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El poder que se escapó entre los dedos

Una obra teatral recrea un episodio poco conocido de la vida del Mariscal Santa Cruz, su prisión en Chillán, Chile

/ 18 de agosto de 2013 / 04:00

Andrés de Santa Cruz e Ignacio Domeyko, extraña combinación de dos personajes notables. Carlos Cordero, historiador de teatro, dramaturgo, hombre apasionado por la política y las culturas bolivianas, escoge en Chillán, la Silla del Sol el momento menos conocido de la azarosa vida de Andrés de Santa Cruz, para hacer una parábola sobre el drama de la pérdida y la nostalgia del poder.

El autor va sin embargo más allá, al incorporar una figura singular y de contraste, la del científico polaco-chileno Ignacio Domeyko que le da un giro particular a la trama, un curioso duelo dialéctico entre la reflexión humanística y la conciencia del poder y la acción. Santa Cruz es aquí —en la pieza teatral— el gran prisionero atrapado en la evidencia que le cuesta aceptar de lo que nunca más será. Hay un cierto patetismo en su reclamo: “Soy un caballero de la Legión de Honor francesa, ¡carcelero! Fui Supremo Protector. Me debe respeto. He dirigido Estados”.

De un modo trágico el prócer, acosado por sus demonios interiores, está preso más allá de lo físico y lo deja traslucir en su primer encuentro con el hombre de ciencia. Domeyko, más reflexivo, ironiza sobre la naturaleza del viejo imperio de los incas y los esfuerzos del Mariscal por construir una República Confederada. Hay en esa discusión entre ambos un tono intencionalmente ambiguo, que juega entre la supuesta ignorancia de quien cuestiona al político y la agresividad de quien retruca con la misma ácida moneda.

Cordero se acerca al interior de los espíritus de sus cuatro personajes, quienes alternan miradas personales, ideas, extracción social, percepciones de presente y de futuro.

Las brumas del pasado son una constante. Como las nubes que se envuelven y se desenvuelven en el cielo, Santa Cruz trae siempre el pasado a su memoria, lo recorre una y otra vez, escucha marchas ominosas, reclama su jerarquía que en los hechos ha desaparecido en la prisión, pelea con el fraile, su amigo, reclama sobre sus limitaciones y su condición material a la modesta carcelera, Aurora… Hasta que llega el instante de mayor tensión de la obra en la batalla verbal y física del gran prisionero con Domeyko, todo sobre el papel y la tinta. Es una lectura correcta e incisiva. El papel es el único poder posible para el hombre despojado de todo otro oropel, la posibilidad de hablar, de ser escuchado, de hacerlo a través de un manifiesto a los pueblos que gobernó y que el carcelero sojuzga.

Es inevitable la referencia a Elba y la melancolía del corso. El autor de Chillán, la Silla del Sol logra un tono melancólico, de desmoronamiento, de imposibilidad que atenaza y que le da sentido a la trama. La arbitrariedad de tres presidentes y tres gobiernos (Chile, Perú, Bolivia) que, caso único en la historia latinoamericana, firmaron un tratado internacional con el único objetivo de mantener preso a un hombre, da una idea de la dimensión del personaje. Por eso cobra mayor hondura su desnudez e inermidad, su rabia incontenible, sus miedos, su accionar obsesivo en torno a una sola cuestión, aquella que dominó su vida: la política y la construcción de la Confederación Perú-Boliviana.

Domeyko es quien mueve las fichas y las coloca al revés. Para él, Santa Cruz es un “reyezuelo” destronado. El Mariscal, herido, recuerda sus viejas glorias y busca desmoronar los sutiles argumentos del científico.

Pero hay algo que en la obra está siempre por encima de la propia cárcel de Chillán. El apellido de su verdadero carcelero no es el general Benjamín Viel, sino Manuel Bulnes, el presidente chileno que lo venció en Yungay y frustró su gran sueño. También como un fantasma opresivo —marcha militar mediante— el violento joven peruano Santiago Salaverry derrotado y fusilado por el Protector.

El poder como un todo, pero el poder efímero que se escapa entre los dedos, el poder como una necesidad. La libertad como un ansia. El ilustre preso no puede escribir, ésa es su carga mayor. Pero a su favor está el temor de sus carceleros por la fuerza ya probada de su prestigio y sus cartas a los gobernantes de Europa y América que aún lo consideran un gran estadista injustamente encarcelado.

Carlos Cordero ha hecho en esta sobria obra teatral el retrato de alguien caído en desgracia, que es lo mismo que el desnudamiento de un alma atormentada. En cuatro vidas se puede mirar esos curiosos meandros de lo humano.

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Una obra teatral recrea un episodio poco conocido de la vida del Mariscal Santa Cruz, su prisión en Chillán, Chile

/ 18 de agosto de 2013 / 04:00

Andrés de Santa Cruz e Ignacio Domeyko, extraña combinación de dos personajes notables. Carlos Cordero, historiador de teatro, dramaturgo, hombre apasionado por la política y las culturas bolivianas, escoge en Chillán, la Silla del Sol el momento menos conocido de la azarosa vida de Andrés de Santa Cruz, para hacer una parábola sobre el drama de la pérdida y la nostalgia del poder.

El autor va sin embargo más allá, al incorporar una figura singular y de contraste, la del científico polaco-chileno Ignacio Domeyko que le da un giro particular a la trama, un curioso duelo dialéctico entre la reflexión humanística y la conciencia del poder y la acción. Santa Cruz es aquí —en la pieza teatral— el gran prisionero atrapado en la evidencia que le cuesta aceptar de lo que nunca más será. Hay un cierto patetismo en su reclamo: “Soy un caballero de la Legión de Honor francesa, ¡carcelero! Fui Supremo Protector. Me debe respeto. He dirigido Estados”.

De un modo trágico el prócer, acosado por sus demonios interiores, está preso más allá de lo físico y lo deja traslucir en su primer encuentro con el hombre de ciencia. Domeyko, más reflexivo, ironiza sobre la naturaleza del viejo imperio de los incas y los esfuerzos del Mariscal por construir una República Confederada. Hay en esa discusión entre ambos un tono intencionalmente ambiguo, que juega entre la supuesta ignorancia de quien cuestiona al político y la agresividad de quien retruca con la misma ácida moneda.

Cordero se acerca al interior de los espíritus de sus cuatro personajes, quienes alternan miradas personales, ideas, extracción social, percepciones de presente y de futuro.

Las brumas del pasado son una constante. Como las nubes que se envuelven y se desenvuelven en el cielo, Santa Cruz trae siempre el pasado a su memoria, lo recorre una y otra vez, escucha marchas ominosas, reclama su jerarquía que en los hechos ha desaparecido en la prisión, pelea con el fraile, su amigo, reclama sobre sus limitaciones y su condición material a la modesta carcelera, Aurora… Hasta que llega el instante de mayor tensión de la obra en la batalla verbal y física del gran prisionero con Domeyko, todo sobre el papel y la tinta. Es una lectura correcta e incisiva. El papel es el único poder posible para el hombre despojado de todo otro oropel, la posibilidad de hablar, de ser escuchado, de hacerlo a través de un manifiesto a los pueblos que gobernó y que el carcelero sojuzga.

Es inevitable la referencia a Elba y la melancolía del corso. El autor de Chillán, la Silla del Sol logra un tono melancólico, de desmoronamiento, de imposibilidad que atenaza y que le da sentido a la trama. La arbitrariedad de tres presidentes y tres gobiernos (Chile, Perú, Bolivia) que, caso único en la historia latinoamericana, firmaron un tratado internacional con el único objetivo de mantener preso a un hombre, da una idea de la dimensión del personaje. Por eso cobra mayor hondura su desnudez e inermidad, su rabia incontenible, sus miedos, su accionar obsesivo en torno a una sola cuestión, aquella que dominó su vida: la política y la construcción de la Confederación Perú-Boliviana.

Domeyko es quien mueve las fichas y las coloca al revés. Para él, Santa Cruz es un “reyezuelo” destronado. El Mariscal, herido, recuerda sus viejas glorias y busca desmoronar los sutiles argumentos del científico.

Pero hay algo que en la obra está siempre por encima de la propia cárcel de Chillán. El apellido de su verdadero carcelero no es el general Benjamín Viel, sino Manuel Bulnes, el presidente chileno que lo venció en Yungay y frustró su gran sueño. También como un fantasma opresivo —marcha militar mediante— el violento joven peruano Santiago Salaverry derrotado y fusilado por el Protector.

El poder como un todo, pero el poder efímero que se escapa entre los dedos, el poder como una necesidad. La libertad como un ansia. El ilustre preso no puede escribir, ésa es su carga mayor. Pero a su favor está el temor de sus carceleros por la fuerza ya probada de su prestigio y sus cartas a los gobernantes de Europa y América que aún lo consideran un gran estadista injustamente encarcelado.

Carlos Cordero ha hecho en esta sobria obra teatral el retrato de alguien caído en desgracia, que es lo mismo que el desnudamiento de un alma atormentada. En cuatro vidas se puede mirar esos curiosos meandros de lo humano.

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