (“extended plays”, o discos promocionales que poseen un par de canciones) de rock boliviano de los años 1980: Trono Azul, Stratos, On y Metalmorfosis, son los nombres de las bandas. Esta última, de heavy metal, es la primera en la que participó Mauricio. Otra joya, aunque bastante alejada de su estilo, es un picture disc (un vinilo con una imagen o el dibujo de la portada sobre sí) de Juan Gabriel con un autógrafo verificado del cantante y que consiguió a un dólar en alguno de los tantos tianguis (mercados de pulgas) del Distrito Federal.

En el extranjero también se encuentra Saúl Callisaya, más conocido como ‘Lito’, entre los amigos. Es poseedor de alrededor de 4.000 discos en su colección, que inició hace 20 años. “Pasa el tiempo, uno se llena de nostalgia y recién valora”, cuenta, en comunicación desde Virginia, Estados Unidos, “por eso empecé a coleccionar sobre todo música boliviana”. Y la nostalgia lo llevó a organizar, de manera semestral, la Feria del Vinil, que este año, durante la primera quincena de junio, llegará a su quinta edición. Esta feria también sirve para vender otro tipo de plástico, casetes y VHS, y para entablar conversaciones y debates entre los amantes de lo retro. Relata Lito, entre sus anécdotas, que, allá por mediados de los 90, cuando la gente se deshacía de sus vinilos, él hizo reeditar, en 200 copias, Cool World, de Karla de Vito, y se fue repartiéndolos, mochila al hombro, por Oruro y La Paz. Ahora esta pieza es un objeto de búsqueda por parte de diversos coleccionistas. A Lito le sorprende cómo las nuevas generaciones observan los discos de vinilo y no pueden creer que ese pedazo de plástico contenga música. “Se maravillan los niños”, celebra y concluye: “A mayor tecnología, mayor nostalgia”.

Imágenes musicales

Para Pablo Vargas, quien trabaja en el Ministerio de Culturas, los picture discs son algo muy especial y tiene una importante colección de ellos. “Son objetos muy hermosos”, explica, “el sonido no es tan bueno como en el tradicional de color negro porque hay un ruido de fondo, casi imperceptible, pero que hace una diferencia; por eso, para escuchar, tengo también las versiones de color negro”. Su afición comenzó en 2014, cuando se hallaba de viaje por Holanda y se topó con estos objetos que lo dejaron maravillado; se trajo 23 discos aquella vez.

Óscar Siñani, trabajador del magisterio, se dedica, sobre todo, a coleccionar piezas del rock boliviano. En parte gracias a la afición de su padre, quien solía comprar discos a menudo, ha llegado a tener una colección de casi 7.000 unidades. Sin embargo, los discos más preciados para él son los 100 LP y 500 EP de rock nacional. “Tengo el 99% de todo lo que se ha hecho”, dice. Si algún poder sobrenatural le obligara a quemar toda su colección y solo se le permitiera quedarse con un disco, él asegura que sería el de Los Laser, una banda fundada por los hermanos Alfonso y Mario Chávez, vecinos de su barrio, Villa Victoria, de los años 1960 y que tenía un estilo similar al de Los Beatles. Sin embargo, esta posibilidad es la más cruel.

Otros coleccionistas en esta reunión, como el economista Huáscar Cajías (cuyo disco a salvar en caso de un incendio sería el Dark Side of the Moon, de Pink Floyd que compró en la adolescencia) o Daniel García (cuyo elegido es El Inca, de Wara, que heredó de su padre), coinciden en que esta actividad trasciende el hecho de una simple moda y que se trata más bien de un complemento espiritual en la vida cotidiana.

Es por eso que, cuando escuchan música, lo hacen como si se tratase de un acto de adoración en un templo, siguiendo un ritual que haría recordar los misterios de lo sagrado y quizás gracias a este ritual también es que han vuelto a tener vigencia los vinilos, ya que en ellos no puedes saltarte las canciones como lo harías en algún formato digital, sino que debes sentarte a escuchar, respetuosamente, cada canción en el orden en el que el artista ha previsto su álbum. Es un ritual, decía, que implica muchos objetos para conseguir el fruto sagrado: tomar el disco con ambas manos, admirarlo, ponerlo con cuidado en el tocadiscos, sentarse, cerrar los ojos y dejar que el sonido lo sea todo. Porque la música es aquello que roza el alma y la acompaña.

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Cuando se quería tener el cielo dentro de casa

Desde la colonia y en el periodo republicano, los artistas plasmaron imágenes poéticas de las alturas en techos.

/ 11 de abril de 2018 / 04:00

¿Cómo habrá sido la vida cotidiana de los tiempos antiguos? Quizás la era tecnológica que habitamos nos signifique un velo que perjudica la imaginación. Seguramente antes había menos ruido y el aire que se respiraba era más puro. Tal vez las personas acostumbraban detenerse a conversar por más tiempo. Debido a los tiempos tan apresurados y ruidosos y llenos de esmog en que vivimos es probable que nos sea más sencillo imaginar la época precedente como un sitio donde la tranquilidad abundaba. Sin embargo, unos cielos pintados en los techos podrían decirnos que no todo era paz gratuita, que la cotidianidad de la antigüedad también tenía sus vericuetos.

No deja de ser un ejercicio actual que, cuando se termina una agotadora jornada, quizás plena de tristezas, se nos ocurra echarnos en cama y mirar el techo mientras suspiramos el cansancio o recordamos algún tiempo feliz o estamos a punto de tomar una decisión importante. Dejamos que la mirada extraviada divague por los techos de colores claros que suele haber en la mayoría de las casas contemporáneas, techos sin otra vida que la ausencia de ésta, precisamente. Pero hubo un tiempo en el que uno podía echarse tranquilamente en cama y, a resguardo de las fuerzas de la naturaleza, dejarse perder en el cielo.

Estamos en la plaza Murillo, en la calle Ayacucho, pasos más arriba de la populosa calle Comercio de La Paz. Cientos de palomas atraviesan el aire mientras otras tantas personas apuradas invaden las calles; unas buscan maíz, las otras el pan diario. Casi a la altura del reloj que va en dirección contraria, el denominado Reloj del Sur, Tatiana Suárez Patiño, restauradora, nos enseña una vieja casa que, aparte del número, posee una identificación: OR. “Esta es la enfermedad del metal”, dice ella y señala hacia los barandales, “el paso del tiempo hace que la superficie empiece a craquelarse; el clima, el sol intenso, el frío”. Uno puede advertir la vejez de las cosas casi a cada momento cuando camina por el centro paceño. Damos unos pasos e ingresamos a la casa OR, siglas cuyo significado quizás nunca conoceremos porque pertenecieron a los apellidos de alguna familia que serían complicados de rastrear debido al desorden de los catastros de la época. Tatiana señala el techo y recién entonces lo advertimos, tan acostumbrados estamos a andar mirando el suelo cuando caminamos la ciudad: el cielo.

Este es un cielo viejo, casi despintado, descascarado en algunas partes. “Es una imitación de tapizado”, explica Suárez Patiño, “aparte del cielo, podemos ver escenas campestres en el lago. Quienes han pintado esto ya tenían la técnica de los que tienen escuela, esto lo sabemos por los reflejos del agua, por las pinceladas, por tanto deducimos que es de la época republicana, 1920 más o menos”.

Una señora que vende dulces en un kiosco que se ha instalado en la entrada de la casa OR escucha la explicación de Tatiana con suma atención y observa, quizás por primera vez desde que se ha instalado en este sitio, el cielo pintado sobre su cabeza, y es que a veces no solo es el hecho de habitar una época ruidosa la que hace que no observemos los detalles de lo que nos rodea, sino también el paso del tiempo y el peso del polvo sobre los objetos del ayer.

Existe una fuerte influencia para que a las personas de antes se les haya ocurrido esto de pintar sus techos imitando el cielo: la religión. “Se trataba de imitar la gloria” —explica la experta— “aquello que, cuando estás en una iglesia, te hace sentir cerca de la divinidad”. Cuando alguien se sentía apesadumbrado por las dificultades diarias o por alguna profunda tristeza, podía mirar el techo de su casa, ver el cielo y entablar una conversación con Dios. Por supuesto —en aquella época y quizás también en esta, si se intentara algo similar—, solo los hogares de las familias acomodadas económicamente podían darse el lujo de tener estos instantes de paz celestial a color, ya que el costo de estas artes era prohibitivo para la clase obrera, que tendría que conformarse con cerrar los ojos mientras rezaba y pintar en su imaginación todo lo divino que podría procurarle tranquilidad.

“Estos cielos pintados en el techo”, continúa explicando la restauradora, “son una representación de lo que tú crees que está ocurriendo en el cielo”, hace una pequeña pausa mientras detiene su mirada en algún lugar de la pintura y continúa: “La Capilla Sixtina, por ejemplo, también es una representación, son escenas de cómo se imaginaba la gente de aquel entonces lo que sucedía en la Biblia. El barroco pretendía quitarle su materialidad a las cosas, hacer que algo que es madera no pareciera madera y por eso han empezado a cubrirla con pan de oro, para que pareciera oro”.

Cuando llegamos a la iglesia de San Francisco después de atravesar la calle Comercio llena de vendedores, personas apresuradas y ruidos de diversa índole, es inevitable detenerse a contemplar con admiración la fachada del templo. “Aquí se puede ver el barroco en pleno”, agrega Tatiana, con emoción mientras extiende los brazos como si pretendiera quitar un velo que cubre la iglesia entera y señala las figuras talladas. “Mira lo que han hecho con la piedra, ¡es increíble! Han logrado que la piedra no parezca piedra nunca más, ahora es más que una piedra, son imágenes que te dicen algo, te causan una impresión completamente diferente a que si vieras solamente piedras. ¡No quiero ni imaginar el trabajo que se habrán tomado los obreros!”.

Ingresamos al interior de la iglesia para ver el cielo más allá del cielo. Atravesamos la sala donde los devotos se arrodillan ante las imágenes de los santos y donde otros permanecen sentados con los ojos cerrados mientras rezan o quizás se procuran paz de alguna otra manera mientras viven el contacto con lo divino que atraen los objetos que hay alrededor. Llegamos al altar y el color dorado es imponente. Comprendemos que si a alguien se le ha ocurrido que sería una buena idea tener un cielo dentro de la casa es también debido a que a otra persona se le ha ocurrido que se puede traer la presencia de lo divino a través de una representación en la iglesia.

“¿Te imaginas cómo habrá sido ser una persona de 1600 o 1700 e ingresar a este lugar y ver la majestuosidad de estos adornos?”—susurra Tatiana— “ubicá, para las personas de esa época que no tenían televisores ni nada parecido, esto ha debido ser como pisar el cielo físicamente. Además, la fachada de esta iglesia, como han demostrado algunos estudios, estaba pintada de colores, no era como la conocemos ahora, monócroma, no, era muy distinta”, deja de susurrar y la emoción la vence: varios devotos nos observan curiosos, quizás molestos por haber interrumpido sus meditaciones, ella prosigue: “¡Imagínate cómo habrá sido la impresión de ver San Francisco el día de su inauguración!”.

La colonización española no solo ha llegado a través de la fuerza y el derramamiento de sangre, sino que también ha sabido valerse del poder de los colores y la representación de las creencias en imágenes sobre el ojo humano. Prueba de ello es el lienzo El infierno pintado en el templo de Carabuco. Allí se observa, en lo alto, escenas de la vida cotidiana y debajo, mucho más grande, los tormentos del infierno que le esperan a los pecadores. De esta manera, la Iglesia Católica, a través de la pintura y el color, hacía ver las diferencias entre lo celestial y lo infernal para persuadir a sus seguidores de escoger lo primero y temerle a lo segundo.

En la calle Sagárnaga, en las afueras de San Francisco, está la Asociación de Beneméritos de la Guerra del Chaco. Tiene el número 1899 en la puerta, por lo que deducimos que esa es la fecha tentativa de su construcción. Con el paso del tiempo, como tantas casas antiguas del centro paceño, ha sido cuarteada, dividida entre herederos y finalmente convertida en un conventillo. Aquí también hay un cielo, empero, mucho más envejecido que el de la casa OR. El fotógrafo de La Razón ilumina con el flash de su cámara las escenas celestiales y de días de campo y las personas que van y vienen atravesando la entrada de este edificio levantan, quizás por primera vez, la mirada y ven que hay un cielo pintado allí donde no se lo esperarían. “Lo último que quiere hacer uno al entrar a estos lugares es levantar la cabeza”, comenta Tatiana, “lo único que quieres hacer es salir rápido y pedir que nada te caiga sobre la cabeza”.

Y es así, el paso del tiempo sobre los objetos pareciera desvanecerlos hasta el punto de hacerlos invisibles, como si nunca hubieran ocurrido, como si detrás de nosotros, de nuestros pasos, no hubiera existido caminante alguno, como si detrás de nuestras penas, miedos y esperanzas no hubiera habido nada. La verdadera muerte sucede cuando la memoria deja de recordar.

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Jeroglíficos para invocar la lluvia

Las Pascuas en el norte de Potosí y Chuquisaca están llenas de rituales para obtener agua.

/ 1 de marzo de 2018 / 22:58

El agua es vida. Vamos a repetirlo una vez más, para que no quepan dudas: el agua es vida. Se trata de un eslogan que en ciudades como La Paz, que sufrió una sequía hace más o menos un año, se repite hasta el cansancio, hasta que el cliché pareciera disolver —secar— el mensaje. Hay, sin embargo, lugares en nuestro país en los que el eslogan se convierte en rezo, en una humilde súplica a las fuerzas que van más allá del entendimiento humano.

Según explica la lingüista Daniela Castro Molina, en regiones del norte de Potosí y de Chuquisaca, gran parte de las personas que deciden emigrar a las ciudades o incluso al exterior lo hacen porque los sembradíos, arrasados por la ausencia de lluvias o por la furia de las heladas, no son suficientes para equilibrar una economía que depende de ellos o para alimentar siquiera a las familias que los cultivan. Es por eso que la festividad católica de Pascuas tiene una importancia vital en el calendario de sus tradiciones anuales; en ella, los pobladores rezan pidiendo el milagro del agua para sus suelos, para sus vidas.

Con el transcurrir del tiempo la celebración de Pascuas, con el pedido de lluvias correspondiente, ha ido disminuyendo debido a la migración sin retorno y también a la proliferación de iglesias evangélicas, que prohíben estos ritos a sus feligreses. Los habitantes que quedan, en su mayoría ancianos que vislumbran el pasado como una época mejor, creen que las sequías y las heladas han ido en aumento en los últimos tiempos debido a que ya no se celebran las Pascuas con el mismo fervor con el que se solía festejarlas.

En 2017, las lingüistas Angélica García y Daniela Castro visitaron las comunidades de Vitichi y Puna, en el norte potosino. En esa incursión conocieron a la mastra doctrinera Beatriz Ocampo, quien habría de explicarles la naturaleza de la celebración pascual y enseñarles los instrumentos que se utilizan en la ceremonia.

Uno de los materiales que más llamó la atención, no solo de estas investigadoras sino el de profesionales anteriores a ellas que llegaron a estas tierras, fue el de cueros de diversas formas que contenían escritos en jeroglíficos. La mastra doctrinera era quien leía esos símbolos, que contenían los rezos para pedir por lluvia en Pascua; ella también era la encargada de educar a los niños en los pormenores de esta tradición para extenderla a través de las venideras generaciones. Así, la escritura de los jeroglíficos pasa del cuero a las hojas de los cuadernos que se utilizan en la educación primaria. Este sistema de escritura es nombrado por sus practicantes como llut’asqas.

Explica Castro, quien trabaja en el Museo Arqueológico de la Universidad Mayor de San Simón, en Cochabamba, donde se puede asistir a la exposición de estos materiales, que existen varios antecedentes de las llut’asqas. Arqueólogos y exploradores han reportado haber encontrado piezas de cuero y también de barro desde 1940. Ya Dick Ibarra, en su libro La escritura indígena andina, de 1953, se había ocupado de recopilar estos hallazgos. En 2000, Wálter Sánchez y Ramón Sanzetenea publicaron, en el artículo Rogativas andinas dentro del octavo Boletín del Instituto de Investigaciones Antropológicas y del Museo Arqueológico, un calendario agrícola donde muestran a través de una clasificación que los rezos, y por tanto su escritura, han sido de vital importancia en estas comunidades, ya que no solo se han utilizado para pedir lluvias o para evitar heladas, sino también para desearle un buen viaje a quienes partían o para pedir favores divinos en la vida cotidiana.

La importancia de los rezos trasciende fronteras. Muchos de los migrantes vuelven a sus comunidades en Pascuas, la fiesta mayor de petición de lluvias, para participar. Doña Gregoria Vicente, comunaria de Tucultapi y residente en Buenos Aires, Argentina, explica los motivos de su retorno anual con estas palabras: “Yo vengo todos los años a esta fiesta porque le tengo amor a mi comunidad”. Más allá de retornar, doña Gregoria se encargó de transcribir la escritura de los rezos en un cuaderno para preservar la costumbre.

Castro recuerda con mucho cariño la visita que ella y García hicieron a las comunidades del norte potosino. Cuenta que las personas eran muy cálidas y hospitalarias en su trato, desprendidas cuando se trataba de compartir alimentos o abrigo. “Se hacen arreglos increíbles en las capillas. Arman arcos de flores, hay muchos adornos, velas que caen al estilo quipus, más decoración de flores y sobre todo de rosapascuas, que es la flor especial de esta fecha y que tiene un aroma muy fuerte y delicioso, aparte del impacto visual, el impacto olfativo es maravilloso”.

Además de la ya mencionada mastra doctrinera, la celebración de Pascua tiene otros agentes que colaboran en la ceremonia. Uno de ellos es el fiscal, un varón elegido por la comunidad, quien es el encargado de organizar la fiesta, proveer los adornos, vigilar el comportamiento de los niños cuando ellos están rezando y luego, cuando concluye la celebración, es quien debe reunir a los niños para lanzarles frutas y golosinas como una manera de agradecerles por su labor de rezadores.

Cuando García y Castro llegaron a San Miguel de Laja, a eso de las seis de la tarde del viernes, fueron alojadas en casa del fiscal. En el momento de ingresar a la capilla, iluminada por velas parpadeantes, solamente encontraron a la mastra doctrinera y a un niño rezando. No fue sino hasta que hacia la medianoche el fiscal hizo repicar la campana cuando se aproximaron más personas y salieron en procesión. Después de aquello, rezaron hasta el amanecer y, entonces, un grupo musical —a los músicos se les llama mastros— llegado para animar la fiesta empezó a tocar y todos bailaron. De una vasija tallada en madera bebieron chicha. La rosapascua no solo decora los habitáculos donde se celebra la ceremonia, sino también a las personas que participan de las Pascuas: las mujeres se ponen esta flor en la cabeza y los varones en las camisas. En la fiesta se enviste a las autoridades políticas con coronas de flores y también a quienes han actuado de mastra doctrinera y fiscal, los cónyuges de éstos son, al igual que ellos, celebrados. Asimismo, las nuevas autoridades, quienes se encargarán de las Pascuas del año que viene, son recibidas con los mismos ornamentos.

Ellas asistieron al final de la celebración. Un par de días antes, el Jueves Santo, las mujeres se reunieron en casa del fiscal para hornear panes de diversas formas (muyu pillus o ruedas, tortas, sepulcros o palomitas) y para empezar a cocinar la comida que se consumirá el gran día. El Viernes Santo es el día de las divinidades, en el que se hacen los rezos que piden las lluvias y el Sábado de Pascuas es el día de fiesta. Antes, la preparación de la celebración de Pascuas constaba de un trabajo de ocho domingos después de Carnaval, tomando en cuenta el domingo después del Sábado de Pascuas. Ahora, esto se ha simplificado a tres días: Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado de Pascuas. Queda decir que los cargos principales de esta festividad, como el de mastra doctrinera o fiscal, en algunos casos, se impone como un castigo de la comunidad por haber cometido “faltas en contra de la moral”, como, por ejemplo, haber tenido hijos fuera del matrimonio.

El agua es vida. Vamos a repetirlo una vez más, para que no quepan dudas: el agua es vida.

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‘Nuestra muerte era la noticia del día’

Historias que se viven alrededor del gramado del templo futbolero

/ 4 de junio de 2017 / 04:00

El periodismo deportivo no es un trabajo sencillo —¿algún oficio lo es?— porque exige que no solamente la voz o los oídos estén al acecho, implica también que los ojos, y la memoria, hayan aprendido a moverse a la velocidad de los movimientos de los deportistas. Y es que el periodismo deportivo le exige a quien lo ejerce que tenga, también, espíritu de atleta. “Es un oficio veloz”, dice Eduardo Lima, quien será puesto de cancha en la transmisión del popular programa radial Futbolmanía en el clásico de este domingo de sol. Bolívar vs. The Strongest es, históricamente, el partido más importante del fútbol nacional. Tal rivalidad amerita que los protagonistas se preparen para un evento mayor. Y más ahora que puede que el resultado permita vislumbrar al próximo campeón.

Se preparan los futbolistas, hace una semana, con miras a este juego. Se han preparado los periodistas que cubrirán el partido de una manera similar a los jugadores: los días previos han tenido en mente el clásico. Eduardo, junto a otros trabajadores de distintos medios —televisivos, escritos, radiales—, espera la llegada de los jugadores en el túnel que antecede a la puerta cuatro del estadio Hernando Siles. Hace un frío que contrasta con el sol que brilla afuera. Sostiene el micrófono mientras escucha la transmisión en su celular. Las cabinas viven su propio partido. El público ha llenado las tribunas. El ruido de algunos gritos extraviados y del ensayo de los cánticos de la hinchada desciende, leve, hasta este pasillo.

Un clásico es un cuento más en una sucesión de historias. Antes de este juego ha habido muchos otros y después habrá más. Eduardo recuerda un viaje a Uruguay, “es algo que me ha marcado la vida”, aclara, antes de contar la anécdota. El 29 de abril de 2014, The Strongest jugaba su clasificación ante el equipo violeta de Montevideo, Defensor Sporting. “Es algo que siempre recuerdo”, insiste Eduardo. Y así como la vida de un ser humano podría verse como la repetición de otras vidas, un partido de fútbol es la repetición de otros. Pero cada vida es distinta, lo sabemos, y cada partido también lo es.

Los futbolistas bajan del bus que los trajo al estadio y los periodistas se arremolinan, corren, buscan la voz, persiguen imágenes, anuncian. Cuando los protagonistas entran a los camerinos, retorna la calma expectante que reinaba antes de su llegada. Esperan las alineaciones. A Eduardo le ha tocado cubrir a Bolívar y recibe una hoja con los nombres de los futbolistas que irán a la cancha y a la banca de suplentes. Un par de días antes, él aventuró la alineación celeste: acertó. Este hombre trabaja en las transmisiones de Futbolmanía y es el director de contenidos y conductor del programa CD7, de Bolivia TV, el canal televisivo estatal. Le tomó poco más de diez años de esfuerzo llegar hasta este momento. Cuando salió del colegio, cuenta, siempre tuvo claro qué es lo que quería hacer.

Por eso, buscó un instituto donde enseñaban periodismo. Allí, el docente era un apasionado del deporte y transmitía partidos para una frecuencia AM. La primera vez que pisó el estadio, desde otra perspectiva, porque, como espectador, asistía a menudo, fue gracias a una invitación de este profesor. “Me hacía cargar cosas”, rememora, “una vez hasta me hizo sacar una credencial falsificada. Recuerdo como cinco años sin haber tenido ninguna paga”, dice, mientras cuenta que, en ese lapso de tiempo, ha estado en distintas radios, siempre intentando estar cerca de los acontecimientos deportivos. “Lo primero que gané gracias al periodismo han sido 150 Bs”, recuerda, “cuando me invitaron a hacer puesto de cancha”. “¿Te pagaban esa cantidad por partido?”, le pregunta quien escribe. “No, no”, dice Eduardo, “era mi paga mensual”, y sonríe.

En el estadio Franzini, de Montevideo, Defensor Sporting derrotaba por dos goles a cero a The Strongest, con lo que empataba la llave —el aurinegro había ganado por el mismo resultado en La Paz— y forzaba a dirimir en penales al clasificado a cuartos de final de la Copa Libertadores. En las tribunas, estaba Eduardo. “Llovía”, recuerda, “y esa vez no nos dieron ni siquiera una cabina, así que teníamos que relatar desde las graderías”. Sin embargo, recuerda con admiración los estadios argentinos ya que allí “al fútbol no lo tratan como a un partido más”, adonde Código Fútbol, su emprendimiento personal, habría de llevarlo. “Yo había alistado mis apuntes, como hago aquí, pero allá te dan todo, desde las alineaciones hasta la historia del club, los logros, lo que han hecho en la semana”, dice Eduardo cuando recuerda su paso por las canchas de Vélez Sarsfield y River Plate, en Buenos Aires, la capital argentina.

Periodista. Con los ojos atentos en el papel y la voz pronta y clara, Eduardo Lima, como puesto de cancha, informa todo aquello que acontece en la intimidad de la cancha. La cercanía con los protagonistas del juego le da una perspectiva distinta a la que viven los espectadores e incluso los relatores y comentaristas de su programa radial.

Después de haberse entonado el himno paceño, el pitazo inicial no fue vivido de la misma manera por los protagonistas —muchos de ellos llevaban la mano al césped y miraban al cielo pidiendo alguna iluminación— ni por los espectadores —que aplaudían a sus equipos— ni por los periodistas —que adoptaban una postura más rígida, los ojos bien abiertos, los bolígrafos listos para el apunte y los micrófonos listos—. La pelota rodaba de un pie a otro mientras un dron se elevaba por los aires.

Entonces Leonel Justiniano recibió la pelota a poco de ingresar al área rival, hizo un amague para deshacerse de los defensas que lo perseguían y remató, su disparo se coló por debajo del cuerpo del guardameta Daniel Vaca y se introdujo en las redes. Algunos de los periodistas que también hacían puesto de cancha apretaron los puños, haciendo lo posible por disimular su alegría. Los pasapelotas —todos ellos de las escuelas de fútbol académicas— celebraban saltando. Muchos policías, cuya misión es vigilar a los espectadores, no resistieron la tentación y desviaron la mirada hacia la celebración. Es curiosa la sensación de totalidad que se siente desde el borde de la cancha, esa orilla hacia el breve océano verde donde todo sucede. Si el césped puede ser un pequeño mar, las graderías llenas son como el cielo. Llegó el gol de Bolívar y el cielo se dividió en dos. Por una parte, la algarabía celeste y, por otra, el silencio aurinegro.

  • El error

“¡Terrible error de Vaca!”, decía otro puesto de cancha subrayando las eres, “¡Terrrrrrrrrible!”. “La gente no entiende que los jugadores tienen familia, tienen sentimientos, tienen problemas como tú o yo”, dice Eduardo después. También menciona a los jugadores extranjeros, “no todos, claro”, dice, “solo vienen a extender la mano para cobrar”, en cambio, “los jugadores bolivianos lo viven de una manera distinta”, explica, “muchos de ellos son igual a nosotros, a pesar de su recorrido y aunque tengan plata, autos y mujeres”.

Justiniano se dejó caer el suelo cuando celebraba. Su hermana había fallecido hace poco y las lágrimas lo inundaron. Sus compañeros lo levantaron del suelo, el partido, como la vida, debía continuar. A poco de que Bolívar anotara el primer gol, The Strongest se lanzó al ataque y, a raíz de un tiro libre desde un sector próximo al área grande, Wálter Veizaga anotó el empate… o eso parecía. La curva sur del Siles ya empezaba la celebración cuando se vino un silencio plagado de murmullos: el banderín del juez de línea estaba levantado.

No se supo, en ese momento (ni después) por qué se había anulado el gol. En las repeticiones televisivas no se puede advertir que haya existido un off side o una falta. “Era un gol legítimo”, dice Eduardo, un día después y acota: “Eso es lo lindo del fútbol boliviano, es rústico, no es como la Champions donde todo es perfecto y tienen árbitros hasta detrás del arco, ver la Champions es como jugar en el Play Station, pero, en el fútbol nacional, puedes quedarte discutiendo una semana si el gol anulado estuvo bien anulado o no”. Jorge Flores se apresuró en un saque lateral y, tras un rebote, la pelota le llegó a Ronnie Fernández, que aguantó la marca antes de darse media vuelta y fusilar a Vaca con un violento remate esquinado. El ritual de los sonidos se repitió, la división del estadio.

Eduardo informa, desde su perspectiva, qué es lo que ha podido observar de esta jugada. “Futbolmanía es una escuela”, cuenta, cuando se refiere a su actual fuente de trabajo, “Gonzalo es muy buena persona”. Gonzalo Cobo es el conocido relator de fútbol que dirige este programa, el “Sísísísísí” con el que grita sus goles es una marca registrada. “Aquí aprendí mucho, siempre digo que hay que ser agradecido con lo que uno recibe”, insiste Eduardo.

Una pelota perdida en el mediocampo propició un centro al área que Alejandro Chumacero aprovechó para, adelantándose a Edemir Rodríguez, anotar el descuento con un violento cabezazo. Mientras el autor del tanto corría con la pelota en brazos hacia el medio para apurar la reanudación del juego, el ritual en el estadio se repitió: el silencio se trasladó a la mitad norte del estadio mientras en el sur se celebraba.

Pasapelotas. Los encargados de apresurar el juego también viven su propio partido. Venidos de las escuelas bolivaristas, tienen la misión de obedecer a los jugadores celestes, quienes, cuando van ganando, les dicen que aireen el juego con pausas. En esta ocasión, los aurinegros los apremiaban para que actúen.

“Siento un cariño especial por el Strongest”, dice Eduardo, “sobre todo por lo que me dio, la oportunidad de conocer Sudamérica”. The Strongest, en ese partido de abril de 2014 al que ya nos hemos referido, quedó eliminado en la tanda de penales. “A mí me tocaba cubrir al Tigre”, recuerda Eduardo, “los veía cada día a los jugadores, y te identificas un poco, compartes sus alegrías, compartes sus tristezas”. Cuando retornaban de aquel viaje, en un vuelo chárter, y a la hora y media del recorrido, el avión empezó a hacer movimientos bruscos. “Estábamos todos dormidos”, cuenta Eduardo, “y empezamos a sentir olor a quemado”.

En la cancha, en este clásico, al calor del dos a uno, que, según tantos técnicos, es el resultado más peligroso en un partido por el cansancio del provisional vencedor y el renacer de la esperanza del momentáneo derrotado, Juan Carlos Arce está en el suelo. Desde el borde de la cancha no se puede ver bien qué sucede. Arce se levanta y le pega un cabezazo a Luis Maldonado. El árbitro le saca la tarjeta roja.

El técnico aurinegro decide cambiar al agredido. Ambos jugadores se aproximan al túnel y hacen el amague de continuar la pelea. La Policía interviene. Los periodistas se aproximan al lugar del pleito. Hay intercambio de gritos, estamos cerca, pero se escucha poco, la tribuna es todo ruido. Sin embargo, ¡qué pequeña se ve cualquier pelea cuando se recuerda que estuviste en un avión a punto de caer!

En el avión, el olor a algo quemándose y, después, la caída de las máscaras de oxígeno y las indicaciones de las azafatas nerviosas, han contagiado de pánico a los temporales habitantes de la nave. “Lo único que haces en ese momento es orar, pensar en tu familia, en las cosas malas que has hecho, el avión subía y bajaba, era una montaña rusa”, cuenta Eduardo, “uno que otro se animó a sacar una selfi, tienes que hacer algo para olvidar, todos reaccionan distinto, otros tomaban alcohol, a mí se me vino a la mente Viloco, gritaban, las azafatas no sabían qué hacer”. Tras media hora en esta turbulencia, el avión descendió en Cochabamba. Supieron que un motor se había quemado. Se salvaron de la tragedia por poco. “El avión aterrizó y todos aplaudieron”.

Se quedaron un par de horas en el aeropuerto cochabambino. Pero los periodistas no podían relajarse, “nuestra muerte era la noticia del día”, explica Eduardo. Debían enviar informes a sus canales, hacer entrevistas a los jugadores, que no deseaban hablar en ese momento. Tomaron otro avión hacia La Paz, en el aire sufrió el vaivén de la turbulencia, pero era un pequeño recordatorio del susto, nada más, no era nada tan grave como la ausencia del motor. “Llegamos a las siete de la mañana, nos esperaba una cadena grande de noticias, nosotros éramos los sobrevivientes”, recuerda Eduardo, “nadie se fue a su casa, todos se fueron a sus canales para contar lo que había sucedido”.

Un pase en profundidad de Ronald Raldes fue recibido por Leonel Justiniano —la figura del clásico 205 de la historia liguera— quien, con el cintillo de capitán tras la lesión de William Ferreira, amagó para que el defensor aurinegro Fernando Marteli pasara de largo, amagó una vez más para confundir a Daniel Vaca y anotó con un disparo decidido el tercer gol, el definitivo. Desde la casamata, el otrora capitán celeste y símbolo, Wálter Flores, salió con los puños en alto para celebrar el gol abrazando a Justiniano. No tardó en acabar el partido. Los jugadores de The Strongest se fueron veloces a los camerinos. Solo había espacio para los vencedores sobre el césped. Y los periodistas entraron al campo de juego para conseguir notas con esos rostros sonrientes que fueron hacia la curva norte para agradecer el aliento de la hinchada festiva.

Un clásico no se gana todos los días. Ni siquiera aunque éste signifique, en apariencia, un número más acotado a la tradición, el triunfo 85 ante 51 de The Strongest sin contar los datos anteriores a la existencia de la Liga. Los hinchas de The Strongest buscan consuelo en el antepenúltimo clásico, el que les dio el título del último campeonato de 2016, mientras salen del estadio. En el fútbol, como en la vida, siempre hay revanchas.
Eduardo tenía un proyecto ambicioso, que se denominó Código Fútbol, un programa radial que buscaba “competir de verdad”, es decir “hacer transmisiones no solo de fútbol, y tener programas diarios”. Por un tiempo se alejó de Futbolmanía para darle vida a este emprendimiento. “Pero pagué mi derecho de piso”, dice, rememorando los inicios, la inversión, la estación radial “trucha” que le cobraba bastante. Hasta que pudo transmitir en la radio Cruz del Sur, un medio legal, de trayectoria, y los ingresos por publicidad empezaron a mejorar. Pero el déficit era incontrolable para su economía, “debía como 20.000 Bs, entonces, decidí parar”. Fue una pequeña derrota cerrar su proyecto, “pero lo intenté”, dice, orgulloso, “supe qué es ser jefe por dos años y medio”.

Eduardo sabe que las derrotas, como las victorias, son efímeras, y que, aunque no quiera pensar en eso de momento, quizás el futuro le aguarde la realización de su sueño, “un programa propio”. “Estamos en Bolivia”, finaliza, “y Bolivia es el país de las oportunidades”. l

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Invisible

Este cuento obtuvo una mención en el Premio Franz Tamayo que otorga la Alcaldía de La Paz.

/ 30 de junio de 2013 / 04:00

a Ángela Mendoza Lemus,

compañera

Jaque mate—. El reloj del comedor timbró seis veces. Esteban Cossío no pudo contener una sonrisilla victoriosa que pugnaba por salir de sus labios.
—Jaque mate —repitió con soltura.

—Ya te oí, no hagas escándalo, viejo loco —contestó Danilo Sáenz refunfuñando.

Hace dos semanas exactas, con sus horas y minutos, que Esteban Cossío no lograba ganarle una partida de ajedrez a Danilo Sáenz. Usualmente perdía la reina a manos de algún alfil o de una torre estratégicamente colocados y toda la estantería de ideas y jugadas magistrales en las que había meditado hasta el cansancio se le venía abajo. Escuchó un respirar longevo, destartalado por el uso, quebrar sus pensamientos.

—Es una pena que ya no anochezca como en nuestros tiempos —dijo Danilo Sáenz por decir algo —antes, la noche tardaba en llegar; ahora, llega muy pronto, se apresura demasiado en oscurecernos.

Esteban Cossío se levantó del sofá, pasó su mano derecha por su cabellera nevada y le regaló un vistazo cansado a un añejo daguerrotipo en el que aparecían Danilo Sáenz y su esposa ya muerta. Sin querer, se dejó invadir por el silencio profundo que reinaba en aquella casa y le pesó en la conciencia tener que dejar a su amigo solo, a merced de nostalgias carnívoras, vulnerable.

—Tienes toda la razón, mi buen Danilo, es una pena.

Vistió su abrigo para salir al frío de la calle. Luego, con desgano, la chalina y el sombrero.

—Esther me espera en casa —dijo con el tono avergonzado de quien masculla una disculpa falsa.

—Volverás mañana al atardecer —preguntó Danilo Sáenz afirmando, mientras movía positivamente la cabeza.

—Como todas las tardes —respondió él dándole un ligero abrazo de despedida.

Escuchó la puerta cerrarse tras de sí. Trastabilló unos pasos lentos con el afán de acostumbrar su cuerpo de a poco al ambiente de la intemperie. No se podía ver el celeste del cielo, tan sólo una niebla plomiza lo cubría todo. Estornudó hasta arrancarse minúsculas lágrimas de los párpados. El oxígeno congelado se endurecía resistiéndose a ser respirado. Esperó a que el semáforo se pusiera en rojo para avanzar sin apuros y con tranquilidad. El frío y la humedad conformaban un violento aliado que amenazaba reventarle las rodillas con su furor. El semáforo cambió su luz a verde y él continuaba pasando la calle. Alguien tronó la bocina de un automóvil como endemoniado y gritó un improperio. Esteban Cossío detuvo su caminar frente a él, se quitó el sombrero ceremoniosamente, dijo buenas noches, le hizo una venia y prosiguió caminando sin acelerar sus pasos. El conductor, molesto, volvió a desgañitar su bocina y lo insultó de nuevo.

—Ya nada es como en los viejos tiempos —murmuró él.

No muy lejos estaba su hogar. Abrió la puerta y lo recibió el mismo silencio agobiador que le penetró los sentidos en la casa de Danilo Sáenz. Un escalofrío travieso lo hizo tiritar. Tosió una tos seca sin necesidad, obligándose. Era su manera de intentar espantar a los fantasmas de la incertidumbre. El no conocer las respuestas a todas las preguntas que se cosechan a lo largo de la vida lo llenaban de una desconfianza implícita hacia casi todo lo desconocido. Y, en ese momento, ese silencio tan raro, tan excesivamente hueco, significaba tener la presencia de todo lo desconocido ante sí.
Subió las gradas una a una, con sumo cuidado, como si con un paso mal dado se pudiera derrumbar el universo entero.

Ingresó a la alcoba matrimonial que compartía con Esther desde hacía cuatro décadas. La observó dormir. Su serenidad completa lo conmovió y le dio un beso en la frente cuidando de no ser aparatoso y despertarla. Pero ella ni se movió. Esteban Cossío le sonrió en medio de la penumbra y comenzó a desvestirse para ponerse el pijama.

—La ciudad crece y crece, no hace más que crecer —le dijo a Esther con palabras leves —creo que, dentro de poco, todo nuestro planeta se convertirá en una ciudad uniforme.

Esteban Cossío volvió a sonreír con suavidad y se tendió al lado de Esther. La noche descendida acrecentó su espesor y los grillos se encargaron de ponerle la música adecuada. Durmió a ojos entrecerrados. Roncó. Despertó atragantado por su propia saliva y volvió a dormir. Ésa era la rutina circular de cada noche.

Cuando despertó, casi de madrugada, se sorprendió abrazando a Esther como varias veces en las que despertaba abrazándola. Pero, existía algo inexplicable en el espacio, aquel silencio pesado que se resistía a desaparecer, que no se marchaba. La claridad tan tenue que parecía nacida de la propia penumbra y no de un astro superior.

—Esther —llamó a media voz —Esther.

Con la palma de su mano extendida palpó el cuello de Esther con intenciones de despertarla de un letargo nocturno que sobrepasaba lo normal. Lo descubrió rígido y helado. Vio el rostro de Esther y percibió tonos lilas y azules que se entremezclaban en su piel. La cabeza empezó a darle vueltas y vueltas y, de un salto de pavor vertiginoso, salió de la cama.

—Esther —replicó, con la voz apagada y sin convicción.

Esther había muerto. Esteban Cossío, presa de un hipnotismo desconcertante, se quedó mirándola con impavidez. Sus ojos no daban crédito a lo que veían y su mente tejía telarañas de dudas oscuras que lo mareaban. Siempre supo que algo así habría de suceder, pero, jamás lo quiso creer. Se arrodilló ante el cuerpo de Esther. No lloró, pese a que pensó que lloraría.

—Esther —dijo una vez más, con ansias impotentes de despertarla —no, Esther, no seas cruel conmigo.

Esteban Cossío agachó la cabeza y ahí estaba, otra vez, ese silencio atosigante, acusativo, compañero y enemigo al mismo tiempo. No pudo soportar la presencia de tanta ausencia repentina y salió de su hogar sin rumbo fijo.

Volvió a cruzar el umbral de la puerta de su casa ya entrada la noche. Y pese a sus furibundos deseos de que alguien o algo le dijera que todo lo que vio no era más que una broma de mal gusto o una pesadilla asquerosa, no sucedió nada extraordinario. El cadáver de Esther se mantuvo en la misma posición que estaba cuando él salió. No habían espíritus que le hablaran desde las paredes, ni se oían los tortuosos graznidos de ningún cuervo. Nada. Tan sólo ese silencio total, letal.

Prendió una vela sobre la mesita de noche y se olvidó por completo del frío que lo circundaba. Puso una orquídea en flor al lado de la cabeza cada vez más congelada de Esther. Una orquídea carísima, que compró con lo último que le quedaba en la billetera de su pensión de jubilado. Recitó un poema melancólico que se sabía de memoria. Luego guardó un corto silencio y  le habló a la muerta:

—¿Recuerdas todo lo que hicimos estos cuarenta años? —carraspeó, tosió sin necesidad. —Yo no. Recuerdo lo que no hicimos. Los hijos que no pudimos tener. Los besos y abrazos que no nos pudimos regalar tras una discusión. Los viajes que no pudimos hacer. El tiempo que desperdiciamos durmiendo por las noches. Eso.

Durante el resto de la noche, Esteban Cossío se entregó al vacío y se dejó invadir por ese silencio indiscreto que terminó por acorralarlo sin compasión. Se dejó llevar por una totalidad que cada vez era más inmensa. Hasta el punto de sentirse invisible. Invisible, parte orgánica del silencio. Observó la impasible quietud de Esther sin parpadear. Leyó en cada arruga de su rostro líneas de una biografía que también era la suya. La vela terminó de consumirse y él seguía allí, sentado frente a Esther, hasta que arribó el amanecer impetuoso, acompañado de un gozoso trinar de pájaros que inauguraban el nacimiento de una nueva primavera. Un rayo de sol se filtró por la ventana e iluminó el rostro de Esteban Cossío. Él, ya parte de un todo inerte que era el silencio, ese silencio, no hizo nada por apartarse.

Hacia el atardecer, a pasos cansinos e inerme de alma, fue a casa de Danilo Sáenz para jugar una última partida de ajedrez.

—Ayer no viniste —dijo Danilo Sáenz en un tono de voz teñido de neutro, sin recriminación ni excesiva curiosidad.

—Ayer no vine —contestó él casi en un murmullo lo suficientemente decidido como para evitar cualquier respuesta.

Esteban Cossío movió la reina de manera transversal en el tablero, de izquierda a derecha, entregándola a un peón, sin darse cuenta de que esa jugada era terminal, fatal, un error infantil.

—Me dispongo a hacer un viaje largo —dijo, cuando el juego de la guerra duraba ya más de dos horas.

—¿Con Esther? —preguntó incrédulo, Danilo Sáenz.

—Ella ya partió.

—¿A dónde?

—Al sur —contestó Esteban Cossío, con la voz dubitativa, pretendiendo no sonar demasiado falsa.

—Jaque mate —dijo Danilo Sáenz después de una jugada corta.

—Bien. Volviste a ganar —contestó Esteban Cossío.

—¿Cuándo retornarán del sur?

—Cuando Esther lo decida.

—No te olvides de escribirme.

—No lo olvidaré.    

El reloj del comedor dio seis campanadas como cada día y Esteban Cossío se encaminó rumbo a su hogar.

Al llegar, saludó al silencio con un suspiro y subió las gradas. Se vistió parsimoniosamente con las ropas más elegantes de las que disponía y vistió también a Esther. Se tendió junto a ella y, decidido a morir, cerró los ojos con la fuerza más inmensa jurándose no tener que volver a abrirlos nunca. Nunca más.

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