Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 10:43 AM

Emilia en la distancia

Textos que Migran presentó una versión de la  obra de Lessing con dos directores

/ 25 de agosto de 2013 / 04:00

El director boliviano Percy Jiménez y su colega alemán Tilman Raabke hicieron amistad antes aun de pensar en montar juntos Emilia Galotti, la obra del dramaturgo germano G. E. Lessing.

Uno se dejó conquistar por el teatro del otro; hubo una mediación del Goethe Institut para facilitar un trabajo conjunto y así, muy a tono con el sentido de Textos que Migran —el proyecto de Jiménez—, ambos decidieron que la historia de amor, poder e injusticia creada por Lessing en el siglo XVIII para apuntar contra la sociedad que le tocó atestiguar, tenía los elementos para migrar.

El resultado es una obra de dos horas y 20 minutos, tiempo suficiente para que el espectador se formule ya en la sala todo tipo de preguntas, no necesariamente acerca de la tragedia del amor entrampado por el poder cínico, sino sobre la elección de los codirectores para darle forma aquí y ahora.

El gran cuestionamiento tiene que ver, justamente, con el tiempo y el lugar en el que aterrizan la joven Emilia (Natalia Peña), su sumisa madre (Mariana Vargas), su distante padre (Pedro Grossman) y su novio el conde Appiani (Diego Revollo) —no todos muy bien avenidos con el poder del enamoradizo príncipe (Andrés Rojas)—, la amante despechada del príncipe, la condesa Orcina (Soledad Ardaya), y el manipulador marqués Marinelli (Cristian Mercado), una especie de Yago, quien en verdad maneja los hilos de la tragedia.

No es que las ropas modernas no puedan dialogar con títulos nobiliarios. No es que esté vedado inventarse otras realidades. Pero, como está planteada la Emilia de Jiménez y Raabke, su historia aparece tan distante, tan perdida en algún no-tiempo, no-lugar, que la razón tanto como la emoción se fatigan en el afán de conectar con las implicaciones morales, éticas o sociales de la obra.

Es en lo estético, en cambio, que surge el interés, aunque para los fines de una obra teatral esto no sea suficiente. Se presenta como desafiante el tono uniforme impuesto a la narración, la contención de los actores, el espacio vacío y oscuro detrás de una gran mesa que lo es todo: el despacho palaciego, el hogar de los Galotti, la casa de retiro del príncipe, la sociedad misma victimando a la más débil (un cuadro poderoso y bello el del final). Es vital, en todo ello, la labor de Cristian Mercado, Mariana Vargas, Soledad Ardaya y Pedro Grossman; son ellos los que hacen del fluir monótono de las palabras, de las miradas, un notable instrumento de disección. Oficio, se le llama. No es el caso de Natalia Peña y Andrés Rojas, debutantes en estas lides, que si bien cumplen su trabajo y se integran al conjunto, dejan entrever demasiado las marcaciones de la dirección.

La obra presentada en el Teatro Municipal devela un encuentro de miradas, de formas de trabajar, de concebir el teatro; parte y contraparte de similar peso: ¡Si tan sólo Emilia fuese más contemporánea nuestra!

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Tenemos otros sueños

El sábado, la periodista Karen Gil presentó su libro de crónicas en la Feria Internacional del Libro

/ 8 de agosto de 2018 / 11:00

Escribir una buena crónica podría compararse con la habilidad y talento para componer una obra musical. El compositor debe haber aprendido a dominar el oficio de tal manera que le sea propio el manejo de los elementos de descripción, testimonio, datos —muchos datos—, para colocarlos en proporciones y en sucesión tal que quien se acerque a interpretar la obra —leerla— se deje llevar por el ritmo, se sorprenda por los movimientos propuestos, y sea capaz de hacerse a la idea, lo más próxima posible, de la realidad —exterior e interior— que late en dicha obra.

Karen Gil, periodista, nos entrega, en este sentido, una partitura para voces femeninas titulada Tengo otros sueños. Voces solistas, si se considera una por una las historias particulares de siete mujeres bolivianas, muy distintas una de otra, y para coro de mil y una voces si se atiende al conjunto que entonces, en virtud de la sucesión de dichas historias, deja el plano del caso particular para convertirse en fenómeno. Un fenómeno social que habla de discriminación, de violencia, de marginación, de indefensión.

La autora narra: describe y exprime el lenguaje para darle fuerza, y belleza, a lo que ve, huele, toca, escucha o saborea. Por eso, quien la lee, cree haber visto cómo la hijita de Eugenia, madre soltera y migrante rural en busca de trabajo, “ríe a carcajadas al ver las sombras de los árboles”. O puede sentir la mirada del presidente del Concejo de Collana fija en la joven alcaldesa Bertha, a quien se estuvo a punto de obligar a renunciar: “La mira como si estuviera delante de una niña que dice tonterías”. Y hasta aspira el olor del pollo al spiedo que come Luna, la mujer a quien “llamaban Rudy Cristian” cuando la hacían sentir “que la niña del espejo solo debía quedarse allí, en el espejo”.

Lo destacable de las crónicas escritas por Karen es que no se pierden, pese a lo bien logradas, en las descripciones. En el momento preciso ella aporta con información: leyes, cifras, casos similares. Periodismo del bueno, del que se agradece porque es el lector quien tiene la palabra final para interpretar y reflexionar sobre causas y consecuencias.

Algo más. Se suele decir que el periodista no debe involucrarse con su fuente. Que lo más sano es mantener una distancia objetiva. Karen Gil hace también lo contrario: camina al lado de las mujeres a las que retrata, paga la comida que comparte con alguna de ellas, se ríe con ellas. Se involucra y nos involucra a todas —ojalá a todos— en las pesadillas y sueños de Bertha, Eugenia, Luna, Estefanía, Daniela, Adela y Justa. Para algo así existe el periodismo.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Emilia en la distancia

Textos que Migran presentó una versión de la  obra de Lessing con dos directores

/ 25 de agosto de 2013 / 04:00

El director boliviano Percy Jiménez y su colega alemán Tilman Raabke hicieron amistad antes aun de pensar en montar juntos Emilia Galotti, la obra del dramaturgo germano G. E. Lessing.

Uno se dejó conquistar por el teatro del otro; hubo una mediación del Goethe Institut para facilitar un trabajo conjunto y así, muy a tono con el sentido de Textos que Migran —el proyecto de Jiménez—, ambos decidieron que la historia de amor, poder e injusticia creada por Lessing en el siglo XVIII para apuntar contra la sociedad que le tocó atestiguar, tenía los elementos para migrar.

El resultado es una obra de dos horas y 20 minutos, tiempo suficiente para que el espectador se formule ya en la sala todo tipo de preguntas, no necesariamente acerca de la tragedia del amor entrampado por el poder cínico, sino sobre la elección de los codirectores para darle forma aquí y ahora.

El gran cuestionamiento tiene que ver, justamente, con el tiempo y el lugar en el que aterrizan la joven Emilia (Natalia Peña), su sumisa madre (Mariana Vargas), su distante padre (Pedro Grossman) y su novio el conde Appiani (Diego Revollo) —no todos muy bien avenidos con el poder del enamoradizo príncipe (Andrés Rojas)—, la amante despechada del príncipe, la condesa Orcina (Soledad Ardaya), y el manipulador marqués Marinelli (Cristian Mercado), una especie de Yago, quien en verdad maneja los hilos de la tragedia.

No es que las ropas modernas no puedan dialogar con títulos nobiliarios. No es que esté vedado inventarse otras realidades. Pero, como está planteada la Emilia de Jiménez y Raabke, su historia aparece tan distante, tan perdida en algún no-tiempo, no-lugar, que la razón tanto como la emoción se fatigan en el afán de conectar con las implicaciones morales, éticas o sociales de la obra.

Es en lo estético, en cambio, que surge el interés, aunque para los fines de una obra teatral esto no sea suficiente. Se presenta como desafiante el tono uniforme impuesto a la narración, la contención de los actores, el espacio vacío y oscuro detrás de una gran mesa que lo es todo: el despacho palaciego, el hogar de los Galotti, la casa de retiro del príncipe, la sociedad misma victimando a la más débil (un cuadro poderoso y bello el del final). Es vital, en todo ello, la labor de Cristian Mercado, Mariana Vargas, Soledad Ardaya y Pedro Grossman; son ellos los que hacen del fluir monótono de las palabras, de las miradas, un notable instrumento de disección. Oficio, se le llama. No es el caso de Natalia Peña y Andrés Rojas, debutantes en estas lides, que si bien cumplen su trabajo y se integran al conjunto, dejan entrever demasiado las marcaciones de la dirección.

La obra presentada en el Teatro Municipal devela un encuentro de miradas, de formas de trabajar, de concebir el teatro; parte y contraparte de similar peso: ¡Si tan sólo Emilia fuese más contemporánea nuestra!

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Bernardo Peña: ‘Actuar me dio todo lo que soy’

Ha actuado en series norteamericanas como ‘La ley y el orden’, pero quería trabajar en Bolivia; pronto se le verá en cine y en teatro

/ 21 de julio de 2013 / 04:00

Habla un español boliviano. Nadie diría que vive en Estados Unidos desde los ocho años y que su inglés es perfecto, aunque podría parecer, si él lo decide, que es el de un árabe, de un mexicano o de cualquier otra nacionalidad que su trabajo de actor le exija. Esa facilidad, más su capacidad para transformarse físicamente, le ha valido papeles en series norteamericanas como La ley y el orden, Numb3rs y Southland.

Bernardo Peña Paz, nacido en Cochabamba el 3 de octubre de 1974, dice que en la distancia su “bolivianidad” fue alimentada por una abuela amantísima que los recibió, a su madre Mercedes Paz Berdecio y a él, en Sacramento (California), el 26 de septiembre de 1982.

“Mi mamá trabajaba por largas horas y, además, había retomado la universidad para terminar sus estudios”, cuenta quien estará en Bolivia hasta casi fin de año para satisfacer las ganas que tenía de hacer cine y teatro en ésta su tierra natal.

La abuela, por tanto, “ayudó a criarme; me acuerdo que le encantaba entretener a los muchos parientes o amigos que iban a cenar”, reuniones que casi siempre terminaban en baile. También “me enseñó a cocinar y a jugar ajedrez”.

Días felices. Los fines de semana, “era el tiempo para que mi mamá y yo estuviésemos juntos; nos subíamos a un pequeño autito rojo que ella tenía, un Capri, y nos íbamos a San Francisco, escuchando y cantando los temas de Lionel Ritchie y Stevie Wonder; a veces sólo íbamos por un día, otras, nos quedábamos en la casa de algún amigo o pariente”.  
Ir al cine y al teatro era también parte de la diversión familiar, “aunque lo que más me gustaba hacer, cuando mi mamá me lo permitía, era quedarme despierto hasta tarde en sábado para ver Saturday Night Live, un show cómico filmado en vivo”. De esas veladas televisivas se le quedaron grabadas las escenas “de los grandes de esa época, Eddie Murphy, Chevy Chase y Steve Martin, improvisando —haciendo cosas increíbles con sus cuerpos y voces— y quizás fue así que me comenzó a gustar la actuación… no sé”.
Peña es uno de los protagonistas de la película Olvidados, sobre las secuelas del Plan Cóndor ejecutado por las dictaduras sudamericanas, producida y actuada por Carla Ortiz y dirigida por el mexicano Carlos Bolado, que se filmó en el país el año pasado y que está en etapa de posproducción. Y hace poco, también junto a Ortiz, actuó en el film de acción y suspenso Xibalba, rodado en Quintana Roo (México) y que tiene la cultura maya como motivo.
Los tíos del actor por el lado materno son artistas de la pintura y la escultura, de manera que de niño lo que Peña tenía claro es que iba a ser artista. Y hacia ese campo dirigió sus pasos en la universidad en Sacramento, aunque paralelamente tomó una clase de introducción a la actuación, en vez de la de oratoria “que necesitaba, pero a la que le tenía mucho miedo; era muy tímido y no me gustaba hablar frente a mucha gente”.
Su rumbo cambió de arte y, luego de “muchas obras de teatro y montón de talleres y clases de actuación, en enero de 2000 me mudé a Los Angeles y conseguí mi primer trabajo como actor profesional en un comercial de Miller Lite (cerveza). Con ese trabajo logré el derecho de entrar a la unión de actores (SAG, Screen Actors Guild)”. Vinieron luego papeles en episodios de dos telenovelas, The Young and The Restless y Passions, pero “aunque de vez en cuando ganaba roles en spots publicitarios o producciones de televisión, la vida de actor no era nada fácil”.
Seguía estudiando actuación y yendo a audiciones; “pero durante muchos años tuve que conseguir otros trabajos para sobrevivir y pagar mis talleres. Trabajé de mesero, mensajero, operador de teléfonos, cocinero, de todo un poco”.
En 2004 se casó y con su esposa Jackie se mudaron a la Costa Este. “En ese tiempo recibí una llamada de Los Angeles de mi gran amigo y cineasta boliviano Gory Patiño, quien había escrito un guion e iba a dirigir su primer largometraje, Cielito lindo”. En ese film asumió el rol de un policía federal. “Rodando en México, me sentía jugando a los vaqueros, como cuando era niño, sólo que esta vez con un presupuesto de alrededor de un millón de dólares”.

Oportunidades. Al terminar, ya en Nueva York, se dio la oportunidad de presentarse a una audición para la serie de Tv La ley y el orden. “Cuando me dieron el texto, me di cuenta de que era para el papel central de un episodio: un árabe acusado de terrorismo”. El día de la audición le pusieron al final de todos los participantes, entre los que vio a muchos actores de origen árabe. “Casi me salgo con la cola entre las piernas, pero decidí quedarme; dos días después supe por mi agente que el papel era mío”. Sam Waterston, con quien actuó en la serie, le dijo unas palabras que Peña no olvida: «This is just the beginning (Esto es sólo el comienzo)».
Y en verdad que desde entonces se le abrieron más oportunidades, en series y en campañas de publicidad, por ejemplo para Burger King, Saturn, Budweiser y Honda.
Estaba bien, “pero tenía el anhelo de volver a Bolivia a trabajar en producciones nacionales”, lo que se dio gracias a un reencuentro con Carla Ortiz, que le invitó a ser parte de Olvidados, un film basado en la historia original escrita por Mauricio D’Avis, ambos cochabambinos.
“En La Paz, para comenzar a rodar, me encontré con un elenco de actores conocidos y respetados en la comunidad del cine internacional y con el rol del hijo de un general de la era de las dictaduras de los 70 y 80, interpretado por Damián Alcázar, uno de los actores más grandes de Latinoamérica”.
Pese a la experiencia y a las ganas, el primer día del rodaje fue difícil. “Tenía que llorar y después de seis o siete tomas, el director dijo ‘corte’ y quizás fue mi imaginación pero sentí que él no estaba contento y le rogué una toma más”. Apeló a los recursos aprendidos, “me acordé de una técnica creada por Stanislavski —el gesto físico para darse un impulso emocional— y besé la frente de mi padre (Alcázar), lo que me descompuso emocionalmente y empecé a llorar a moco tendido”.  
En Los Angeles actuó en un thriller, Everlasting, de Anthony Stabley; pero ya las ganas de hacer más cosas en Bolivia eran irrefrenables. “Siento que el cine boliviano está convirtiéndose en algo muy especial y reconocido mundialmente. Sé que en los últimos años se ha hecho buen cine, hasta obras maestras, pero también está surgiendo un nuevo cine y, para mí, tener la oportunidad de ser parte de eso, ahora y aquí, me emociona tremendamente”.  

Salto a La Paz. Gory Patiño —que también retornó de EEUU para trabajar en Bolivia en publicidad, teatro y cine—, junto al cineasta español Luis Fernández Reneo desarrolla un proyecto, Pseudo, un thriller urbano que trajo a Peña a La Paz. “Me vine con toda la familia (hasta el perro) para ayudar a producir y actuar en la película”. El film será producido por Germán Monje, director de Hospital Obrero, y contará con actores como Juan Carlos Aduviri (También la lluvia), Cristian Mercado (Contracorriente), Luigi Antezana (Las bellas durmientes) y Fernando Arze (director de Arte en teatro), entre otros.
Este último director ha creado, asimismo, espacios para que Peña suba a escena. El público paceño podrá verlo en acción dos fines de semana de fines de agosto, junto a Andrea Ibáñez, en El pacto, obra de Camila Urioste. Y más adelante, en fechas por definir, en la obra de Ariano Suassuna, El santo y la chancha, junto a Luigi Antezana, Soledad Ardaya, Daniela Lema, Diego Revollo, Luis Caballero y Débora Castillo.
Por si todo ello no fuese suficiente, la publicidad ha demandado el tiempo del actor. Él es quien protagoniza los anuncios de Inti, trabajos de los que él se declara  satisfecho y orgulloso.
Con toda la experiencia obtenida, Peña está listo para definir lo que según él es la actuación. “Es un arte expresivo en el que el actor puede usar todo su ser físico, emocional e intelectual para crear un personaje”, dice y remarca que las dos herramientas más importantes de que se dispone son las experiencias personales y la imaginación. Lo primero “le da al actor todo el contenido emocional que necesite para cualquier interpretación”, lo segundo “es algo que hemos usado desde niños —y que a veces descuidamos— ”. En su memoria, como ha expuesto en el principio de esta entrevista, “quedan los juegos de vaqueros, y los de robots y astronautas, “y sé que en mi mente, me convertía efectivamente en ellos; por eso, como actores tenemos el requerimiento de entregarnos a un personaje como en aquellas épocas de infancia”.
Para lograrlo profesionalmente, un actor “debe prepararse y estudiar todos los métodos, técnicas y estilos que se pueda, para entonces escoger y crear el estilo o método propio”. Es un arte interpretativo “en el que los resultados son únicos para cada actor; en pintura, alguien puede recrear, replicar una obra maestra con gran exactitud, pero un actor no puede hacer lo propio con la interpretación de Marlon Brando, Peter Sellers o Kevin Spacey”, con lo que además Peña nombra a los artistas cuyo trabajo más admira.
“¿Qué me ha dado la actuación? Pues una forma de expresarme libremente, sin miedo. Sin ella, nunca hubiera ido al Sur de California, nunca hubiera conocido a mi esposa, mejor amiga y madre de tres increíbles hijos; no hubiera conocido a quienes considero mis mejores amigos y colegas. Me dio una forma de apreciar todo lo que se presenta en mi camino, de compartir mis experiencias de una forma positiva… no sé, me dio todo lo que soy”.
Antes de fin de año, la familia Peña, con perro incluido, dejará el hogar paceño de la zona de Achumani para retornar a EEUU. “Ha sido una experiencia lindísima vivir en La Paz estos
meses”, declara el cochabambino. “Nuestros tres hijos se adaptaron rápidamente; el mayor de ellos nos sorprendió en el almuerzo cuando empezó a contar en aymara del 1 al 10. Bolivia realmente es un lugar mágico”.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Lampo remarca las huellas de lo cotidiano

La exposición de obras en las que se funden fotografía y pintura  se halla en el Espacio Patiño. El universo lo componen también los objetos más cercanos, propone la artista

/ 14 de julio de 2013 / 04:00

Hace tiempo que la artista Cecilia Lampo se dedica a recolectar imágenes con ayuda de su cámara fotográfica: paisajes, objetos. Y hace mucho también que esas fotos no se quedan así nomás, sino que son intervenidas por la pintora que también es Lampo. Esta vez, la exposición que ofrece el Espacio Simón I. Patiño de La Paz está dedicada a lo cotidiano, lo que pasa a diario por los sentidos de las personas sin que éstas reparen realmente en su existencia.

Huellas de lo cotidiano se llama la muestra de fotografías que en una de sus partes fundamentales tiene un jarro como motivo. Cuenta Lampo que se topó con ese objeto en la casa de una amiga, cuyo padre es el dueño del recipiente de metal. En él destaca el nombre del propietario —Javier Bilbao La Vieja— grabado a mano y una fecha: 10 de junio de 1955, Curahuara.

Hay que saber que ese lugar de Oruro, Curahuara de Carangas, en aquel año era un campo de confinamiento para los opositores políticos del Movimiento Nacionalista Revolucionario. “El tema me toca de cerca, pues un tío mío estuvo también confinado y mi padre igualmente, aunque en otro lugar”. Pero no es tanto el hecho político lo que conmueve a la pintora y fotógrafa, sino la huella que le hace preguntarse por “la necesidad que habrá sentido el dueño del jarro de definir su espacio, de cómo veía la vida”.

El aludido es un hombre ecuánime, moderado, según lo ve Lampo que es tan amiga de la hija, Carmen Bilbao, también artista, y que por ello llegó hasta aquel objeto que desencadenó una serie de imágenes.

Huellas y más huellas. El viejo jarro, desportillado, adquiere entonces una presencia poderosa. Su única cara cilíndrica rota en las imágenes; se explora en su interior, su asa, su base. Tres grandes fotos lo muestran “tal cual es”. Y luego se lo descompone para armar una especie de rejas. Y también las fotos ganan manchas de pintura, sutiles o encubridoras, que recuerdan que antes de nosotros hubo alguien mirándolas, trabajándolas, manipulándolas.

Con tal experiencia en la retina se puede pasar a otro espacio que la exposición abre al espectador y que presenta varias fotografías enmarcadas a la manera de ventanas. Tazas, platos y otros utensilios para beber o comer que pertenecen a la propia Lampo, a su madre, a conocidos suyos: una diseñadora, un arquitecto, una historiadora, un monje, un ama de casa, un geólogo se abren como ventanas en los muros desde sus marcos de madera.

Hay objetos utilitarios, diseños de los años 50 y hasta una antigua batidora de cristal con la que la niña Cecilia ayudaba a hacer postres a su abuela, “aunque nunca aprendí a prepararlos”, comenta divertida. Y un recipiente de piedra precolombino, que Lampo supone ha debido tener uso ritual, se integra al conjunto de lo prosaico gracias a las dos asas pintadas en intenso blanco.

En todo caso, objetos muy cercanos a las personas cuya presencia se puede entonces intuir.

La misma presencia intuida, aunque no siempre poética, es la que busca sugerir Lampo en otra serie de imágenes dispuesta a la manera de un diario de vida que su suma a lo ya descrito. “Son tomas de las quemas en Coroico (Yungas, Bolivia), también cotidianas, que lamentablemente  miramos sin hacernos mayor problema; las aceptamos como algo que pasa sin que nos importe”.

Pues para hacer que se vea es que están las fotos y, sobre todo, las intervenciones, los puntos y rayas de color que el pincel traza en aquéllas.

Pero a no confundirse. Lo de Lampo es arte, no documento. La creadora lo explica: “Creo que todas las imágenes son falsas. Parto de esa premisa. A pesar de que creemos fidedignamente en todo lo que vemos, en realidad siempre es un punto de vista distinto de lo que sería la realidad. Siendo imagen falsa, trato de darle un sentido de mi visión interior a través de la pintura”. “Vivimos”, dice la artista, por un lado en “el mundo real” y por el otro, “en un mundo que es parte de la interpretación, absolutamente irreal, aunque no nos damos cuenta”.

De allí que sobre la imagen, de esa “interpretación de la realidad”, Lampo subraye cosas o las borre. “Por eso he reunido pintura y fotografía, en la consideración de que todo es falso”, y lanza la carcajada que es como el sello de identidad de la fotógrafa y pintora.

¿Qué diálogo, por tanto, es el que espera entablar con las otras subjetividades, las de los espectadores? “El arte puede tratar de cosas importantes, de cuestiones filosóficas, pero yo creo en eso de que los seres humanos tienen la tendencia a darle sentido a su vida, y ese sentido lo puedes dar a través de lo más cercano”. Y allí están los utensilios domésticos para remarcarlo.

Diálogo. Por otro lado, “me interesa que la sociedad boliviana se vea y se conozca a través de lo que yo también veo. Estoy diciendo: ‘por favor, mirémonos, y tal vez vayamos un poquito más a pensar qué está pasando en Bolivia y cómo funciona esto. Veámonos y entendámonos”. Y entonces salen al paso las intervenciones sobre árboles chamuscados o animales en las casas rurales.

Al menos, es la interpretación de una subjetividad, la de la periodista, frente a lo que salta a la vista desde los blancos muros de Patiño.
Hasta ahí, la propuesta de la artista, quien además es la curadora —junto a Alfredo La Placa— del espacio de arte de la CAF. ¿Qué busca ella cada vez que alguien le propone arte?, se le pregunta. “Espacios de reflexión”, sostiene. Es lo que la conmueve de una obra. “Cuando me acerco, sobre todo el arte conceptual, espero que me diga algo y que ese algo me lleve más allá en mi comprensión del mundo y del universo… universo puede sonar rimbombante, pero no si pensamos en que éste es también lo más cercano a uno”. Como los utensilios de cocina y comedor, hay que añadir por si hiciera falta.

La Lampo. El currículo de Cecilia Lampo dice que nació en La Paz. Estudió arte y pedagogía del arte en Alemania y carpintería en Suecia. Todos sus conocimientos se han vertido en algún momento en sus creaciones. La madera, por ejemplo, ha sido también materia de su trabajo creativo, como muestran muebles y piezas en las que no cubre sino que resalta vetas y texturas.

Desde 1994 que participa de exposiciones individuales y colectivas que le han llevado por museos y galerías nacionales e internacionales. Ha ganado, con una pintura de trazos fuertes e intensos colores, el Premio Salón municipal Pedro Domingo Murillo y dos primeros premios en Interart, todos en La Paz.

La muestra Huellas de lo cotidiano, inaugurada estará abierta hasta el 31 de julio en el Espacio Patiño (Av. Ecuador 2503 esq. Belisario Salinas, edificio Guayaquil, mezzanine. El horario para efectuar visitas es de lunes a viernes (09.00-12.30; 15.00-20.00). 

Comparte y opina:

Lampo remarca las huellas de lo cotidiano

La exposición de obras en las que se funden fotografía y pintura  se halla en el Espacio Patiño. El universo lo componen también los objetos más cercanos, propone la artista

/ 14 de julio de 2013 / 04:00

Hace tiempo que la artista Cecilia Lampo se dedica a recolectar imágenes con ayuda de su cámara fotográfica: paisajes, objetos. Y hace mucho también que esas fotos no se quedan así nomás, sino que son intervenidas por la pintora que también es Lampo. Esta vez, la exposición que ofrece el Espacio Simón I. Patiño de La Paz está dedicada a lo cotidiano, lo que pasa a diario por los sentidos de las personas sin que éstas reparen realmente en su existencia.

Huellas de lo cotidiano se llama la muestra de fotografías que en una de sus partes fundamentales tiene un jarro como motivo. Cuenta Lampo que se topó con ese objeto en la casa de una amiga, cuyo padre es el dueño del recipiente de metal. En él destaca el nombre del propietario —Javier Bilbao La Vieja— grabado a mano y una fecha: 10 de junio de 1955, Curahuara.

Hay que saber que ese lugar de Oruro, Curahuara de Carangas, en aquel año era un campo de confinamiento para los opositores políticos del Movimiento Nacionalista Revolucionario. “El tema me toca de cerca, pues un tío mío estuvo también confinado y mi padre igualmente, aunque en otro lugar”. Pero no es tanto el hecho político lo que conmueve a la pintora y fotógrafa, sino la huella que le hace preguntarse por “la necesidad que habrá sentido el dueño del jarro de definir su espacio, de cómo veía la vida”.

El aludido es un hombre ecuánime, moderado, según lo ve Lampo que es tan amiga de la hija, Carmen Bilbao, también artista, y que por ello llegó hasta aquel objeto que desencadenó una serie de imágenes.

Huellas y más huellas. El viejo jarro, desportillado, adquiere entonces una presencia poderosa. Su única cara cilíndrica rota en las imágenes; se explora en su interior, su asa, su base. Tres grandes fotos lo muestran “tal cual es”. Y luego se lo descompone para armar una especie de rejas. Y también las fotos ganan manchas de pintura, sutiles o encubridoras, que recuerdan que antes de nosotros hubo alguien mirándolas, trabajándolas, manipulándolas.

Con tal experiencia en la retina se puede pasar a otro espacio que la exposición abre al espectador y que presenta varias fotografías enmarcadas a la manera de ventanas. Tazas, platos y otros utensilios para beber o comer que pertenecen a la propia Lampo, a su madre, a conocidos suyos: una diseñadora, un arquitecto, una historiadora, un monje, un ama de casa, un geólogo se abren como ventanas en los muros desde sus marcos de madera.

Hay objetos utilitarios, diseños de los años 50 y hasta una antigua batidora de cristal con la que la niña Cecilia ayudaba a hacer postres a su abuela, “aunque nunca aprendí a prepararlos”, comenta divertida. Y un recipiente de piedra precolombino, que Lampo supone ha debido tener uso ritual, se integra al conjunto de lo prosaico gracias a las dos asas pintadas en intenso blanco.

En todo caso, objetos muy cercanos a las personas cuya presencia se puede entonces intuir.

La misma presencia intuida, aunque no siempre poética, es la que busca sugerir Lampo en otra serie de imágenes dispuesta a la manera de un diario de vida que su suma a lo ya descrito. “Son tomas de las quemas en Coroico (Yungas, Bolivia), también cotidianas, que lamentablemente  miramos sin hacernos mayor problema; las aceptamos como algo que pasa sin que nos importe”.

Pues para hacer que se vea es que están las fotos y, sobre todo, las intervenciones, los puntos y rayas de color que el pincel traza en aquéllas.

Pero a no confundirse. Lo de Lampo es arte, no documento. La creadora lo explica: “Creo que todas las imágenes son falsas. Parto de esa premisa. A pesar de que creemos fidedignamente en todo lo que vemos, en realidad siempre es un punto de vista distinto de lo que sería la realidad. Siendo imagen falsa, trato de darle un sentido de mi visión interior a través de la pintura”. “Vivimos”, dice la artista, por un lado en “el mundo real” y por el otro, “en un mundo que es parte de la interpretación, absolutamente irreal, aunque no nos damos cuenta”.

De allí que sobre la imagen, de esa “interpretación de la realidad”, Lampo subraye cosas o las borre. “Por eso he reunido pintura y fotografía, en la consideración de que todo es falso”, y lanza la carcajada que es como el sello de identidad de la fotógrafa y pintora.

¿Qué diálogo, por tanto, es el que espera entablar con las otras subjetividades, las de los espectadores? “El arte puede tratar de cosas importantes, de cuestiones filosóficas, pero yo creo en eso de que los seres humanos tienen la tendencia a darle sentido a su vida, y ese sentido lo puedes dar a través de lo más cercano”. Y allí están los utensilios domésticos para remarcarlo.

Diálogo. Por otro lado, “me interesa que la sociedad boliviana se vea y se conozca a través de lo que yo también veo. Estoy diciendo: ‘por favor, mirémonos, y tal vez vayamos un poquito más a pensar qué está pasando en Bolivia y cómo funciona esto. Veámonos y entendámonos”. Y entonces salen al paso las intervenciones sobre árboles chamuscados o animales en las casas rurales.

Al menos, es la interpretación de una subjetividad, la de la periodista, frente a lo que salta a la vista desde los blancos muros de Patiño.
Hasta ahí, la propuesta de la artista, quien además es la curadora —junto a Alfredo La Placa— del espacio de arte de la CAF. ¿Qué busca ella cada vez que alguien le propone arte?, se le pregunta. “Espacios de reflexión”, sostiene. Es lo que la conmueve de una obra. “Cuando me acerco, sobre todo el arte conceptual, espero que me diga algo y que ese algo me lleve más allá en mi comprensión del mundo y del universo… universo puede sonar rimbombante, pero no si pensamos en que éste es también lo más cercano a uno”. Como los utensilios de cocina y comedor, hay que añadir por si hiciera falta.

La Lampo. El currículo de Cecilia Lampo dice que nació en La Paz. Estudió arte y pedagogía del arte en Alemania y carpintería en Suecia. Todos sus conocimientos se han vertido en algún momento en sus creaciones. La madera, por ejemplo, ha sido también materia de su trabajo creativo, como muestran muebles y piezas en las que no cubre sino que resalta vetas y texturas.

Desde 1994 que participa de exposiciones individuales y colectivas que le han llevado por museos y galerías nacionales e internacionales. Ha ganado, con una pintura de trazos fuertes e intensos colores, el Premio Salón municipal Pedro Domingo Murillo y dos primeros premios en Interart, todos en La Paz.

La muestra Huellas de lo cotidiano, inaugurada estará abierta hasta el 31 de julio en el Espacio Patiño (Av. Ecuador 2503 esq. Belisario Salinas, edificio Guayaquil, mezzanine. El horario para efectuar visitas es de lunes a viernes (09.00-12.30; 15.00-20.00). 

Comparte y opina: