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Elección y destino en Eric Rohmer

Poeta y ensayista, Diego Valverde Villena acaba de presentar su libro ‘Dominios inventados’ (Plural). A ese libro pertenece este texto

/ 15 de septiembre de 2013 / 04:00

Un hombre ve a una mujer y se enamora de ella. La conoce, comienza a cortejarla y, de repente, ella desaparece. Esa súbita desaparición coincide con el advenimiento de otra mujer, que se cruza en su vida y se le ofrece amorosamente. Cuando todo hace pensar que se va a decantar por la segunda, la primera reaparece en escena. El protagonista vuelve con su primera pasión y se casa con ella.

Ése es el patrón de dos películas de Eric Rohmer, el primero y el tercero de sus Contes moraux: La boulangère de Monceau (1962) y Ma Nuit chez Maud (1969). La historia podría parecer cotidiana, incluso trivial… de no ser porque quien la trata es Eric Rohmer.
Repasemos los argumentos con un poco de detalle.

En La boulangère de Monceau el protagonista es un estudiante de derecho que suele frecuentar el barrio de Monceau. En sus paseos comienza a encontrarse con una muchacha rubia, de la que se queda prendado. Tras varios intercambios de miradas, decide abordarla. Un golpe de suerte hace que se tropiecen en la calle y que acuerden tomar un café juntos en el siguiente encuentro.

Todo parece sonreír al protagonista. Pero, de pronto, la muchacha deja de aparecer por las calles de Monceau. Es mayo, se acercan los exámenes finales, y nuestro hombre no tiene mucho tiempo libre para buscar a la bella Sylvie. Decide aprovechar al máximo su tiempo, y consagra la media hora de la que dispone para el almuerzo a dar varios paseos por la zona. Pero Monceau es un barrio muy populoso. El mercado de la rue Levis, la rue Legendre, la rue Saussure, el boulevard de Villiers… Todo lo recorre nuestro protagonista, hasta que da con una panadería en la rue Lebouteux.

Y en la panadería hay una dependienta morena, Jacqueline, que empieza a coquetear con él desde el primer encuentro. De ahí en adelante se llevará a cabo un ritual diario en el que el estudiante pasa por la panadería a comprar algún pastel, y coquetea con la morena mientras sigue buscando a la rubia. Más aun: como él mismo nos cuenta, se anima a seducir a la morena porque está enamorado de la rubia. Por fin, un día le propone a Jacqueline que salgan juntos y vayan al cine. Ella parece dubitativa, pero al final acepta. Y justo cuando él se prepara para ir a su cita, se encuentra de nuevo con la rubia Sylvie… cojeando y con el tobillo vendado, motivo de su súbita desaparición. Nuestro protagonista apenas duda: olvida la primera cita e invita a cenar a Sylvie.

Como nos confiesa, hubiera sido una traición, un acto de mala fe, volver a ver a Jacqueline ahora que Sylvie ha vuelto a aparecer en su vida. La elección es la correcta, se trata de un imperativo moral.

Los 22 minutos del metraje culminan con la cena de ambos, esa misma noche, y con la pareja —se casan seis meses después— comprando una baguette en la misma panadería.

Ma Nuit chez Maud, el tercer cuento moral, repite, ampliado, el esquema. La acción transcurre en Clermont-Ferrand. Poco antes de Navidad, el ingeniero Jean-Louis va a misa y allí se ve fuertemente atraído por una muchacha rubia. A la salida de misa la sigue, pero la pierde de vista en las estrechas calles de Clermont. Al poco tiempo, mientras va en coche, ve como se le cruza la muchacha que va en su bicicleta. “Supe de pronto y sin duda que Francoise iba a ser mi mujer”, nos dice. Poco después se encuentra, por casualidad, con un compañero del colegio, Vidal. Ese reencuentro da pie a unas conversaciones entre el comunista Vidal y el católico Jean-Louis sobre el amor, la vida y el destino.

A través de Vidal, Jean-Louis conocerá a Maud —una mujer morena—. Los tres cenan juntos, y en la velada surgen los temas del amor, el matrimonio, la religión… Al caer la noche, Vidal se va y Jean-Louis se queda a dormir en casa de Maud, que intentará seducirlo. Al día siguiente, Jean-Louis ve pasar —de nuevo— a la muchacha rubia, Francoise, y la aborda. A partir de ahí, todo va rodado: tras algunas coincidencias y entrecruzamientos más, Jean-Louis y Francoise se casan. La última escena nos los muestra con su hijo, cinco años más tarde, en una playa, donde se encuentran casualmente con Maud.
(…)

Una de las primeras escenas de Ma Nuit chez Maud nos lleva a una librería en la que el ingeniero Jean-Louis hojea un manual de cálculo de probabilidades. El siguiente libro que aparece en sus manos es el de los Pensées de Pascal. Y Pascal es uno de los leitmotivs de la película. Vidal, profesor de filosofía, hablará de Pascal como un pensador muy moderno, adelantado a su tiempo por haber reunido al metafísico y al matemático en la misma persona.

La apuesta de Pascal —ampliada al campo del amor humano paralelamente al de la fe— jalona la película y es uno de los puntos de discusión de los protagonistas. Vidal, que se declara projansenista, llega incluso a citar una obra apócrifa atribuida a Pascal, el Discurso sobre las pasiones del amor.

El azar es una de las preocupaciones de Jean-Louis, que cree en su buena suerte y tiene una fe absoluta en los regalos del Destino. Cuando se encuentra con Vidal comenta: “Me gustan los encuentros casuales”. Incluso valora el hecho de que no se hayan visto antes, durante los cuatro meses que lleva viviendo en Clermont: “Nuestros caminos ordinarios no se cruzan; la intersección está en los extraordinarios”.

Esa misma fe en “una cierta predestinación” lo lleva a valorar sus encuentros fortuitos con Francoise, a la que comenta “Mi vida está solamente hecha de casualidades”. La repetición de casualidades es una señal, como en la kunderiana La insoportable levedad del ser. Rohmer volverá sobre Pascal, el azar y las probabilidades unos años más tarde, en su Conte d’hiver (1992).

Pero, ¿es tan fácil acertar con las señales del destino? Rohmer nos plantea dos casos similares que parecen resolverse de la mejor manera. Sin embargo, Rohmer nos presenta los hechos con un guiño. Los títulos de ambas películas hacen referencia directa a las mujeres morenas, a las que no consiguen el amor del protagonista. Y además, a ellas se dedica la mayor parte del metraje en ambas ocasiones. Las dos rubias son, sobre todo, una presencia constante que hace sentir su peso específico sin aparecer directamente.

Los protagonistas —encarnados por Jean-Louis Trintignant y Barbet Schroeder— se mueven entre los campos de fuerza de dos mujeres. Parecen tener el control de la situación, y estar muy seguros de sus preferencias. Sin embargo, su única esperanza es que el azar —ese azar que los acerca y los aleja de su objetivo amoroso— sea su aliado.

En el cine, como en la literatura, todo tiene sentido. Como decía Truffaut en La Nuit américaine, “las películas son más armoniosas que la vida”. Los protagonistas de La boulangère de Monceau y Ma Nuit chez Maud han escogido. Han sido valientes y han confiado en su destino. ¿Qué podemos hacer nosotros, espectadores, con nuestras vidas complejas, con nuestras vidas llenas de informaciones innecesarias, de encuentros inútiles, de salidas falsas a los laberintos?

Mientras busco la respuesta, paseo por las calles de Monceau. Recorro la rue Levis, la rue Lebouteux, el boulevard de Villiers, con el recuerdo de una película como un talismán, como un escapulario.

Pero mi barrio de Monceau es el mundo entero.

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Alfonso Murillo Patiño, un estilo desnudo y acerado

El escritor paceño publica su segundo libro de cuentos: ‘Carreteras silenciosas’ 

/ 31 de agosto de 2014 / 04:00

Los griegos definían al hombre como zoon politikón, “animal social” o “animal sociable”, destinado a vivir en la polis. Siguiendo esa perspectiva, habría que definir a Alfonso Murillo como un “animal literario”, pues es alguien destinado a vivir en la literatura y desde la literatura.

Lo conocí hace ya un buen tiempo, entonces como poeta —lo que apunta a una manera particular de acercarse al lenguaje—. Compartimos andanzas en La Paz y en Madrid, y yo le llamaba “el Pavese boliviano”, por el parecido en el aspecto físico y en la dedicación plena a la literatura.

No recuerdo aventura o conversación con Alfonso Murillo que no estuviera  emparentada con la literatura, que no fuera literaria de algún modo. Cualquier paseo por El Prado paceño o por el madrileño Lavapiés se tornaba literatura.

No me entiendan mal. Alfonso Murillo no es como esa gente que dice en voz alta y para que los escuchen “solo vivo por la literatura, nada más me importa”, con el mismo tono con que podrían decir, entornando los ojos, “Mozart me subyuga”. No. Se trata de que, dentro de una vida normal, en la que uno sale de su casa, compra el pan —y, antes, tiene que trabajar para ganárselo—, lee el periódico y recorre distancias, dentro de todo eso, de la cotidianidad de la vida, Alfonso Murillo siempre sabe buscar lo literario, lo encuentra y lo vive. Y luego, si se puede, lo escribe.

Y digo “si se puede” porque la literatura es para Alfonso Murillo labor lenta, trabajada sin apuro. Por eso se toma su tiempo para dar a la imprenta sus libros. Por eso hemos debido esperar tanto después de su El hombre que estudiaba los atlas. Y la espera ha valido la pena.

Y ese “hombre que estudiaba los atlas”, de simenoniano título, nos lleva a esas definiciones de algunos de sus personajes, señalados más por su actividad que por su nombre o por su aspecto. Así, en este libro encontramos al “hombre del parque” o al “hombre del crepúsculo”. Son definiciones lejanas, marcadas por un solo rasgo, que cuadran bien a esos personajes solitarios que pueblan los cuentos de Alfonso Murillo. Personajes de los que apenas sabemos el nombre —si acaso, se cita una vez—, porque apenas oyen su nombre: les falta el “sírvete” que decía Vallejo. Viven vidas apartadas del común, ya sea por las circunstancias —riqueza y ocio, a menudo mal aprovechados— o por escoger el solitario camino del arte. Y ese camino del arte, de la literatura en concreto, es el que ha elegido Alfonso Murillo.

Su vida está entreverada de afectos literarios. Tal como William Blake hablaba con los ángeles todas las tardes de cinco a siete, Alfonso Murillo departe habitualmente con los grandes maestros de la literatura universal. Y por eso los cita en sus obras. Los cuentos de Alfonso Murillo están poblados de nombres señeros: Bruno Schulz, Klossowski, Carver, un Melville de cuyo nombre el protagonista no quiere acordarse…

Todos ellos están presentes en su obra, junto a otros que están escondidos de tan mimetizados, de tan a gusto como se encuentran en las páginas de sus cuentos. Así, hay ecos de Cortázar, de Vargas Llosa, y por supuesto de Borges: en esos epígrafes o subtítulos que nos llevan a la Historia universal de la infamia o en esa fusión inseparable de realidad y simulacro que hay en la Sociedad Poincaré, vinculada a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y a El congreso. Alfonso Murillo trabaja con muchas y variadas influencias, como es esperable en un lector-escritor de talla. De la destilación de sus lecturas en el alambique de su visión del mundo va surgiendo su estilo, desnudo y acerado.

No quiero cerrar esta reseña sin resaltar algo muy importante en la obra de Alfonso Murillo, algo que rara vez aparece en las obras bolivianas. Me refiero a la integración de Bolivia con el mundo; a esa capacidad de ser genuinamente boliviano y a la vez profundamente universal.

Parece que tuviéramos que resaltar todo el tiempo que somos bolivianos: que hubiera que hacer canciones sobre minibuseros, hablar de la coca, de la quinua y del solsticio y el culto al Sol —culto que, por cierto, han observado todos los pueblos del orbe—. Y perdemos mucha fuerza creativa cuando nos obsesionamos en recalcar nuestras particularidades. Con eso se consigue poco más que una postal turística.    

Alfonso Murillo se sabe y se siente profundamente boliviano, y por eso no tiene necesidad de mostrarlo todo el tiempo. Por eso se puede dedicar a algo interesante y productivo: a establecer las conexiones entre Bolivia y el resto del mundo, en las condiciones normales de semejanza y fraternidad humanas. “Nada humano me es ajeno”, como dijera Terencio.

Y así Alfonso Murillo puede engarzar sus cuentos y sus personajes dentro de la tradición universal y boliviana a la vez, con la mayor naturalidad. Así, en uno de sus cuentos se nos habla de Jaime Saenz diciendo que “fue, a su modo, nuestro Lovecraft andino”.

Esa imagen, la de Saenz como el Lovecraft andino, nos sirve de guía para romper clichés, y nos da un ejemplo de cómo se debe mirar la tradición literaria, tanto boliviana como universal: con ojos imaginativos, curiosos y precisos. Como la mirada de Alfonso Murillo.

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Alfonso Murillo Patiño, un estilo desnudo y acerado

El escritor paceño publica su segundo libro de cuentos: ‘Carreteras silenciosas’ 

/ 31 de agosto de 2014 / 04:00

Los griegos definían al hombre como zoon politikón, “animal social” o “animal sociable”, destinado a vivir en la polis. Siguiendo esa perspectiva, habría que definir a Alfonso Murillo como un “animal literario”, pues es alguien destinado a vivir en la literatura y desde la literatura.

Lo conocí hace ya un buen tiempo, entonces como poeta —lo que apunta a una manera particular de acercarse al lenguaje—. Compartimos andanzas en La Paz y en Madrid, y yo le llamaba “el Pavese boliviano”, por el parecido en el aspecto físico y en la dedicación plena a la literatura.

No recuerdo aventura o conversación con Alfonso Murillo que no estuviera  emparentada con la literatura, que no fuera literaria de algún modo. Cualquier paseo por El Prado paceño o por el madrileño Lavapiés se tornaba literatura.

No me entiendan mal. Alfonso Murillo no es como esa gente que dice en voz alta y para que los escuchen “solo vivo por la literatura, nada más me importa”, con el mismo tono con que podrían decir, entornando los ojos, “Mozart me subyuga”. No. Se trata de que, dentro de una vida normal, en la que uno sale de su casa, compra el pan —y, antes, tiene que trabajar para ganárselo—, lee el periódico y recorre distancias, dentro de todo eso, de la cotidianidad de la vida, Alfonso Murillo siempre sabe buscar lo literario, lo encuentra y lo vive. Y luego, si se puede, lo escribe.

Y digo “si se puede” porque la literatura es para Alfonso Murillo labor lenta, trabajada sin apuro. Por eso se toma su tiempo para dar a la imprenta sus libros. Por eso hemos debido esperar tanto después de su El hombre que estudiaba los atlas. Y la espera ha valido la pena.

Y ese “hombre que estudiaba los atlas”, de simenoniano título, nos lleva a esas definiciones de algunos de sus personajes, señalados más por su actividad que por su nombre o por su aspecto. Así, en este libro encontramos al “hombre del parque” o al “hombre del crepúsculo”. Son definiciones lejanas, marcadas por un solo rasgo, que cuadran bien a esos personajes solitarios que pueblan los cuentos de Alfonso Murillo. Personajes de los que apenas sabemos el nombre —si acaso, se cita una vez—, porque apenas oyen su nombre: les falta el “sírvete” que decía Vallejo. Viven vidas apartadas del común, ya sea por las circunstancias —riqueza y ocio, a menudo mal aprovechados— o por escoger el solitario camino del arte. Y ese camino del arte, de la literatura en concreto, es el que ha elegido Alfonso Murillo.

Su vida está entreverada de afectos literarios. Tal como William Blake hablaba con los ángeles todas las tardes de cinco a siete, Alfonso Murillo departe habitualmente con los grandes maestros de la literatura universal. Y por eso los cita en sus obras. Los cuentos de Alfonso Murillo están poblados de nombres señeros: Bruno Schulz, Klossowski, Carver, un Melville de cuyo nombre el protagonista no quiere acordarse…

Todos ellos están presentes en su obra, junto a otros que están escondidos de tan mimetizados, de tan a gusto como se encuentran en las páginas de sus cuentos. Así, hay ecos de Cortázar, de Vargas Llosa, y por supuesto de Borges: en esos epígrafes o subtítulos que nos llevan a la Historia universal de la infamia o en esa fusión inseparable de realidad y simulacro que hay en la Sociedad Poincaré, vinculada a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius y a El congreso. Alfonso Murillo trabaja con muchas y variadas influencias, como es esperable en un lector-escritor de talla. De la destilación de sus lecturas en el alambique de su visión del mundo va surgiendo su estilo, desnudo y acerado.

No quiero cerrar esta reseña sin resaltar algo muy importante en la obra de Alfonso Murillo, algo que rara vez aparece en las obras bolivianas. Me refiero a la integración de Bolivia con el mundo; a esa capacidad de ser genuinamente boliviano y a la vez profundamente universal.

Parece que tuviéramos que resaltar todo el tiempo que somos bolivianos: que hubiera que hacer canciones sobre minibuseros, hablar de la coca, de la quinua y del solsticio y el culto al Sol —culto que, por cierto, han observado todos los pueblos del orbe—. Y perdemos mucha fuerza creativa cuando nos obsesionamos en recalcar nuestras particularidades. Con eso se consigue poco más que una postal turística.    

Alfonso Murillo se sabe y se siente profundamente boliviano, y por eso no tiene necesidad de mostrarlo todo el tiempo. Por eso se puede dedicar a algo interesante y productivo: a establecer las conexiones entre Bolivia y el resto del mundo, en las condiciones normales de semejanza y fraternidad humanas. “Nada humano me es ajeno”, como dijera Terencio.

Y así Alfonso Murillo puede engarzar sus cuentos y sus personajes dentro de la tradición universal y boliviana a la vez, con la mayor naturalidad. Así, en uno de sus cuentos se nos habla de Jaime Saenz diciendo que “fue, a su modo, nuestro Lovecraft andino”.

Esa imagen, la de Saenz como el Lovecraft andino, nos sirve de guía para romper clichés, y nos da un ejemplo de cómo se debe mirar la tradición literaria, tanto boliviana como universal: con ojos imaginativos, curiosos y precisos. Como la mirada de Alfonso Murillo.

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