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Vicente Huidobro: El paso del retorno

/ 8 de septiembre de 2013 / 04:00

Destaco de entrada la sencillez del título del poema, el cual confiere al regreso una contundencia geográfica como sitio por donde se pasa; y asimismo la hermosa  dedicatoria a la hermana, coautora de la misma; casi un haiku en el que ella y el tiempo —un tiempo vuelto persona — se unen en la congoja por la ausencia del poeta. Hay dedicatorias memorables, y ésta ciertamente lo es.

Publicado póstumamente en 1948 (Incluido en Últimos poemas, Santiago de Chile, 1948), El paso del retorno, otro de los grandes poemas de Vicente Huidobro, es una  suerte de autobiografía  existencial y literaria del poeta, de la misma manera en que Cantos de vida y esperanza lo es de Rubén Darío. Y en efecto, el comienzo del célebre poema: “Yo soy aquel que ayer nomás decía / el verso azul y la canción profana”,  resuena en la simetría de los  dos versos iniciales de Huidobro: “Yo soy ese que salió hace un año de su tierra / buscando lejanías de vida y muerte”. En ambos, la enunciación de la identidad y sus cambios desde sus sendas obras.  

En un tono  familiar  y a la vez patético, Huidobro se dirige a un grupo de amigos a quienes formula ansiosa y reiteradamente  preguntas  y, en un constante Ecce homo, manifiesta su dramática experiencia desde su partida a París en busca de nuevos horizontes. La voz de  la primera estrofa es Altazor, alter ego de Huidobro en su poema homónimo, una variación, como lo señalara Octavio Paz, de la figura mítica de Faetón. En efecto, el viajero que parte lo hace con un horizonte estelar: “Guiado por mi estrella / Con el pecho vacío  / Y los ojos clavados en la altura  / Salí hacia mi destino”, dice Altazor-Huidobro.

Tal destino se halla sustancialmente ligado a la poesía, a la realización de la propia obra  que encierra la identidad y el sentido de ser para el poeta transfigurado por ese viaje. Sin embargo, es una transfiguración ambigua o, mejor, ambivalente, ya que se trata de una experiencia límite —ganancia y pérdida— oscilante entre el sentido y el sinsentido:

Lo he perdido todo y todo lo he ganado

Y ni siquiera pido

La parte de la vida que me corresponde

Ni montañas de fuego ni mares cultivados

Es tanto más lo que he ganado que lo que he perdido

Así es el viaje al fin del mundo

Y ésta es la corona de sangre de la gran experiencia

La corona regalo de mi estrella

¿En dónde estuve en dónde estoy?

Como a lo largo de toda su obra, en este poema Huidobro alterna entre el vuelo y la caída, entre el entusiasmo y el pesimismo, la autoafirmación contundente y las dudas de una identidad  fragmentada e incierta. El hijo pródigo es un Sísifo en cuyos hombros aún pesa el  desastre de la Europa sacudida y trizada por las dos guerras: “Andaba por la Historia del brazo con la muerte”. Con todo, esa experiencia apocalíptica conlleva una purificación del alma del poeta y una reafirmación  de la poesía: “Oh Poesía nuestro reino empieza”, exclama poco antes del final del poema, el cual, no obstante, se resuelve en una  invitación y una  postulación al silencio:

Oh hermano, nada voy a decirte
Cuando hayas tocado lo que nadie puede tocar
Más que el árbol te gustará callar
Extrañamente, en El paso del retorno hay una gran ausente: la mujer, —madre, esposa  o amante— tan decisiva en el universo de su poesía; asimismo ausente la dimensión lúdica que en parte la rige: “Yo inventé juegos de agua / en la cima de los árboles”, decía en un poema de juventud. Al margen de ello, varios de sus símbolos convergen en  este poema que nos conmueve como un inolvidable  gesto de adiós.

el paso del retorno

        A Raquel que me dijo un día:
        Cuando tú te alejas un solo instante
        El tiempo y yo lloramos.

Yo soy ese que salió hace un año de su tierra
Buscando lejanías de vida y muerte
Su propio corazón y el corazón del mundo
Cuando el viento silbaba entrañas
En un crepúsculo gigante y sin recuerdos

Guiado por mi estrella
Con el pecho vacío
Y los ojos clavados en la altura
Salí hacia mi destino

Oh mis buenos amigos
¿Me habéis reconocido?
He vivido una vida que no puede vivirse
Pero tu poesía no me has abandonado un solo instante

Oh mis amigos aquí estoy
Vosotros sabéis acaso lo que yo era
Pero nadie sabe lo que soy
El viento me hizo viento
La sombra me hizo sombra
El horizonte me hizo horizonte preparado a todo

La tarde me hizo tarde
Y el alba me hizo alba para cantar de nuevo

Oh poeta esos tremendos ojos
Ese andar de alma de acero y de bondad de mármol
Este es aquel que llegó al final del último camino
Y que vuelve quizás con otro paso
Hago al andar el ruido de la muerte
Y si mis ojos os dicen
Cuánta vida he vivido y cuánta muerte he muerto
Ellos podrían también deciros
Cuánta vida he muerto y cuánta muerte he vivido

¡Oh mis fantasmas! ¡Oh mis queridos espectros!
La noche ha dejado noche en mis cabellos
¿En dónde estuve? ¿Por dónde he andado?
¿Pero era ausencia aquélla o era mayor presencia?

Cuando las piedras oyen mi paso
Sienten una ternura que les ensancha el alma
Se hacen señas furtivas y hablan bajo:
Allí se acerca el buen amigo
El hombre de las distancias
Que viene fatigado de tanta muerte al hombro
De tanta vida en el pecho
Y busca donde pasar la noche

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Olga Orozco: La intercesora del hijo pródigo

El poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre, residente en Estados Unidos, retorna a estas páginas con sus comentarios y presentación de poemas hispanoamericanos que tratan el tema del regreso. Quincenalmente publicaremos esta segunda serie de cuatro entregas. De inicio, tiene la voz la poeta argentina Olga Orozco.

/ 24 de agosto de 2014 / 04:00

Esa puerta no se abre a ningún retorno”, escribe Olga Orozco en su  poema titulado Detrás de aquella puerta. A través de ella, se oye a una  suerte de Penélope herida, resentida, por el desamor, las veleidades y la prolongada ausencia de Ulises, a cuyo retorno ella se opone, endureciendo y multiplicando sus negativas. La queja y el rechazo no se agotan en lo personal sino que implican una impugnación del héroe, de la violencia y la usurpación que revelarían su cara verdadera: la codicia: “No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arrasadas”. Un tono de rechazo enérgico recorre todo el poema: “Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta. Si consigues pasar, encontrarás detrás, / una tras otra, las puertas que elegiste”, dicen los versos finales. Tal vehemencia pasional nos recuerda a  la de Gabriela Mistral.  

Dos otros poemas de Orozco se refieren de manera desde sus títulos a la experiencia del retorno, y no ya en alusión a los personajes homéricos, sino más bien en una suerte de variaciones del Hijo pródigo del evangelio de San Lucas. En ambos poemas, titulados La víspera del pródigo y El pródigo, pertenecientes a su libro Las muertes (1952) se escucha el mismo tono recio tan propio de la autora. En el primero, parece oírse la voz del hermano que permanece en el hogar, lamentando la ausencia del hermano ausente, en tanto que en el segundo, algo más extenso y denso, comporta una trama más compleja y no pocas variaciones y aun inversiones del texto canónico de San Lucas.  

La primera variación es la más radical: no es el padre amoroso que aguarda y acoge con los brazos abiertos el inminente retorno del hijo, sino un padre lleno de reproches y condenas. En cambio, la figura del hermano, en coincidencia con la parábola, se muestra envidioso al verse amenazado en sus intereses. El poema comporta toda una trama y el desarrollo circular de un cuento ejemplar. Al comienzo, el hijo pródigo escucha una voz que le promete la fortuna o la gloria en otras tierras, impulsándole  a partir del hogar: “Levántate. Es la hora en que serás eterno”. Tras la partida, al cabo de poco tiempo,  sus crecientes penurias y su paulatina caída en la miseria incuban la nostalgia del hogar, y su decisión de volver a su seno cuando, como una llamada del pasado: “un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas. Es el antiguo amor”.  

¿Quién es ese rostro, ese antiguo amor? ¿El de la madre o el de la novia? En rigor, no lo sabemos, aunque podemos inclinarnos por la figura materna. En cualquier caso, es  una voz intercesora que aboga para que no se malogre el regreso del desventurado con el reproche por su ausencia ni el  fracaso al que le ha llevado su abandono o fuga del hogar: “No vino por condena, no le obliguéis a expiar en el orgullo”, interviene esa voz protectora que apela finalmente a Dios: “No haya más juez que Tú / Dios implacable y justo”.

Un hermoso símbolo que eslabona las dos partes de la trama radica en la llave que el hijo prodigo entierra a la puerta de su casa en el momento de la partida, y que desentierra en el regreso para ingresar en ella. Pero, una vez más tenemos aquí la narración del regreso que se interrumpe, dejando al hijo a la puerta, en el umbral del retorno, y al  lector en el suspenso, como en un cuento fantástico o realista a la manera de Borges.

El Pródigo

Olga Orozco (1920-1999)

Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
—injurias del amor—
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando la soledad asciende con un canto radiante por los muros,
y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
“Levántate. Es la hora en que serás eterno.”
Y otra vez como antaño alguien corta sin lágrimas unas ajadas cintas que lo ataban al cuadro familiar
y sepulta una llave bajo el ácido musgo del olvido.
Detrás queda una casa en donde su memoria será sombra y relámpago.
Él probará otros frutos más amargos que el llanto de la madre,
arderá en otras fiebres cuyas cóleras ciegas aniquilen la maldición del padre,
despertará entre harapos más brillantes que el codicioso imperio del hermano.
¿Hay algún sitio aún donde la libertad levante para él su desafío?
Allí está su respuesta: una furiosa ley sin paz y sin amparo.
Pero noche tras noche,
mientras la sed, el hambre y el deseo dormitan junto al fuego como errantes mendigos que soñaran una fábula espléndida,
otras escenas vuelven tras el cristal brumoso de su llanto
y un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros
lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas.
Es el antiguo amor.
El elegido ahora cuando el Pródigo torna a rescatar la llave de la casa.
Ha pagado su precio con el mismo sudario de un gran sueño.
¡Oh redes, duras redes que intentáis contener el viento de setiembre:
permitidle pasar!
No vino por perdón: no le obliguéis a expiar con el orgullo.
No vino por condena: no le obliguéis a amar con indulgencia.
Otra vez como antaño solo vino con un ramo de ofrendas a cambio de otros dones.
No haya más juez que tú,
Dios implacable y justo.

(Las muertes, 1952)

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Octavio Campero Echazú: El retorno del migrante

Cuarteto del retorno. Termina aquí la serie de lecturas de poemas de autores hispanoamericanos sobre el tema del retorno con las que el poeta y crítico Eduardo Mitre ha honrado generosamente estas páginas. Como despedida, la mirada de Mitre se centra esta vez en cuatro autores que expresan la excelencia de la poesía boliviana.

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

“Porque van diez años”, de Octavio Campero Echazú, es con razón un poema ineludible en las antologías de poesía boliviana, a más de ser una cifra de esa alianza entre la copla tarijeña o chapaca y la poesía que distingue tanto a su obra como a la  posterior de su coterráneo Óscar Alfaro. El poema de Campero Echazú testimonia la experiencia del regreso en una  voz personal con claras resonancias colectivas. Esa voz es la de uno de los innumerables inmigrantes del sur boliviano, probable pero no exclusivamente un “bracero” que retorna de la Argentina a su pueblo después de una larga ausencia. El regreso es irónicamente un ingreso en el exilio, en el ostracismo, debido al desconocimiento de la colectividad que se cierne sobre él: “la gente me mira con ojos de ausencia”, imagen ésta que lo retrata, casi cinematográficamente, desplazándose por un callejón de miradas, como si pisara otra vez tierra extraña.

A la constatación del vacío dejado por la muerte de la madre y la pérdida de su casa, se suma el rechazo de una joven (“ánfora de greda”) a bailar con él, negándole la reincorporación a la ronda del baile, a la rueda de la colectividad. En una estrofa se vierte el lamento y el remordimiento del paria por la pérdida amorosa debida a su lejana partida: “¡Y pensar que pude… trenzarme a sus largos cabellos / color de tormenta / y aventar el trigo de sus sensaciones / en rosadas eras!” Versos admirables, melancólicamente eróticos. Destaco la imagen “largos cabellos color de tormenta”, digna de una regia tradición poética moderna sobre el mismo motivo: “Y al torcer los cabellos apagaste el infierno” (Rubén Darío). “La cabellera que se ata hace el día / La cabellera al desatarse hace la noche” (Huidobro”);  y una de las canónicas de

Baudelaire: “Fuertes trenzas, sed el oleaje que me arrebate” (fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève), tan semejante a la que, suelta en  la intimidad de la entrega amorosa, el emigrante tardíamente desea.

El poema comienza y concluye con los mismos versos, trazando un círculo que  no se abre sino en el interrogante tan dramático como vigente frente a los millares de emigrantes que retornan a su patria. 

PORQUE VAN DIEZ AÑOS

OCTAVIO CAMPERO ECHAZú (1900-1970)

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

ya nadie me quiere

conocer siquiera.

Es cierto, he cambiado,

mi madre está muerta,

la casa vendida, y el molle coplero

de notas de pájaros —convertido en leña.

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

las gentes me miran

con ojos de ausencia. 

Ayer una moza del campo

—ánfora de greda

colmada de soles y lluvias,

olor de la tierra,

amancaya rosa, que invertida es una

lírica pollera— 

no quiso conmigo

bailar a la rueda,

porque van diez años

que dejé mi tierra.

¡Pensar que yo pude colgarle zarcillos

de dulces tonadas de Sella;

enflorar con rosas y risas

la flor de su oreja;

trenzarme a sus largos cabellos

color de tormenta

y aventar el trigo de sus sensaciones

en rosadas eras!…

Pero aquella moza,

fragante y huidiza como agua de acequia,

se me fue con otro…

—¡malhaya mi sed de querencia!

porque van diez años

que dejé mi tierra.

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Octavio Campero Echazú: El retorno del migrante

Cuarteto del retorno. Termina aquí la serie de lecturas de poemas de autores hispanoamericanos sobre el tema del retorno con las que el poeta y crítico Eduardo Mitre ha honrado generosamente estas páginas. Como despedida, la mirada de Mitre se centra esta vez en cuatro autores que expresan la excelencia de la poesía boliviana.

/ 22 de diciembre de 2013 / 04:00

“Porque van diez años”, de Octavio Campero Echazú, es con razón un poema ineludible en las antologías de poesía boliviana, a más de ser una cifra de esa alianza entre la copla tarijeña o chapaca y la poesía que distingue tanto a su obra como a la  posterior de su coterráneo Óscar Alfaro. El poema de Campero Echazú testimonia la experiencia del regreso en una  voz personal con claras resonancias colectivas. Esa voz es la de uno de los innumerables inmigrantes del sur boliviano, probable pero no exclusivamente un “bracero” que retorna de la Argentina a su pueblo después de una larga ausencia. El regreso es irónicamente un ingreso en el exilio, en el ostracismo, debido al desconocimiento de la colectividad que se cierne sobre él: “la gente me mira con ojos de ausencia”, imagen ésta que lo retrata, casi cinematográficamente, desplazándose por un callejón de miradas, como si pisara otra vez tierra extraña.

A la constatación del vacío dejado por la muerte de la madre y la pérdida de su casa, se suma el rechazo de una joven (“ánfora de greda”) a bailar con él, negándole la reincorporación a la ronda del baile, a la rueda de la colectividad. En una estrofa se vierte el lamento y el remordimiento del paria por la pérdida amorosa debida a su lejana partida: “¡Y pensar que pude… trenzarme a sus largos cabellos / color de tormenta / y aventar el trigo de sus sensaciones / en rosadas eras!” Versos admirables, melancólicamente eróticos. Destaco la imagen “largos cabellos color de tormenta”, digna de una regia tradición poética moderna sobre el mismo motivo: “Y al torcer los cabellos apagaste el infierno” (Rubén Darío). “La cabellera que se ata hace el día / La cabellera al desatarse hace la noche” (Huidobro”);  y una de las canónicas de

Baudelaire: “Fuertes trenzas, sed el oleaje que me arrebate” (fortes tresses, soyez la houle qui m’enlève), tan semejante a la que, suelta en  la intimidad de la entrega amorosa, el emigrante tardíamente desea.

El poema comienza y concluye con los mismos versos, trazando un círculo que  no se abre sino en el interrogante tan dramático como vigente frente a los millares de emigrantes que retornan a su patria. 

PORQUE VAN DIEZ AÑOS

OCTAVIO CAMPERO ECHAZú (1900-1970)

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

ya nadie me quiere

conocer siquiera.

Es cierto, he cambiado,

mi madre está muerta,

la casa vendida, y el molle coplero

de notas de pájaros —convertido en leña.

Porque van diez años

que dejé mi tierra,

las gentes me miran

con ojos de ausencia. 

Ayer una moza del campo

—ánfora de greda

colmada de soles y lluvias,

olor de la tierra,

amancaya rosa, que invertida es una

lírica pollera— 

no quiso conmigo

bailar a la rueda,

porque van diez años

que dejé mi tierra.

¡Pensar que yo pude colgarle zarcillos

de dulces tonadas de Sella;

enflorar con rosas y risas

la flor de su oreja;

trenzarme a sus largos cabellos

color de tormenta

y aventar el trigo de sus sensaciones

en rosadas eras!…

Pero aquella moza,

fragante y huidiza como agua de acequia,

se me fue con otro…

—¡malhaya mi sed de querencia!

porque van diez años

que dejé mi tierra.

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Gonzalo Rojas: El retorno del padre pródigo

La poesía del chileno Gonzalo Rojas (1916-2011) recorre esta entrega de la serie de comentarios que el poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre viene haciendo en estas páginas sobre el tema del regreso —a la patria, al hogar, al lar— en la obra de algunos poetas hispanoamericanos.

/ 8 de diciembre de 2013 / 04:00

Gonzalo Rojas en una entrevista, citando a Baudelaire, afirmaba: “La verdadera patria del poeta es su infancia” (1) . Y allí se transporta el poeta chileno en el poema Carbón para aguardar el retorno de su padre: minero muerto a causa del trabajo en las minas. El poema se inicia con el regreso del poeta ya adulto a Lebu, su pueblo, por una geografía harto simbólica, descrita por el propio Rojas en la entrevista: “Es un puerto de mar y es un puerto de río al mismo tiempo, porque el río se mete hasta el pueblo mismo, pero ahí también están el océano y los cerros. Esas minas estaban debajo del mar, habían sido excavadas debajo del mar”. Dos versos de la segunda estrofa iluminan como un relámpago la escena del inminente retorno del padre presentido por el hijo: “Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado”. Y el padre, atravesando el mismo río Lota (y el Leteo), llega a la puerta de la casa donde le esperan su esposa y su hijo. Sobre el telón de fondo de la lluvia se proyecta su figura “debajo de su poncho de Castilla”; retrato portentoso, casi mítico, el cual me evoca la figura de Don Segundo Sombra en la novela homónima de Ricardo Güiraldes.

A continuación, el niño, tras identificarse, invita al padre a pasar a la casa construida hace tiempo por su progenitor: “Adelante: Te he venido a esperar, soy el séptimo de tus hijos”. Y le siguen estos versos que completan la historia y acrecientan su dramatismo: “No importa que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años / que hayamos enterrado a tu mujer en agosto”. El hijo insiste en su ansioso ruego: “—Pasa, no estés ahí / mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”.

Y el poema concluye, sin desenlace, pues el padre permanece montado en su caballo sin ver al hijo (aunque, en rigor, no sabemos si lo ve o no), pues entre ambos se interpone, como un velo entre este mundo y el trasmundo, la lluvia que no cesa, la cual sigue cayendo como al principio del poema.    
Reconocida por el propio poeta es la repercusión que la poesía de César Vallejo tuvo en su obra. Emociona aquí constatar que la imagen del caballo, presente en el anteriormente comentado poema LVI de Trilce, relaciona a ambos poetas en el final de sus sendos poemas. Igualmente sorprendente es el paralelismo en dos otras imágenes: las madres y las lámparas que ellas portan. Así, en el poema de Vallejo:

El poyo en que mamá alumbró
al hermano mayor, para que ensille
lomos que había yo montado en pelo…

Y en el poema de Gonzalo Rojas:

Madre, ya va a llegar: abramos
el portón, dame esa luz,
yo quiero recibirlo…

En Materia de testamento, poema que da título a uno de sus libros, Rojas reúne a su padre minero con, digámoslo así, su mentor literario, para respectiva y retrospectivamente legarles: “A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar. /…/ a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio”. Pero basta con que el lector recorra en la lectura (ese otro caballo) el poema aquí transcrito, para que lleguen o vuelvan José Antonio y Gonzalo Rojas, y, con ellos o al rato, el autor de Trilce, de modo que mejor poner la mesa con el servicio para tres.

NOTA

Jacobo Sefamí: De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas. Olga Orozco, Álvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila, 1996, pp. 13-82.

Carbón

Gonzalo Rojas (1916-2011)

Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir

mi Lebu en dos mitades de fragancia,         

lo escucho,

lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un

beso de niño como entonces,

cuando el viento y la lluvia me

mecían, lo siento

como una arteria más

entre mis sienes y mi almohada.

Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado.

Es un olor a caballo mojado. Es un

olor

a caballo mojado. Es Juan Antonio

Rojas sobre un caballo atravesando

un río.

No hay novedad. La noche torrencial

se derrumba

como mina inundada, y un rayo la

estremece.

Madre, ya va a llegar: abramos el

portón,

dame esa luz, yo quiero recibirlo

antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino

para que se reponga, y me estreche

en un beso,

y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene

embarrado, enrabiado contra la

desventura, furioso

contra la explotación, muerto de

hambre, allí viene

debajo de su poncho de Castilla.

Adelante:

te he venido a esperar, yo soy el

séptimo

de tus hijos. No importa

que hayan pasado tantas estrellas

por el cielo de estos años,

que hayamos enterrado a tu mujer             

en un terrible agosto,

porque tú y ella estáis multiplicados.           

     No

Ah, minero inmortal, ésta es tu casa

de roble, que tú mismo construiste.

No importa que la noche nos haya                     

sido negra

por igual a los dos.

—Pasa, no estés ahí

mirándome, sin verme, debajo de la                 

lluvia.

(Del relámpago, 1981)

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Gonzalo Rojas: El retorno del padre pródigo

La poesía del chileno Gonzalo Rojas (1916-2011) recorre esta entrega de la serie de comentarios que el poeta y crítico boliviano Eduardo Mitre viene haciendo en estas páginas sobre el tema del regreso —a la patria, al hogar, al lar— en la obra de algunos poetas hispanoamericanos.

/ 8 de diciembre de 2013 / 04:00

Gonzalo Rojas en una entrevista, citando a Baudelaire, afirmaba: “La verdadera patria del poeta es su infancia” (1) . Y allí se transporta el poeta chileno en el poema Carbón para aguardar el retorno de su padre: minero muerto a causa del trabajo en las minas. El poema se inicia con el regreso del poeta ya adulto a Lebu, su pueblo, por una geografía harto simbólica, descrita por el propio Rojas en la entrevista: “Es un puerto de mar y es un puerto de río al mismo tiempo, porque el río se mete hasta el pueblo mismo, pero ahí también están el océano y los cerros. Esas minas estaban debajo del mar, habían sido excavadas debajo del mar”. Dos versos de la segunda estrofa iluminan como un relámpago la escena del inminente retorno del padre presentido por el hijo: “Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado”. Y el padre, atravesando el mismo río Lota (y el Leteo), llega a la puerta de la casa donde le esperan su esposa y su hijo. Sobre el telón de fondo de la lluvia se proyecta su figura “debajo de su poncho de Castilla”; retrato portentoso, casi mítico, el cual me evoca la figura de Don Segundo Sombra en la novela homónima de Ricardo Güiraldes.

A continuación, el niño, tras identificarse, invita al padre a pasar a la casa construida hace tiempo por su progenitor: “Adelante: Te he venido a esperar, soy el séptimo de tus hijos”. Y le siguen estos versos que completan la historia y acrecientan su dramatismo: “No importa que hayan pasado tantas estrellas por el cielo de estos años / que hayamos enterrado a tu mujer en agosto”. El hijo insiste en su ansioso ruego: “—Pasa, no estés ahí / mirándome, sin verme, debajo de la lluvia”.

Y el poema concluye, sin desenlace, pues el padre permanece montado en su caballo sin ver al hijo (aunque, en rigor, no sabemos si lo ve o no), pues entre ambos se interpone, como un velo entre este mundo y el trasmundo, la lluvia que no cesa, la cual sigue cayendo como al principio del poema.    
Reconocida por el propio poeta es la repercusión que la poesía de César Vallejo tuvo en su obra. Emociona aquí constatar que la imagen del caballo, presente en el anteriormente comentado poema LVI de Trilce, relaciona a ambos poetas en el final de sus sendos poemas. Igualmente sorprendente es el paralelismo en dos otras imágenes: las madres y las lámparas que ellas portan. Así, en el poema de Vallejo:

El poyo en que mamá alumbró
al hermano mayor, para que ensille
lomos que había yo montado en pelo…

Y en el poema de Gonzalo Rojas:

Madre, ya va a llegar: abramos
el portón, dame esa luz,
yo quiero recibirlo…

En Materia de testamento, poema que da título a uno de sus libros, Rojas reúne a su padre minero con, digámoslo así, su mentor literario, para respectiva y retrospectivamente legarles: “A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar. /…/ a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio”. Pero basta con que el lector recorra en la lectura (ese otro caballo) el poema aquí transcrito, para que lleguen o vuelvan José Antonio y Gonzalo Rojas, y, con ellos o al rato, el autor de Trilce, de modo que mejor poner la mesa con el servicio para tres.

NOTA

Jacobo Sefamí: De la imaginación poética. Conversaciones con Gonzalo Rojas. Olga Orozco, Álvaro Mutis y José Kozer. Caracas: Monte Ávila, 1996, pp. 13-82.

Carbón

Gonzalo Rojas (1916-2011)

Veo un río veloz brillar como un cuchillo, partir

mi Lebu en dos mitades de fragancia,         

lo escucho,

lo huelo, lo acaricio, lo recorro en un

beso de niño como entonces,

cuando el viento y la lluvia me

mecían, lo siento

como una arteria más

entre mis sienes y mi almohada.

Es él. Está lloviendo.

Es él. Mi padre viene mojado.

Es un olor a caballo mojado. Es un

olor

a caballo mojado. Es Juan Antonio

Rojas sobre un caballo atravesando

un río.

No hay novedad. La noche torrencial

se derrumba

como mina inundada, y un rayo la

estremece.

Madre, ya va a llegar: abramos el

portón,

dame esa luz, yo quiero recibirlo

antes que mis hermanos. Déjame que le lleve un buen vaso de vino

para que se reponga, y me estreche

en un beso,

y me clave las púas de su barba.

Ahí viene el hombre, ahí viene

embarrado, enrabiado contra la

desventura, furioso

contra la explotación, muerto de

hambre, allí viene

debajo de su poncho de Castilla.

Adelante:

te he venido a esperar, yo soy el

séptimo

de tus hijos. No importa

que hayan pasado tantas estrellas

por el cielo de estos años,

que hayamos enterrado a tu mujer             

en un terrible agosto,

porque tú y ella estáis multiplicados.           

     No

Ah, minero inmortal, ésta es tu casa

de roble, que tú mismo construiste.

No importa que la noche nos haya                     

sido negra

por igual a los dos.

—Pasa, no estés ahí

mirándome, sin verme, debajo de la                 

lluvia.

(Del relámpago, 1981)

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