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Sonia Falcone tiende un campo de color en Venecia

La obra que firma la boliviana es comentada por la crítica de arte y escritora de Aluna Art Foundation

/ 30 de junio de 2013 / 04:00

Campo de color, la pieza que Sonia Falcone presenta en la 55 Bienal de  Venecia, sintetiza la historia milenaria de las especias en una estructura minimalista por su composición repetitiva, pero que a su vez contiene un archivo del paladar del mundo.

En la creación de esta instalación geométrica (…) Falcone utilizó polvos de variadísimos colores y aromas inconfundibles: achiote, chocolate, pimienta, clavo, comino, anís, sal, café, curry, mate, wilkaparu, canela, nuez moscada, entre otras sustancias alimenticias cocidas y molidas. Así, reconecta con el arte contemporáneo esa “gramática” sensorial que funciona como signo de los múltiples ritos cotidianos del saber y del sabor.

Vistas desde arriba, las conformaciones repetitivas forman círculos de intensos colores y desde otra perspectiva semejan pequeños montículos. Ambas formas son evocadoras de múltiples asociaciones simbólicas y vitales, y en ese sentido se acercan a la tradición posminimalista, que de un modo particular cimentaron muchas artistas en EEUU.

Pero al mismo tiempo, la materia orgánica que Falcone utiliza es milenaria y no sólo incorpora la cocina a espacios de exhibición contemporánea, sino una antiquísima memoria histórica y literaria. Basta pensar que fue justamente la búsqueda de rutas comerciales para las especias lo que propició el encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y que su valor condujo a incontables travesías, alianzas o guerras, que fueron transformando la geopolítica del mundo.

No es otra cosa que la esencia de todo el planeta lo que contiene la enorme instalación con polvos de tonos sepia, índigo, rojo, verde, blanco, amarillo, rosa, fucsia, violeta, naranja, ocres y azules dispuestos en vasijas de arcilla redonda, a modo de un festín que excita tanto a los sentidos, como al placer del conocimiento ante un universo de referencias cruzadas, que conjugan tiempos distintos y ofrece un banquete estético de la diversidad.

Las 300 vasijas de arcilla, contenedoras de las coloridas especias en polvo, unifican Oriente y Occidente, recurriendo a la riqueza culinaria de la humanidad que se hace presente gracias al poder escultórico del olor. La mezcla de infinidad de aromas transforma el espacio circundante y ensancha la experiencia perceptiva de quien se adentra en este Campo de color. El espectador come con los ojos, huele los colores, aspira a hundir las manos en los polvos molidos y descubre en los patrones repetidos de las vasijas que se elevan desde la base circular, dispuesta en el suelo hacia el horizonte de su mirada, la noción de una inmensidad, maravillosamente contenida en el festín de Falcone.

La artista recurrió al viaje como método para crear esta pieza. Se desplazó a mercados localizados en distintos rincones del mundo y fue recolectando las múltiples especias que enriquecen las cocinas de todos los pueblos. Sus recorridos por las plazas populares donde se concentra la riqueza alimentaria, su andar de Bogotá a Beijing, de Ciudad de México a La Paz, remite a la pregunta planteada por Nicolás Borriaud en su libro Radicante, escrito justamente a partir de una experiencia de nomadismo: “¿Por qué se ha comentado tanto la globalización desde un punto de vista sociológico, político, económico y casi nunca desde una perspectiva estética? ¿Cómo afecta este fenómeno a la vida de las formas?” (Borriaud, 5-6). La respuesta que ofrece esta colorida y aromática instalación, contenedora de sabores de confines opuestos de la tierra, es al fin y al cabo conceptual: la vida de las formas que ahí se reúnen es tan múltiple como carente de jerarquías. Las numerosas especias representan tradiciones diversas, aquilatadas y dispuestas de tal modo que todas son homogéneas en su contribución a la celebración de la variedad. Ninguna predomina sobre la otra y ese balance genera una visión renovada, en la que es posible aventurarse a imaginar de nuevo aquellos sueños del modernismo que el avance del capitalismo salvaje desarticuló, puesto que las inequidades crecieron a la par del llamado “progreso”, y la celebración de lo diverso fue sólo una estratagema para distraer la rapiña de los mercados más poderosos.

Estamos así ante una obra que activa esa estética relacional de la que, también, hablaba Borriaud y su visión puede responder ciertamente a esa tarea que el teórico espera de los artistas cuando les pide imaginar, bajo cualquier latitud en la cual se encuentren, lo que podría ser la primera cultura verdaderamente mundial. Pero, al tiempo, nos recuerda: “Para que tal cultura emergente pueda nacer de las diferencias y singularidades, en lugar de alinearse en la estandarización vigente, tendrá que desarrollar un imaginario específico y recurrir a una lógica totalmente distinta de la que preside la globalización capitalista” (Borriaud, 17).

En ese sentido, la misma composición de Campo de color —que juega en su título con ese lenguaje pictórico modernista, que recurría a patrones geométricos y en algunos casos conservaba asociaciones con la naturaleza— retoma la utopía de un mundo donde no impere esa noción de la barbarie, que se remonta al modo en que los antiguos griegos veían con desdén a los extranjeros. Hoy los bárbaros serían, seguramente, esos hombres y mujeres migrantes que se instalan con sus costumbres autóctonas en espacios que acogen las mercancías de todas las latitudes, aportando su rica impronta cultural y diversificando el entramado social de Occidente.

El uso de coloridas, olorosas especias como gramática del lenguaje del arte contemporáneo, evoca de algún modo la obra del español Miralda, y su modo de reavivar el sentido del festín. Pero en la instalación de Falcone, la orgiástica sinestesia de los sentidos es un recurso para hacernos ver, oler, y finalmente desear palpar una suerte de cartografía unificadora de la abigarrada humanidad que se desplaza de Norte a Sur, de Oriente a Occidente, arrastrando consigo otros olores, otras costumbres de vida.

Dice el curador Manuel J. Borja-Villel que la cultura de masas no busca representar el mundo sino consumirlo, pero la representación del consumo alimenticio de Campo de color trasciende su propia materialidad, su propia sensualidad, y configura una visión del diálogo equilibrado entre culturas distintas. Más allá de lo visual y olfativo e incluso de lo táctil, la obra de Falcone presupone en su método de recolección, como en su modo de instalación y en la gramática que invita a leer, un sentido de movilidad y aproximación entre lo distante y lo diferente.

Algunos datos de la artista

Perfil
Sonia Falcone nació en Santa Cruz de la Sierra el 27 marzo de 1965, pero desde pequeña radica en EEUU.

Arte
Sus obras, que incluyen pintura y videoinstalaciones, han sido expuestas en Miami, Londres, Buenos Aires, Beijing, Caracas, Montevideo,    La Paz y Santa Cruz-Bienal de Arte 2010.

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Sonia Falcone tiende un campo de color en Venecia

La obra que firma la boliviana es comentada por la crítica de arte y escritora de Aluna Art Foundation

/ 30 de junio de 2013 / 04:00

Campo de color, la pieza que Sonia Falcone presenta en la 55 Bienal de  Venecia, sintetiza la historia milenaria de las especias en una estructura minimalista por su composición repetitiva, pero que a su vez contiene un archivo del paladar del mundo.

En la creación de esta instalación geométrica (…) Falcone utilizó polvos de variadísimos colores y aromas inconfundibles: achiote, chocolate, pimienta, clavo, comino, anís, sal, café, curry, mate, wilkaparu, canela, nuez moscada, entre otras sustancias alimenticias cocidas y molidas. Así, reconecta con el arte contemporáneo esa “gramática” sensorial que funciona como signo de los múltiples ritos cotidianos del saber y del sabor.

Vistas desde arriba, las conformaciones repetitivas forman círculos de intensos colores y desde otra perspectiva semejan pequeños montículos. Ambas formas son evocadoras de múltiples asociaciones simbólicas y vitales, y en ese sentido se acercan a la tradición posminimalista, que de un modo particular cimentaron muchas artistas en EEUU.

Pero al mismo tiempo, la materia orgánica que Falcone utiliza es milenaria y no sólo incorpora la cocina a espacios de exhibición contemporánea, sino una antiquísima memoria histórica y literaria. Basta pensar que fue justamente la búsqueda de rutas comerciales para las especias lo que propició el encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo, y que su valor condujo a incontables travesías, alianzas o guerras, que fueron transformando la geopolítica del mundo.

No es otra cosa que la esencia de todo el planeta lo que contiene la enorme instalación con polvos de tonos sepia, índigo, rojo, verde, blanco, amarillo, rosa, fucsia, violeta, naranja, ocres y azules dispuestos en vasijas de arcilla redonda, a modo de un festín que excita tanto a los sentidos, como al placer del conocimiento ante un universo de referencias cruzadas, que conjugan tiempos distintos y ofrece un banquete estético de la diversidad.

Las 300 vasijas de arcilla, contenedoras de las coloridas especias en polvo, unifican Oriente y Occidente, recurriendo a la riqueza culinaria de la humanidad que se hace presente gracias al poder escultórico del olor. La mezcla de infinidad de aromas transforma el espacio circundante y ensancha la experiencia perceptiva de quien se adentra en este Campo de color. El espectador come con los ojos, huele los colores, aspira a hundir las manos en los polvos molidos y descubre en los patrones repetidos de las vasijas que se elevan desde la base circular, dispuesta en el suelo hacia el horizonte de su mirada, la noción de una inmensidad, maravillosamente contenida en el festín de Falcone.

La artista recurrió al viaje como método para crear esta pieza. Se desplazó a mercados localizados en distintos rincones del mundo y fue recolectando las múltiples especias que enriquecen las cocinas de todos los pueblos. Sus recorridos por las plazas populares donde se concentra la riqueza alimentaria, su andar de Bogotá a Beijing, de Ciudad de México a La Paz, remite a la pregunta planteada por Nicolás Borriaud en su libro Radicante, escrito justamente a partir de una experiencia de nomadismo: “¿Por qué se ha comentado tanto la globalización desde un punto de vista sociológico, político, económico y casi nunca desde una perspectiva estética? ¿Cómo afecta este fenómeno a la vida de las formas?” (Borriaud, 5-6). La respuesta que ofrece esta colorida y aromática instalación, contenedora de sabores de confines opuestos de la tierra, es al fin y al cabo conceptual: la vida de las formas que ahí se reúnen es tan múltiple como carente de jerarquías. Las numerosas especias representan tradiciones diversas, aquilatadas y dispuestas de tal modo que todas son homogéneas en su contribución a la celebración de la variedad. Ninguna predomina sobre la otra y ese balance genera una visión renovada, en la que es posible aventurarse a imaginar de nuevo aquellos sueños del modernismo que el avance del capitalismo salvaje desarticuló, puesto que las inequidades crecieron a la par del llamado “progreso”, y la celebración de lo diverso fue sólo una estratagema para distraer la rapiña de los mercados más poderosos.

Estamos así ante una obra que activa esa estética relacional de la que, también, hablaba Borriaud y su visión puede responder ciertamente a esa tarea que el teórico espera de los artistas cuando les pide imaginar, bajo cualquier latitud en la cual se encuentren, lo que podría ser la primera cultura verdaderamente mundial. Pero, al tiempo, nos recuerda: “Para que tal cultura emergente pueda nacer de las diferencias y singularidades, en lugar de alinearse en la estandarización vigente, tendrá que desarrollar un imaginario específico y recurrir a una lógica totalmente distinta de la que preside la globalización capitalista” (Borriaud, 17).

En ese sentido, la misma composición de Campo de color —que juega en su título con ese lenguaje pictórico modernista, que recurría a patrones geométricos y en algunos casos conservaba asociaciones con la naturaleza— retoma la utopía de un mundo donde no impere esa noción de la barbarie, que se remonta al modo en que los antiguos griegos veían con desdén a los extranjeros. Hoy los bárbaros serían, seguramente, esos hombres y mujeres migrantes que se instalan con sus costumbres autóctonas en espacios que acogen las mercancías de todas las latitudes, aportando su rica impronta cultural y diversificando el entramado social de Occidente.

El uso de coloridas, olorosas especias como gramática del lenguaje del arte contemporáneo, evoca de algún modo la obra del español Miralda, y su modo de reavivar el sentido del festín. Pero en la instalación de Falcone, la orgiástica sinestesia de los sentidos es un recurso para hacernos ver, oler, y finalmente desear palpar una suerte de cartografía unificadora de la abigarrada humanidad que se desplaza de Norte a Sur, de Oriente a Occidente, arrastrando consigo otros olores, otras costumbres de vida.

Dice el curador Manuel J. Borja-Villel que la cultura de masas no busca representar el mundo sino consumirlo, pero la representación del consumo alimenticio de Campo de color trasciende su propia materialidad, su propia sensualidad, y configura una visión del diálogo equilibrado entre culturas distintas. Más allá de lo visual y olfativo e incluso de lo táctil, la obra de Falcone presupone en su método de recolección, como en su modo de instalación y en la gramática que invita a leer, un sentido de movilidad y aproximación entre lo distante y lo diferente.

Algunos datos de la artista

Perfil
Sonia Falcone nació en Santa Cruz de la Sierra el 27 marzo de 1965, pero desde pequeña radica en EEUU.

Arte
Sus obras, que incluyen pintura y videoinstalaciones, han sido expuestas en Miami, Londres, Buenos Aires, Beijing, Caracas, Montevideo,    La Paz y Santa Cruz-Bienal de Arte 2010.

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