El último Elvis
De inicio, pareciéramos asistir a una simpática y festiva excursión por los entretelones de una trama dedicada a seguirle los pasos a un personaje obsesionado por ser otro, empeño...
En la historia del cine argentino el apellido Bó tiene la suya propia. Armando (el abuelo) —inicialmente vinculado a Leopoldo Torres Ríos director de algunos clásicos como Pelota de trapo (1948) de la cual Bó fue uno de los protagonistas— se hizo conocido como director especializado en cine erótico, género al cual aportó cerca a una veintena de títulos ampliamente populares en su país, en América Latina e incluso en los Estados Unidos. Todos esos trabajos, que el paso de los años maltrató poniendo en evidencia sus precariedades, fueron protagonizados por Isabel Sarli, cuyos desnudos en El trueno entre las hojas (1958) provocaron la ira de los censores pero permitieron que la pulposa actriz se convirtiera en el sex simbol por excelencia de esta parte del mundo.
Víctor Bó —el hijo de Armando— tentó proseguir la tradición familiar. Sin embargo, los tiempos habían mutado: el erotismo naif del padre tenía en los 60 innumerables imitadores bastante más atrevidos en muchas latitudes, de modo que hacia mediados de esa década cambió de rumbo especializándose en una suerte de versión B de las películas de superagentes inspirados en Bond, subgénero en el cual ensayó una media docena de emprendimientos con modesta suerte de taquilla y poca fortuna crítica. Tuvo, sin embargo, un papel importante como productor apoyando a varios directores jóvenes, en particular a Jorge Polaco, nombre destacado de la generación que en los 90 intentó la enésima renovación de la cinematografía argentina.
El debut en la realización de Armando (el nieto), connotado director de comerciales, con esta sorprendente El último Elvis, no podía resultar más auspicioso, aun cuando el antecedente referido alertaba suspicacias contra los eventuales manierismos propios de los spots. Anteriormente coguionista junto a Nicolás Giacobone de Biútiful, cuarto largometraje del controvertido director mexicano Alejandro González Iñárritu, quien también figura entre los productores de esta ópera prima y cuya influencia se advierte en varios tramos de la película.
Carlos Gutiérrez, el protagonista, es un roquero algo entrado en años, y en kilos, que vive en un barrio populoso del sur del Gran Buenos Aires trabajando en una fábrica de cocinas. Pero, en realidad, desdobla su personalidad para animar fiestas, cumpleaños y matrimonios con imitaciones de Elvis Presley, la legendaria figura del rock a la cual idolatra más allá de un fanatismo que, de a poco, va develando rasgos patológicos. De estos rasgos se vale el director para poner en pantalla una historia de oscuras frustraciones y sueños desbaratados por la realidad de todos los días.
De inicio, pareciéramos asistir a una simpática y festiva excursión por los entretelones de una trama dedicada a seguirle los pasos a un personaje obsesionado por ser otro, empeño en el que tropieza alternativamente con las burlas de quienes encuentran ridícula su pretensión o bien con la admiración de aquellos que se dejan seducir por una voz increíblemente parecida a la de su ícono.
Sin embargo muy pronto la inicial levedad de tono del relato deja aflorar los datos, las evidencias del carácter laberíntico de ese hombre víctima de una mitomanía a través de la que busca fugar de la realidad en una huida sin destino o, mejor dicho, camino a la catástrofe anunciada. Que la hija —con la cual mantiene una relación en cortocircuito— lleve el nombre de Lisa Marie, o que a su exmujer se empeñe en decirle Priscilla, son pistas dejadas como al pasar por el director para dar cuenta de los desvaríos de Carlos.
Esa suerte de distancia deliberada para situarse en el punto de vista de un observador desapasionado de cuanto ocurre frente a la cámara, cual si ello fuese fruto del acaso, responde a una elección de estilo tendiente, por una parte, a enfriar la mirada dispensada a las idas y venidas del personaje y, por otra, a imprimir al tratamiento un aire documental que refuerza la impresión de estar de cara a un pedazo de realidad.
Todo en la historia de semejante derrotero existencial hacia la tragedia conspira en la misma dirección. La desintegración de la familia luego de la separación de su mujer y la imposibilidad de establecer una relación afectiva sólida con su hija estrechan el círculo de la soledad en torno a un hombre que no cree estar imitando a Elvis, supone ser una especie de reencarnación crepuscular del mito.
Se aferra a esa convicción, no obstante las señales que llegan del entorno: el rechazo socarrón de algunos de los asistentes a una de sus imitaciones; la desaprensiva actitud del empresario reticente a honrar su deuda aduciendo problemas de liquidez y menospreciando por último el talento de Carlos; la displicencia de sus propio compañeros de actuación; el sentimiento de asfixia puesto de manifiesto por su mujer en el trance de la ruptura.
Sin embargo, en lugar de tomar nota de tales advertencias, el personaje las procesa para reforzar su esquizofrenia y la decisión final —verdadero acierto de guión—, de viajar al encuentro de su destino buscando ser devorado definitivamente y sin retorno por el otro.
Punto a destacar: la coherencia del tratamiento visual y narrativo con el efecto de realismo perseguido por el director. Cromáticamente predominan los colores ocres y el bajo contraste en la iluminación, cual si sólo se utilizara la luz existente en los ambientes, la mayor parte de ellos interiores sin apoyo de ninguna luminaria adicional.
El encuadre peca a menudo de desprolijidad, sobre todo durante las fiestas animadas por Carlos. Es como si la cámara irrumpiera de modo inadvertido en la algarada, sin que los participantes se percaten de su presencia. El corte es seco, preciso y las transiciones bruscas, en el modo usual de los reportajes.
Funcional resulta asimismo la música aportada por Sebastián Escofet apuntalando sin pretensión de protagonismo la creciente debacle emocional del sujeto, de manera lacónica al principio, estridente pero controlada a medida que se aproxima el estallido.
En John McInerny Bó encontró al actor perfecto para componer ese personaje hastiado por la insatisfacción, que se mueve como extraviado en los lugares de la monótona rutina existencial. Por lo demás el recurso a la lentificación extrema de los movimientos y al fuera de foco durante el desenlace de la trama termina sellando la progresiva claustrofobia del relato, amén de evitar cargar las tintas con una imagen innecesariamente más explícita de ese final inescapable.
Qué irá a ser de aquí en más de la carrera de Armando Bó es algo imposible de predecir. En cualquier caso, el director debutante se autoimpuso un referente de partida que lo obligará a cuidar mucho sus futuros emprendimientos. De momento aportó al actual cine argentino un trabajo de indudable osadía y valor, en la onda del mejor cine independiente norteamericano, aun cuando en este punto no todas las opiniones coincidan pues no han faltado quienes consideran que a la narración de El último Elvis le faltan calor y espontaneidad y le sobran cálculo y preciosismo forzado. Cuestión de criterios, claro.
Ficha técnica
Título original: El último Elvis.
Dirección: Armando Bó. Guión: Nicolás Giacobone, Armando Bó. Fotografía: Javier Julia. Montaje: Patricio Pena. Arte: Daniel Gimelberg.
Música: Sebastián Escofet. Maquillaje: Alberto Moccia.
Efectos: Claudio Langsam. Producción: Patricio Álvarez Casado, Jennifer Barrons, Armando Bo, Victor Bó, Leticia Cristi, Alejandro González Iñárritu.
Intérpretes: John McInerny, Griselda Siciliani, Margarita López, Lucrecia Carrillo, Nora Childers, Rocío Rodríguez Presedo, Corina Romero, J.W. Williams. Argentina-Estados Unidos, 2012.