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Mapa de lugares comunes

El lugar menos literario de la literatura es el lugar común. De hecho, cualquiera que trabaje con las palabras haría bien en tener a mano, tanto o más que el Diccionario de la RAE, el Diccionario de tópicos de Flaubert, ese prontuario que el escritor francés dejó sin terminar y que vio la luz entre 1911 y 1913, es decir, hace ya un siglo.

“La palabra humana —escribió en Madame Bovary—, es como una especie de caldero roto con el que tocamos una música para hacer bailar a los osos, cuando lo que nos gustaría es conmover a las estrellas con su son”. No sabemos si el puntilloso escritor de Ruán conmovió a las estrellas, pero es posible que las hiciera reír con las entradas de un glosario que lo mismo habla de los arquitectos —“siempre se olvidan de poner las escaleras”— que de la imaginación —“cuando uno no la tiene, criticarla en los demás”— o de los periódicos —“no poder pasar sin ellos, pero denigrarlos”—.

Gustave Flaubert murió en 1880 antes de rematar su diccionario y también antes de que floreciera un género nacido al calor de los periódicos: la entrevista. Hay quien expresa que su versión oral era la más brillante, y con las mismas se podría decir que la versión mate de algunos contemporáneos hay que buscarla en sus declaraciones. La idea de que el primero que comparó a una mujer con una flor fue un genio y el segundo, un ingenuo sigue vigente. Tanto que ya es casi un tópico.

Como es normal entre gente sofisticada, muchos lugares comunes literarios conservan su barniz de prestigio y su parte de verdad. El repertorio de los escritores es menos previsible que el de políticos y deportistas, pero no menos tópico, hasta el punto de que se podría redactar un flaubertiano libro de antiestilo para novelistas. Éstos podrían ser algunos ejemplos:

—La patria de un escritor es su infancia. No, mejor, su lengua.

—No leo a mis contemporáneos. Sólo releo. Por cierto, las traducciones son muy malas.

—Escribo los libros que me gustaría leer.

—Veo poco riesgo hoy, poca originalidad.

—Cuando escribes te conviertes en otro. Llegado a un punto, los personajes se te rebelan.

—Tengo mis pequeños ritos a la hora de escribir. (Versión larga: trabajar de ocho a tres de espaldas a la ventana, con la puerta cerrada, en cuadernos que compro en Londres).

—Cuando escribo una novela no leo. No quiero que me influya nada.

—Cuando termino un libro me siento vacío.

—Ya no quedan maestros.

—La novela ha muerto. (Versión larga: puedes atribuirlo a que me hago viejo, a que me da pereza, a que me cuesta meterme en una ficción, a que me chirrían los diálogos, a que estoy ya en la edad de las sopitas, el buen vino, las biografías y los libros de historia… pero la novela ha muerto).