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En busca de Marcel Proust

Cuando coetáneos suyos, como Anatole France, decían que “la vida es demasiada corta y Proust es demasiado largo”, no se figuraban que pasados 100 años de la publicación de Por el camino de Swan, en 1913, se festejaría con gran fanfarria la aparición del primer volumen de En busca del tiempo perdido y que los pasos del autor serían escudriñados, al minuto, por curiosos investigadores como Jean-Ives Tadié que dedicó 70 años para tratar de interpretar la vida y la obra de Marcel quien, antes de expirar el 18 de noviembre de 1922, ya degustó el sabor a la inmortalidad, al recibir el prestigioso premio Goncourt, por su A la sombra de las muchachas en flor.

Un lustro después, recién se completaría la publicación de los siete libros de su opus magna. Tampoco en esa época se pensaba que la historia de la literatura registraría con gozo las excentricidades que envolvían la personalidad de ese noctámbulo, débil desde su niñez, asmático crónico, cultor de la mundanidad, rico heredero, homosexual romántico, consumado snob (sensa nobleza) entre los nobles, ocioso inveterado en los quehaceres cotidianos, pero incansable trabajador, desde su lecho, en la fabricación de su catedral literaria interrumpida sólo por su muerte repentina provocada por una bronquitis mal curada.
 
¡A recordar! Coloquios, programas televisivos, artículos en revistas, reedición de sus escritos, iconografías diversas, 111 discos compactos de lectura a viva voz y hasta un culto a los despojos físicos que dejó florecen en remembranza suya. Basta destacar que su famoso abrigo de piel de nutria, con el que Marcel se envolvía para salir a la calle, es el tema central del precioso ensayo de la italiana Lorenza Foschine.

Toda esa proustmanía me empujó a desempolvar la edición Gallimard 1987 que en dos volúmenes editó La pléyade, forrada en cueriza, cada uno de 1.500 páginas en fino papel cebolla. Así comencé a recordar el tiempo perdido o invertido en esa lectura y a recitar —para mí mismo— la famosa primera frase del narrador: “Longtemps, je me suis couché de bonne heure”. Y claro que se acostaba temprano, pero sólo comenzaba a dormir a las ocho de la mañana, luego de haber estado escribiendo toda la noche, usando su porta-plumas Sergent-Major.

Celebrar este emblemático centenario también fue la ocasión para encuestar, particularmente entre las nuevas generaciones, la opinión que tienen acerca del estilo de Marcel. No son muchos quienes leyeron in extenso su producción, pero los expertos que se adentraron en ella descubrieron la identidad real de los personajes e infirieron que ciertos episodios que pueden no ser sino autobiográficos.

Las biografías que se redactaron acerca de Valentin Louis Georges Eugene Marcel Proust (10 de julio 1871- 18 de noviembre 1922) coinciden en casi una trayectoria lineal, desde su tierna infancia en Illiers —o sea Combray , la imaginaria aldea inventada por Proust— hasta su muerte en París, en la calle Hamelin  44.
En homenaje póstumo, señalemos algunos puntos fundamentales de su existencia. En primer lugar, el origen de su fortuna provenía de su madre, Jeanne Weil, cuya familia judía fabricaba porcelanas, en tanto que su abuela paterna modestamente mantenía una tienda de abarrotes. Llegando a la pubertad, aparece en Marcel una marcada indecisión sexual que lo lleva a enamorarse de algunos chicos de su curso.

Sólo más tarde, el escritor asumiría con madurez su orientación irremediablemente homosexual. Sus estudios culminan en una licenciatura en Derecho, pero su vocación por las letras es mayor y para ello cuenta con el aliento de su madre, a quien le une un cordón umbilical casi freudiano.

Arrastrando su inconfesable complejo, desea demostrar a su entorno exterior su hombría presentándose como voluntario al servicio militar. Sin embargo, cuando en 1914 estalla la Primera Guerra Mundial, grande es su decepción al ser dispensado del reclutamiento por motivos de su precaria salud.

El fracaso . Contemporáneamente, surge el affaire Dreyfus que lo conmueve. Frente a ello, adopta una actitud militante, apoyando decididamente el Yo acuso de Emile Zolá. Por esos días, su primera obrita publicada, Los placeres y los días, es un rotundo fracaso que lo retrata como apóstol de la mundanidad que, en verdad, le fascina. Sus frecuentes incursiones en los salones de tertulia patrocinados por princesas y condesas de empolvada cabellera no sólo le divierten, son también campo fértil para inspirarlo en la elaboración caricaturesca de sus figurines ya latentes en su búsqueda del tiempo perdido.

Sobre su origen hebreo —que reniega— le dice a algún contertulio: “Yo no soy judío, pero quien es judía es mi madre”. Sin embargo, pese a haber hecho su primera comunión, íntimamente se consideró siempre laico. En su vida sentimental, su primer gran amor brota a sus 23 años, hacia quien sería su amante favorito, el compositor franco-venezolano Reynaldo Hahn.

Pero otros compañeros de ruta en el lecho fueron jóvenes como Lucien Daudet (de la familia de Alfonse Daudet). Otra estación en sus proezas amorosas ocurre cuando recluta a Alfred Agostinelli como su secretario-dactilógrafo. Perdidamente enamorado de él, lo contrata “cama adentro”, junto a Anna, su concubina.

Seguramente hastiado de sus volcánicos avances, el muchacho, a quien Proust describe como “un ser extraordinario, que posee quizá los más grandes dones intelectuales que yo conozca”, huye de su amo hasta Antibes, donde como piloto aficionado aborda un avión que en 1914 se estrella en el mar. El galán perece curiosamente con 20.000 francos en sus bolsillos que olían a la generosidad de Marcel. Irónicamente, en una carta escrita el mismo día de la tragedia, Proust, desesperado por su ausencia, le ofrece obsequiarle un avión.

Es este Agostinelli quien aparece en La Prisionera como Albertine. En los pasajes más sensibles del texto se detecta la irrefrenable pasión que Marcel tenía por quien a sus 25 años, con su muerte, quebró la ilusión del misántropo, quien alguna vez musitó “el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir”.

Era un tiempo en el que los homosexuales no salían del clóset, ni ante sus padres. Es así que en una carta a su madre, le dice: “Sobre todo, no te apures en casarme”, refiriéndose quizá al enamoramiento fugaz con Marie de Benardaky que funge como Gilberte Swann en la novela.

Empeñado en exhibir valentía varonil, en 1896, reaccionando a una crítica desubicada de Jean Lorrain acerca de su primer libro, herido en su amor propio, lo reta a duelo, sin mayores consecuencias. Su ascensión literaria tampoco fue sencilla. Tuvo que resignarse por varios años a debutar como traductor de La Bible d’ Amiens de John Ruskin, ayudado por su madre que era perfectamente bilingüe.

Desde el dormitorio. Los años de guerra, confinado en su dormitorio, avanza sin pausa En busca del tiempo perdido, rompiendo la tradicional forma de narración en las ficciones literarias e inaugurando su propio estilo de fluidas frases interminables.

Una faceta singular en los escritos proustianos es la invención de nombres de lugares y de dramatis personae, hasta forjar alrededor de su cama todo un mundo sin haber viajado sino a algunas regiones de Francia y a Venecia, algo que lo marcó tanto como a su mentor John Ruskin.

Si Cabourg y el Gran Hotel en verdad existen, Balbec es una deformación de la aldea normanda Bolbec y Combray es simplemente Illiers. En cuanto a los participantes, quizá el perfil del barón Charlus, inspirado en el dandi Robert de Montesquiou, es la caricatura mejor lograda, motivo por el cual, habiéndose reconocido en el texto, el aludido quebró su relación amical con el autor.  

Jean-Ives Tadie, su biógrafo más cumplido, cuenta que algunos fantasmas excitaban a Marcel Proust sobremanera, sustentando su veracidad en múltiples testimonios. Cuenta la escena que ocurría en el hotel de paso para invertidos, ubicada en la rue de L’Arcade, donde se dice que Marcel pagaba para ver a un joven que se masturbaba a tiempo que un empleado acudía al locutorio portando una jaula llena de ratas, a las que se les pinchaba con alfileres. Tadie, enlaza ese cuadro con un pasaje de En busca del tiempo perdido, en el que el narrador sueña con sus propios padres encerrados en una jaula, transformados en ratas cubiertas de pústulas.

Por otra parte, notemos que los detractores de su obra, antes y después de su muerte colmaron cuartillas con juicios críticos no siempre correctos, desde André Gide, quien como consultor de la editorial Gallimard opinó que había que rechazar Por el camino de Swann, o el editor Alfred Humblot quien declaró: “No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir como se vuelve y revuelve en su cama antes de poder conciliar el sueño”. Ese tipo de obstrucciones llevan a Marcel a pagar en 1913, de su propio bolsillo, la mitad del costo de la primera edición de Por el camino de Swann y a convertirse en editor de sí mismo. Tarea complicada si se tiene en cuenta que su difícil manuscrito consistía en cuadernos, libretas y etiquetas coladas y superpuestas en páginas no numeradas. Porque, dicho sea de paso, Proust nunca cifraba sus escritos, ni ponía fecha a sus cartas personales que, según el coleccionista americano Phillip Kolb, de la universidad Urbana-Champaign de Chicago, llegan a 20.000 piezas.

Magnífico Marcel… que en En busca del tiempo perdido ha incluido 600 personajes que ahora sus biógrafos han ordenado en un diccionario onomástico, con equivalencias que identifican a los mismos en carne y hueso. La única que es mencionada con su verdadero nombre es Celestine Albaret, Celeste, su ama de llaves que con alma maternal cuida de Marcel los nueve últimos años de su vida. “Serán tus bellas manecitas las que me cerrarán los ojos” le habría dicho alguna vez el poeta, como que, en efecto, así fue.

Escudriñando En busca del tiempo perdido, con ayuda de un ordenador, he contabilizado que en el texto se menciona a 87 pintores entre clásicos y modernos, pero Eric Karpeles, en su libro Musee Imaginaire de Marcel Proust (Thames-Hudson) dice que son 100. Salvando el detalle, lo importante es la simbiosis que hace Marcel de las visiones de sus personajes con cuadros alusivos a la situación. Un episodio que leí últimamente se refiere a la muerte del supuesto escritor Bergotte que, en La Prisionera, cae muerto fulminado por la belleza del cuadro de Vermeer Vue de Delft, musitando: “Es así que yo debiera haber escrito. Mis últimos libros son demasiado secos, necesitaba haber pasado varias capas de color, tornando mi frase realmente preciosa, como ese pequeño pan de muro amarillo”.

El dinero. Entrando a terrenos prosaicos, Jerome Dupuis en una irreverente crónica titulada La bolsa o la vida, apoyado en datos verificados, establece que Proust heredó en bonos y metálico un total de 1.204.000 francos y 142.000 en bienes raíces. El inveterado investigador equipara esa suma a cinco millones de euros actuales, lo que le daba a Marcel una renta anual equivalente a 180.000 euros.

Dupuis dice también que Proust regentaba su portafolio desde su almohada, instruyendo —según su intuición— a su consejero financiero a comprar o vender bonos siguiendo la onomatopeya poética del nombre de las inversiones. Por ejemplo, invertía en títulos y obligaciones como en los tranvías de México, el ferrocarril de Tanganica, Malacca rubber plantations, North Caucasian o Ural Caspian.

La guerra de 1914 fue un rudo golpe para la economía de Marcel, tanto como el impacto negativo en sus refinados gustos y su alto tren de vida, sus suntuosas cenas en el Ritz y las exorbitantes propinas que acostumbraba dar a los botones, porteros y garzones. Sólo esos índices explican el regalo de un avión que prometió a su más grande amor, su infortunado secretario-aviador, inmortalizado como Albertine en su monumental obra. Marchita la ilusión de su vida, Marcel decía “los días pueden ser iguales para un reloj, pero no para un hombre”.

Títulos aparecidos en español

Los placeres y los días (1896)
En busca del tiempo perdido (1913-1927):
• Por el camino de Swan
• A la sombra de las muchachas en flor
• El mundo de Guermantes
• Sodoma y Gomorra
• La prisionera
• La fugitiva
• El tiempo recobrado
Parodias y misceláneas (1919)
Celos (1921)
Crónicas (1927)
Jean Santeuil (póstuma)
Contra Saint Beuve
Una pescadora (cuento)