Demonios familiares, glorias literarias
Colm Tóibín retrata en 'Nuevas maneras de matar a tu madre' las tortuosas relaciones de parentesco de algunos de los grandes escritores de la historia.
Cada escritor tiene un campo donde ha enterrado sus secretos más oscuros, que no cesan de refulgir en las noches como wacas, como enterramientos indígenas que ellos saquean a su antojo. La gran literatura suele estar levantada sobre desdichas propias y ajenas.
¡Benditas infelicidades! ¡Benditos waqueros!
Uno de esos waqueros es Colm Tóibín, escritor irlandés hoy convertido en explorador de guacas ajenas. Ha rastreado los campos de los demonios tutelares de 20 grandes escritores en Nuevas maneras de matar a tu madre (Lumen). Páginas con joyas secretas de toda índole: incestos, traiciones, duelos sentimentales y económicos o amores frustrados cuyos fulgores suelen ser de tres clases: reafirmación de poder, deseo de reconocimiento y liberación de la sexualidad. “Las obras de los genios surgen de fuentes insólitas”, afirma Tóibín, autor de títulos como El faro de Blackwater, El maestro y Brooklyn. El autor desvela cómo conflictos con la madre, el padre u otros miembros de la familia influyen en la decisión de alguien a la hora de convertirse en escritor.
Hoy el recorrido es por los campos sagrados, de sagrados secretos de Jane Austen, Henry James, W. B. Yeats, Thomas Mann, Samuel Beckett, Jorge Luis Borges, Tennessee Williams, John Cheever o V. S Naipaul. El libro es un asomo a la vida y a sus semillas de autores. “Ellos son como todos nosotros. Son una muestra pequeña de cualquier familia”, aclara Tóibín, profesor de la Universidad de Columbia. Todo a través de diarios, cartas, autobiografías y biografías que conforman una especie de predio literario de El jardín de las delicias, de El Bosco.
Lo primero que aflora es que las madres fueron prácticamente desaparecidas en las novelas de los siglos XVIII y XIX. James y Austen son dos de los autores que más desconfían de ellas en la ficción, y en su reemplazo pusieron a las tías. Un personaje sustituido, hasta hoy, por la soledad del individuo y su mundo interior, porque, según Tóibín, “la mitad de tu vida eres un solitario, hay una mitad en sombra, ya no necesitas a nadie que te guíe porque ya eres libre, es la conquista de sí mismo”.
Si la madre de Borges podría ser el prototipo de mujer controladora y castradora, una decisiva en lo personal y creativo es May Roe, la madre de Beckett. El Nobel irlandés llegó a tener dos psicoanalistas con quienes buscaba el origen de todas sus sombras. Él sabe dónde está, y lo plasma en una carta de 1937, cuando su madre lo dejó solo en la casa: “Y no podría desearle nada mejor que la posibilidad de sentir lo mismo cuando no estoy. (…) soy lo que su amor salvaje ha hecho de mí, y está bien que uno de los dos lo acepte por fin. (…) Sencillamente no quiero verla ni escribirle ni saber de ella”.
Los padres también pueden ser demonios iluminadores. Algunos autores surgen o se hacen fuertes gracias al duelo sostenido con aquellos que un día quisieron ser escritores pero fracasaron. Es el caso de lo vivido por James, Borges, Yeats y Naipaul. Tenían padres que nunca acababan las cosas y, tal vez, precisamente lo que lleva a que sus hijos fueran perfeccionistas.
Si los hermanos James, Henry y William, cometieron el parricidio literario enmascarado de generosidad al publicar el libro de su padre que no valía nada, el protagonizado por W. B. Yeats es un duelo de novela.
En una carta, John, el padre, le dice a su hijo William Butler: “Nunca eres más feliz ni son más oportunas tus palabras que cuando en la conversación describes la vida y haces comentarios sobre ella. Pero cuando escribes poesía es como si te pusieras el frac, por así decirlo, y te obcecaras y olvidaras qué resulta vulgar en un hombre con frac”. Luego le pedía opinión a su hijo, ya famoso, sobre un libro suyo, y éste le responde con silencio e indiferencia. Y, poco a poco, se produce el asesinato más humillante: “El anciano es como un niño, todo inocencia con su orgullo y su esperanza, y el hijo se muestra distante, endiosado y todopoderoso, dispuesto a ignorar, criticar y machacar discretamente. El hijo es frío y despiadado; el anciano está desesperado por que lo asesinen. Es como si Edipo, Herodes y alguna tercera fuerza salida del oscuro laboratorio de Freud se hubiesen unido”.
Ser insensibles con los tuyos para crear sensibilidad en sus obras parece la premisa. “A veces”, reconoce Tóibín, “ser escritor es como ser un niño con un lápiz. Juegas con fuego, con la vida de otros, pero más importante porque lo haces con los sueños de tu vida, y si conocen un secreto familiar que les pueda servir para la obra eso es como el diablo”. Otros como Cheever muestran su vida emocional cotidiana porque “su obra es la sombra de su vida, o con más vida, destilada, y malogran a su familia”.
Aunque el ejemplo por antonomasia es el de la familia Mann. Un ecosistema único: el padre, Thomas, poderoso dentro y fuera de casa con un secreto inspirador: su homosexualidad; la madre, Katia, que quiere rodearlo todo; la hija mayor, Erika, favorita del padre, escritora, homosexual, y quien veló por él sus últimos años; el segundo hijo, Klaus, el favorito de mamá y quien despertó en el padre una atracción sexual y se haría escritor con obras clave como Mephisto, de quien se decía que tuvo relaciones con su hermana Erika, y que al final se suicidó; luego están Golo (homosexual), Monika y Michael, que también se suicidó. Son sólo hebras de luz en una familia de miembros muy talentosos, pero como recuerda Tóibín, citando un pasaje de Muerte en Venecia, de Mann: “Es, sin duda, positivo que el mundo sólo conozca la obra bella y no sus orígenes”.
Escondan las wacas lo que sea, con enterramientos de los tesoros más oscuros, secretos y preciados de dolores familiares, y escondan sus fulgores los verdaderos motivos de los escritores, para Tóibín, “la imaginación es más grande que la familia y el mundo, porque los genios ven lo que los demás no vemos”.