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Invisible

a Ángela Mendoza Lemus,

compañera

Jaque mate—. El reloj del comedor timbró seis veces. Esteban Cossío no pudo contener una sonrisilla victoriosa que pugnaba por salir de sus labios.
—Jaque mate —repitió con soltura.

—Ya te oí, no hagas escándalo, viejo loco —contestó Danilo Sáenz refunfuñando.

Hace dos semanas exactas, con sus horas y minutos, que Esteban Cossío no lograba ganarle una partida de ajedrez a Danilo Sáenz. Usualmente perdía la reina a manos de algún alfil o de una torre estratégicamente colocados y toda la estantería de ideas y jugadas magistrales en las que había meditado hasta el cansancio se le venía abajo. Escuchó un respirar longevo, destartalado por el uso, quebrar sus pensamientos.

—Es una pena que ya no anochezca como en nuestros tiempos —dijo Danilo Sáenz por decir algo —antes, la noche tardaba en llegar; ahora, llega muy pronto, se apresura demasiado en oscurecernos.

Esteban Cossío se levantó del sofá, pasó su mano derecha por su cabellera nevada y le regaló un vistazo cansado a un añejo daguerrotipo en el que aparecían Danilo Sáenz y su esposa ya muerta. Sin querer, se dejó invadir por el silencio profundo que reinaba en aquella casa y le pesó en la conciencia tener que dejar a su amigo solo, a merced de nostalgias carnívoras, vulnerable.

—Tienes toda la razón, mi buen Danilo, es una pena.

Vistió su abrigo para salir al frío de la calle. Luego, con desgano, la chalina y el sombrero.

—Esther me espera en casa —dijo con el tono avergonzado de quien masculla una disculpa falsa.

—Volverás mañana al atardecer —preguntó Danilo Sáenz afirmando, mientras movía positivamente la cabeza.

—Como todas las tardes —respondió él dándole un ligero abrazo de despedida.

Escuchó la puerta cerrarse tras de sí. Trastabilló unos pasos lentos con el afán de acostumbrar su cuerpo de a poco al ambiente de la intemperie. No se podía ver el celeste del cielo, tan sólo una niebla plomiza lo cubría todo. Estornudó hasta arrancarse minúsculas lágrimas de los párpados. El oxígeno congelado se endurecía resistiéndose a ser respirado. Esperó a que el semáforo se pusiera en rojo para avanzar sin apuros y con tranquilidad. El frío y la humedad conformaban un violento aliado que amenazaba reventarle las rodillas con su furor. El semáforo cambió su luz a verde y él continuaba pasando la calle. Alguien tronó la bocina de un automóvil como endemoniado y gritó un improperio. Esteban Cossío detuvo su caminar frente a él, se quitó el sombrero ceremoniosamente, dijo buenas noches, le hizo una venia y prosiguió caminando sin acelerar sus pasos. El conductor, molesto, volvió a desgañitar su bocina y lo insultó de nuevo.

—Ya nada es como en los viejos tiempos —murmuró él.

No muy lejos estaba su hogar. Abrió la puerta y lo recibió el mismo silencio agobiador que le penetró los sentidos en la casa de Danilo Sáenz. Un escalofrío travieso lo hizo tiritar. Tosió una tos seca sin necesidad, obligándose. Era su manera de intentar espantar a los fantasmas de la incertidumbre. El no conocer las respuestas a todas las preguntas que se cosechan a lo largo de la vida lo llenaban de una desconfianza implícita hacia casi todo lo desconocido. Y, en ese momento, ese silencio tan raro, tan excesivamente hueco, significaba tener la presencia de todo lo desconocido ante sí.
Subió las gradas una a una, con sumo cuidado, como si con un paso mal dado se pudiera derrumbar el universo entero.

Ingresó a la alcoba matrimonial que compartía con Esther desde hacía cuatro décadas. La observó dormir. Su serenidad completa lo conmovió y le dio un beso en la frente cuidando de no ser aparatoso y despertarla. Pero ella ni se movió. Esteban Cossío le sonrió en medio de la penumbra y comenzó a desvestirse para ponerse el pijama.

—La ciudad crece y crece, no hace más que crecer —le dijo a Esther con palabras leves —creo que, dentro de poco, todo nuestro planeta se convertirá en una ciudad uniforme.

Esteban Cossío volvió a sonreír con suavidad y se tendió al lado de Esther. La noche descendida acrecentó su espesor y los grillos se encargaron de ponerle la música adecuada. Durmió a ojos entrecerrados. Roncó. Despertó atragantado por su propia saliva y volvió a dormir. Ésa era la rutina circular de cada noche.

Cuando despertó, casi de madrugada, se sorprendió abrazando a Esther como varias veces en las que despertaba abrazándola. Pero, existía algo inexplicable en el espacio, aquel silencio pesado que se resistía a desaparecer, que no se marchaba. La claridad tan tenue que parecía nacida de la propia penumbra y no de un astro superior.

—Esther —llamó a media voz —Esther.

Con la palma de su mano extendida palpó el cuello de Esther con intenciones de despertarla de un letargo nocturno que sobrepasaba lo normal. Lo descubrió rígido y helado. Vio el rostro de Esther y percibió tonos lilas y azules que se entremezclaban en su piel. La cabeza empezó a darle vueltas y vueltas y, de un salto de pavor vertiginoso, salió de la cama.

—Esther —replicó, con la voz apagada y sin convicción.

Esther había muerto. Esteban Cossío, presa de un hipnotismo desconcertante, se quedó mirándola con impavidez. Sus ojos no daban crédito a lo que veían y su mente tejía telarañas de dudas oscuras que lo mareaban. Siempre supo que algo así habría de suceder, pero, jamás lo quiso creer. Se arrodilló ante el cuerpo de Esther. No lloró, pese a que pensó que lloraría.

—Esther —dijo una vez más, con ansias impotentes de despertarla —no, Esther, no seas cruel conmigo.

Esteban Cossío agachó la cabeza y ahí estaba, otra vez, ese silencio atosigante, acusativo, compañero y enemigo al mismo tiempo. No pudo soportar la presencia de tanta ausencia repentina y salió de su hogar sin rumbo fijo.

Volvió a cruzar el umbral de la puerta de su casa ya entrada la noche. Y pese a sus furibundos deseos de que alguien o algo le dijera que todo lo que vio no era más que una broma de mal gusto o una pesadilla asquerosa, no sucedió nada extraordinario. El cadáver de Esther se mantuvo en la misma posición que estaba cuando él salió. No habían espíritus que le hablaran desde las paredes, ni se oían los tortuosos graznidos de ningún cuervo. Nada. Tan sólo ese silencio total, letal.

Prendió una vela sobre la mesita de noche y se olvidó por completo del frío que lo circundaba. Puso una orquídea en flor al lado de la cabeza cada vez más congelada de Esther. Una orquídea carísima, que compró con lo último que le quedaba en la billetera de su pensión de jubilado. Recitó un poema melancólico que se sabía de memoria. Luego guardó un corto silencio y  le habló a la muerta:

—¿Recuerdas todo lo que hicimos estos cuarenta años? —carraspeó, tosió sin necesidad. —Yo no. Recuerdo lo que no hicimos. Los hijos que no pudimos tener. Los besos y abrazos que no nos pudimos regalar tras una discusión. Los viajes que no pudimos hacer. El tiempo que desperdiciamos durmiendo por las noches. Eso.

Durante el resto de la noche, Esteban Cossío se entregó al vacío y se dejó invadir por ese silencio indiscreto que terminó por acorralarlo sin compasión. Se dejó llevar por una totalidad que cada vez era más inmensa. Hasta el punto de sentirse invisible. Invisible, parte orgánica del silencio. Observó la impasible quietud de Esther sin parpadear. Leyó en cada arruga de su rostro líneas de una biografía que también era la suya. La vela terminó de consumirse y él seguía allí, sentado frente a Esther, hasta que arribó el amanecer impetuoso, acompañado de un gozoso trinar de pájaros que inauguraban el nacimiento de una nueva primavera. Un rayo de sol se filtró por la ventana e iluminó el rostro de Esteban Cossío. Él, ya parte de un todo inerte que era el silencio, ese silencio, no hizo nada por apartarse.

Hacia el atardecer, a pasos cansinos e inerme de alma, fue a casa de Danilo Sáenz para jugar una última partida de ajedrez.

—Ayer no viniste —dijo Danilo Sáenz en un tono de voz teñido de neutro, sin recriminación ni excesiva curiosidad.

—Ayer no vine —contestó él casi en un murmullo lo suficientemente decidido como para evitar cualquier respuesta.

Esteban Cossío movió la reina de manera transversal en el tablero, de izquierda a derecha, entregándola a un peón, sin darse cuenta de que esa jugada era terminal, fatal, un error infantil.

—Me dispongo a hacer un viaje largo —dijo, cuando el juego de la guerra duraba ya más de dos horas.

—¿Con Esther? —preguntó incrédulo, Danilo Sáenz.

—Ella ya partió.

—¿A dónde?

—Al sur —contestó Esteban Cossío, con la voz dubitativa, pretendiendo no sonar demasiado falsa.

—Jaque mate —dijo Danilo Sáenz después de una jugada corta.

—Bien. Volviste a ganar —contestó Esteban Cossío.

—¿Cuándo retornarán del sur?

—Cuando Esther lo decida.

—No te olvides de escribirme.

—No lo olvidaré.    

El reloj del comedor dio seis campanadas como cada día y Esteban Cossío se encaminó rumbo a su hogar.

Al llegar, saludó al silencio con un suspiro y subió las gradas. Se vistió parsimoniosamente con las ropas más elegantes de las que disponía y vistió también a Esther. Se tendió junto a ella y, decidido a morir, cerró los ojos con la fuerza más inmensa jurándose no tener que volver a abrirlos nunca. Nunca más.